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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (2 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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En «Fantasmas de los Balcanes» escribe sobre Bosnia, Serbia, Croacia y demás; y se refiere a los recuerdos siniestros de aquella guerra de los Balcanes: «controles bajo la lluvia, cruel brutalidad, fosas comunes, gente degollada en campos de maíz, gentuza con Kalashnikov, psicópatas impunes». Ante tanta vileza y tanta barbarie, muestra su falta de fe en el hombre: «a fin de cuentas, quienes metían las manos en la sangre, hasta los codos, éramos nosotros mismos, sin freno. Era la simple y sucia condición humana».

Hay un fondo de rebeldía desesperada en estos artículos. En ellos se puede apreciar un cambio con respecto a los anteriores, tenue pero significativo. Los primeros artículos, desde Patente de corso, expresaban con enfado la exigencia de que las cosas fueran de otro modo. Pero progresivamente el tono se ha ido oscureciendo en estos textos. ¿Cuándo se produce el salto de la crítica y la denuncia a la cólera? «Justo cuando comprendes —escribe él mismo— que nada de cuanto se diga o se haga podrá cambiar nuestra bellaca e imbécil naturaleza, y a lo más que se puede aspirar es a que al malvado o al idiota —a ti mismo, llegado el caso— les sangre la nariz».

Estos artículos parten del convencimiento de que el mundo es un lugar peligroso y hostil («inocentes, pero menos», «Un combate perdido»). No hay ambigüedad ni ocultamiento en ninguno de los textos de este libro. Tampoco en este punto, como se puede ver en los artículos titulados «En legítima venganza», «Vístete de novia, y no corras», «Lobos, corderos y semáforos», «Cómo buscarse la ruina», «Piénselo dos (o tres) veces» y «Violencia proporcionada y otras murgas». En ellos la apuesta contra la maldad es contundente. La lectura de esos artículos, y de otros como «Bandoleros de cuatro patas», «Frailes de armas tomar» o «El hombre que atacó solo», nos dan algunas claves de ese pensamiento que defiende la libertad, el individualismo y la valentía de enfrentarse sin titubeos a un mundo adverso. Hay que leer la ironía de «Picoletos sin Fronteras» o el reproche de «Por qué van a ganar los malos» para confirmar la defensa que expone el autor de los derechos y de la fuerza de la ley, sin fisuras ni medias tintas. Cuando esos presupuestos se quiebran, el autor describe un mundo que se tambalea desestabilizado por sus propias contradicciones; y estos artículos son la crónica de ese deterioro.

¿En qué se puede creer aún en estos tiempos?, se pregunta. Pérez-Reverte encuentra muy pocas palabras. Apunta el valor, la honradez, la lealtad. Valora el gesto concienzudo de quienes trabajan con orgullo hasta acabar una obra bien hecha («Océanos sobre la mesa»). Ensalza a la gente que se juega la vida por palabras en las que cree: amor, honor, dignidad. También a quienes cumplen la palabra dada («Los presos de la Cárcel Real»). Aprecia el comportamiento de un intérprete compasivo y de un juez que sentencia con humanidad («El juez que durmió tranquilo»). O el gesto lleno de ternura con el que una mujer ayuda a una persona anciana. Es una inmigrante sudamericana. Y escribe: «Procede, sin duda, de un país de esos donde la miseria y el dolor son tan naturales como la vida y la muerte. Donde el sufrimiento —eso pienso viéndola alejarse— no es algo que los seres humanos consideran extraordinario y lejano, sino que forma parte diaria de la existencia, y como tal se asume y afronta: lugares alejados de la mano de Dios, donde un anciano indefenso es todavía alguien a respetar, pues su imagen cansada contiene, a fin de cuentas, el retrato futuro de uno mismo. Lugares donde la vejez, el dolor, la muerte, no se disimulan, como aquí, maquillados tras los eufemismos y los biombos. Sitios, en suma, donde la vida bulle como siempre lo hizo, la solidaridad entre desgraciados sigue siendo mecanismo de supervivencia, y la gente, curtida en el infortunio, lúcida a

la fuerza, se mira a los ojos lo mismo para matarse —la vida es dura y no hay ángeles, sino carne mortal— que para amarse o ayudarse entre sí» («La mujer del chándal gris»). Esa mujer, que «todavía no ha olvidado el sentido de la palabra caridad », representa la existencia aún de algún impulso solidario en la inhóspita sociedad actual.

Pérez-Reverte ya sólo apuesta en este libro por valores que considera seguros: aquellos que son inalterables, como el oro entre tantos metales corroídos. La lluvia, la humedad y la intemperie acaban oxidando muchas creencias. ¿Qué consuelos quedan en un mundo descrito como un paisaje de nieblas y de frío? El autor cita algunos en estas páginas. La memoria. La Historia. La cultura. La lealtad a los propios principios y a las personas que uno aprecia. La compasión hacia los que padecen las consecuencias de tanta estupidez. Y una tríada como madero de salvación en el naufragio: los libros, los amigos y la Historia. Los libros amueblan el mundo y dotan de vida al paisaje. Hay que leer «La hostería del Chorrillo» para percibir cómo el autor hace confluir en la ciudad de Nápoles la memoria de lecturas, sucesos del pasado y personajes históricos, entre sus calles estrechas adornadas con hornacinas antiguas, en las lápidas de sus iglesias, en las esquinas de sus plazas y en sus viejas hospederías. La Historia es una manera de reconocerse, porque el pasado nos dice lo que fuimos y nos enseña lo que somos. Está hecha de gestas heroicas, de gentes que compartieron las mismas costas y que murieron por defender su dignidad: aquello en lo que creían y amaban («Mediterráneo »). La Historia —escribe en «Dos banderas en Tudela »— es el recuerdo de «los que dejaron huellas que orientan nuestra memoria, nuestra lucidez y nuestra vida». Y los amigos. Esos que están siempre en los momentos importantes de la vida. Esos cuya ausencia produce un vacío irreemplazable («Era pacífico y peligroso»). Los amigos: vidas que se enredan con las de uno y ayudan a reconciliarse con los seres humanos.

Estos textos que el lector tiene en sus manos son una mirada y una voz, decía al principio. Una forma de mirar y una manera de decir. En esto radica su carácter literario. En el estilo. Los artículos de Arturo Pérez-Reverte no son sólo opinión; son también literatura. La voz literaria se manifiesta mediante el empleo de distintos registros de lenguaje, la ironía, los recursos de humor, la complicidad formal con el lector. El autor emplea los mecanismos fonéticos, los procedimientos gramaticales y el vocabulario de varias jergas, el lenguaje coloquial, los registros juvenil y carcelario, el vocabulario técnico del mar y de la navegación, las expresiones del hampa. Usa la palabra gruesa en el momento oportuno y el sarcasmo más aplastante. Con frecuencia los artículos están escritos desde una postura irónica, llevando a un extremo hiperbólico la situación narrada, para poner de manifiesto lo absurdo de algunos planteamientos: decisiones judiciales insostenibles («Esas madres perversas y crueles»), imágenes del Ejército o de la Policía como asociaciones piadosas («Picoletos sin Fronteras», «Apatrullando el Índico»), la exigencia de un comportamiento comedido ante delincuentes sin escrúpulos («Violencia proporcionada y otras murgas», «Cómo buscarse la ruina»), ocurrencias frívolas («Universitarios de género y génera»). «Para troncharse, oigan —escribe—. Si no fuera tan triste. Y tan grave».

A través de estos recursos surge el chispazo del humor. «El psicólogo de la Mutua», uno de los artículos más divertidos de este libro, lo explica así: «Lo bueno —divertido, al menos— de vivir, como vivimos, en pleno disparate, es que el esperpento resulta inagotable».

También, a veces, por las grietas de la humanidad de estos textos, se cuela la ternura. No faltan aquí algunas confesiones íntimas que hablan del aprendizaje de la vida. En «El caballo de cartón», por ejemplo, evoca un recuerdo personal: la pérdida del regalo de Reyes, destrozado por la lluvia y la mala fortuna, al día siguiente de recibirlo, cuando tenía cinco años: «Después, con los años —finaliza el artículo—, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos».

En otro artículo, «La librera del Sena», recuerda cuando era un joven imberbe con mochila al hombro y en sus viajes a París observaba fascinado entre los buquinistas a una muchacha hermosa, de cabello rojizo, a orillas del Sena. Esa librera estaba siempre allí, en cada viaje. «Pasó el tiempo —escribe—. Entre viaje y viaje la vi crecer, y yo también lo hice. Leí, anduve, adquirí aplomo, conocí otras orillas del Sena». Pasados treinta años, recuerda el día en que volvió a contemplar como otras veces a esa mujer reflejada en el cristal de un anticuario, de nuevo junto al Sena. Era una tarde gris. Pero ahora comenta: «imposible reconocer en ella a la muchacha de cabello rojizo». Y refiriéndose a sí mismo, añade: «Tampoco reconocí al hombre que la miraba desde el cristal». De eso trata este libro, decía al principio de estas páginas: de experiencias vividas y también de alguna pérdida. De los desgarros del tiempo y de la inocencia que se va quedando por el camino.

JOSÉ LUIS MARTÍN NOGALES

2005
La venganza de Churruca

A veces el tiempo termina poniendo las cosas en su sitio, o casi. Estaba el otro día en un puerto mediterráneo, amarrado de proa al pantalán y leyendo en la camareta, cuando escuché el motor de una embarcación. Subí a cubierta mientras otro velero se acercaba por el lado opuesto, disponiéndose a amarrar enfrente. Suelo ayudar en la maniobra; pero como el marinero de guardia estaba allí, me quedé apoyado en el palo, mirando. Era un queche de quince metros, con un hombre al timón y una mujer en la proa. Banderita española en la cruceta de estribor y bandera roja a popa: un inglés. El patrón era cincuentón largo, con barriga cervecera. La mujer, negra, alta y bien dotada. Una señora estupenda, la verdad. Muy aparente.

El marinero del puerto estaba en el punto de atraque, esperando. Era de esos españoletes chupaíllos, flaquísimo y tostado, con pantalón corto, gorra y un pendiente de oro en cada oreja. De los que te cruzas de noche y echas mano a la navaja antes de que la saque él. Aunque esto lo apunto sólo para que se hagan cargo de la pinta del jenares; yo lo conocía de tiempo atrás, y lo sabía buena gente. El caso es que imagínenselo allí, esperando a que la proa del velero inglés llegase al pantalán. En ésas, a un par de metros, la negra de la proa le suelta al marinero una pregunta en absoluto inglés, que para los de aquí suena algo así como: ¿chuldaius maylain oryur? Tal cual. Ni un previo amago de «buenos días», ni «hola», ni nada. Entonces el marinero, impasible, mientras aguanta la proa para que no toque el pantalán, responde, muy serio «Yene comprampá». La mujer lo mira desconcertada, repite la pregunta, el marinero repite «yene comprampá, señora», y como el barco ya está parado y el viento hace caer la popa a una banda, la pava le da sus amarras al marinero y se va corriendo a popa con la guía para trincar el muerto.

En ésas, el patrón ha parado el motor y se acerca a la proa, mirado preocupado el costado herrumbroso de un viejo barco de hierro que está amarrado junto a él. Tampoco hace el menor esfuerzo introductorio en lengua aborigen. Itis tuniar, dice a palo seco. ¿Haventyu a beterpleis? Y en ese momento pienso yo: tiene huevos aquí, el almirante. Como buena parte de sus compatriotas, no hace el menor esfuerzo por hablar en español, y da por sentado que todo cristo tiene que trajinar el guiri. A buenas horas iba yo a amarrar en Falmouth con la parla de Cervantes. De cualquier modo, el marinero lo mira flemático, asiente con la cabeza y dice «ahá» cuando el otro termina de hablar, luego encoge los hombros, acaba de colocar las amarras en los norays, y mirándolo a los ojos, muy claro y vocalizando, le dice: «No te entiendo, tío. Aquí, espanis langüis».

A todo esto, el viento ha hecho que la popa del barco se vaya a tomar por saco, y la negra las pasa moradas tirando del cabo del muerto para aguantarlo. «¡Aijeiv tumachwind!», grita. El marinero se la señala al inglés y le aconseja: «Vete a ver lo que dice, hombre». El inglés mira a la mujer –a la que con el esfuerzo se le ha salido medio fuera una teta espectacular–, mira alrededor, mira el costado oxidado del barco sobre el que caen y le hace gestos con las manos al marinero, acercando las palmas para indicar que están demasiado cerca. «Tuuniar», repite. «Tuuniar». El marinero se ha puesto en cuclillas, para mirar más descansado cómo el guiri se la pega. «Aquí es lo que hay», responde ecuánime. «¿Guat?», pregunta el otro. El marinero se rasca la entrepierna, sin prisa. «Si me pasas un esprín –sugiere– igual te lo sujeto.» El inglés, antes despectivo y ahora visiblemente angustiado, hace gestos de no entender y luego corre hacia popa a ayudar a la mujer a aguantar el barco, que a estas alturas está atravesado en el amarre que da pena verlo. «Plis», pregunta a gritos desde allí, desesperado y rojo por el esfuerzo de tirar del cabo. «¿Duyunotpikinglis?» Ahora, por fin, el marinero sí comprende lo que le dicen. «No», responde. «¿Y tú?… ¿Espikis espanis, italian, french, german?… ¿Nozing de nozing?» Luego, sin esperar respuesta, mete una mano en el bolsillo del pantalón, saca un paquete de tabaco, enciende con mucha parsimonia un pitillo y se vuelve hacia mí –que estoy dándoles mordiscos a los obenques para no caerme al agua de risa– y a los curiosos: un pescador, un guardia de seguridad y un mecánico de Volvo que se han ido congregando en el pantalán para mirar a la negra. «Pues no lo tiene chungo ni ná», comenta el marinero. «El colega.»

El Semanal, 03 Octubre 2005

El viejo amigo Haddock

Siempre he dicho que, en un incendio, salvaría a Mordaunt, mi perro, y la colección completa de las aventuras de Tintín: todos los volúmenes en su antiguo formato, con tapa dura y lomos de tela. Alguno de los más viejos aún tiene pegada la etiqueta con su precio original: 60 pesetas. Caían en mis manos dos o tres veces al año –juntaba cien pesetas el día de mi santo y cincuenta cada cumpleaños–, cuando, sonándome las monedas en el bolsillo de los pantalones cortos, me paraba ante el mostrador de madera donde el librero, el señor Escarabajal, me mostraba los ejemplares para que eligiese uno, antes de salir a la calle con él en las manos, aspirando el olor maravilloso a buen papel y a tinta fresca que, desde aquellos primeros años –editorial Juventud, Mateu, Bruguera, Molino–, asocié siempre con el viaje y la aventura. Y viceversa: más tarde, cuando aterrizaba en lugares lejanos o desembarcaba en puertos exóticos, a menudo los vinculé con aquel olor a papel y aquellas páginas. No es extraño, después de todo, que para un reportero tintinófilo contumaz, el primer viaje profesional fuese al País del Oro Negro, y que la primera vez que puse pie en los Balcanes, el pensamiento inicial fuese que había llegado, por fin, a Syldavia.

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