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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (5 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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Francisco Umbral tiene –y nos lo recuerda a cada instante– la mejor prosa de España. También cultiva una imagen, más social que literaria, inspirada en el malditismo narcisista y la soledad del escritor incomprendido y genial. Pero eso es cuanto tiene. Nunca pisó una universidad como alumno, ni leyó un clásico, ni tuvo una formación que trascendiera la cita, el plagio entreverado y el picoteo de lo ajeno. La lectura tranquila de sus libros y columnas sólo revela frivolidad superficial, incultura camuflada bajo la brillante escaramuza del estilo. En realidad, Umbral nunca tuvo nada que decir. La idea, el comentario o el libro citados en abundancia aquí y allá –a menudo de forma incorrecta, como ocurre con Borges y la Biblia, entre otros– casi nunca provienen de lecturas directas, sino que delatan la tercería de la revista, suplemento cultural, antología o texto ajeno donde fueron espigados. Sospecho, además, que Umbral anda muy flojo de lenguas, lo mismo vivas que muertas, aunque para el estilo le baste con la que tan bien maneja. Y en cuanto a la gran novela básica, la que forma los cimientos de todo novelista sólido, su ignorancia resulta asombrosa en un escritor de tales pretensiones. Por eso resulta esclarecedor que, en sus innumerables intentos frustrados de novelar, mencione siempre con desprecio a Cervantes, Galdós, Dickens, Tolstoi, Dostoievski o Baroja, y entre los contemporáneos, a Marsé, Mújica Lainez o Vargas Llosa; o que cometa la bajeza de situar al honrado José Luis Sampedro o al dignísimo e impecable Luis Mateo Díez a la misma altura que a Mañas, el chico del Kronen. En esa línea, las universidades sólo valen para algo cuando invitan a Umbral, y le pagan. Igual que los premios literarios, el Cervantes o la Real Academia: sólo tienen prestigio si él los consigue.

Y es que Umbral no escribe literatura: él es la literatura –«Borges y yo», afirmaba sin complejos hace unos años–. Y si la gente no lo lee, es porque a la gente no le interesa la literatura; no porque no le interese Umbral, ni porque repugne, por ejemplo, el sexo turbio que impregna sus novelas; más turbio aún cuando imaginamos al propio Umbral practicándolo. Un personaje de quien Jimmy Gimenez Arnau –que no se diría, en rigor, espejo de virtudes– ha escrito: «Padece cáncer de alma».

La cita no es casual, porque, además de ser un periodista que nunca dio una noticia, de que en sus novelas y columnas no haya una sola idea, y de alardear de una cultura que no tiene, lo que trufa toda la obra de Umbral, desde el principio, es su bajeza moral. La «infame avilantez» que, ya metidos en citas, le atribuyó la poetisa Blanca Andreu. Siempre estuvo dispuesto a despreciar a novelistas ancianos o fallecidos como Gironella, Aldecoa, o el Cela a cuya sombra en vida tanto medró –y a quien dedicó, caliente el cadáver, un librito oportunista e infame, escrito, eso sí, con estilo sublime–, o a insultar y señalar con el dedo a antiguas amantes y a mujeres que le negaron sus favores; aunque esto lo hace sólo cuando no pueden defenderse y sus maridos están muertos o en la cárcel. Tan miserable hábito no lo mencionaría aquí de limitarse a lo privado; pero es que Umbral tiene la bajunería de salpicar con él su literatura. Su bello estilo. A todo eso añade una proverbial cobardía física, que siempre le impidió sostener con hechos lo que desliza desde el cobijo de la tecla. Pero al detalle iremos otro día. Cuando me responda, si tiene huevos. A ver si esta vez no tarda otros cinco años. El maestro.

El Semanal, 28 Noviembre 2005

Lobos, corderos y semáforos

Pues sí, chico. Ya ves. Toda la vida diciéndote tus viejos y tus profesores que hay que tener buen rollito, que la violencia es mala y que el diálogo resuelve todo problema. Y tú, creyéndotelo. Y resulta que el otro día, cuando ibas de marcha con tu novia y tus amigos sin meterte con nadie, un grupo de macarras se bajó de las motos y os infló a hostias por la cara, oye, sólo por pasar el rato, y al que más le dieron fue a ti, justo cuando hacías con los dedos la uve de paz, colegas, pis, pis, decías en inglés, que suena más globalizado y dialogante. Peace, colegas. Pero los colegas, que no debían de puchar el guiri, se pasaron la uve por el forro, y te pusieron guapo. Y date con un canto en los dientes –los pocos que aún tienes sanos– de que encima no le picaran el billete a tu churri.

Y sorprende, claro. Con tu buena educación y todo eso. La violencia es mala, etcétera. Y claro, sí. En principio, lo es. Pero también resulta útil para la defensa, o la supervivencia. Si tus abuelos no hubieran peleado por cazar y sobrevivir, no existirías hoy. O recuerda Sarajevo, hace nada. Y así. Sin la capacidad de luchar cuando no hubo más remedio, tu estirpe se habría extinguido como otras –más débiles o pacíficas– se extinguieron. Ahora vives en una democracia donde eso parece innecesario. Aquí, la renuncia del ciudadano a liar pajarracas individuales se fundamenta en que el Estado asume el monopolio de la violencia para emplearla con sensatez cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Dicho de otro modo: la gente no anda armada y dándose estiba porque es el Estado quien, mediante las fuerzas armadas y la policía, administra la violencia exterior e interior con métodos respaldados por las leyes, el Parlamento, etcétera. Ésa es la razón de que, un suponer, cuando alguien esgrime un baldeo y te dice afloja la viruta y el peluco, tú no saques una chata y le vueles los huevos al malandro, sino que estés obligado a mirar alrededor, paciente, en espera de que un policía se haga cargo del asunto, proteja tu propiedad privada y conduzca al agresor a un lugar donde quede neutralizado como peligro social.

Pero eso es en teoría. Tu problema, chaval, es que te han educado para ser el corderito de Norit antes de que los lobos desaparezcan. O lo que es peor, cuando ya sabemos que no van a desaparecer. Dicho de otra manera, olvidaron enseñarte a pelear por si fallaban los besitos en la boca, los policías, los jueces, las oenegés y los soldados sin fronteras. Por eso en ciertos ambientes y circunstancias lo tienes crudo: un toro capado y sin cuernos sólo sobrevive entre bueyes. En lo que llamamos Occidente, gracias a una espléndida tradición grecolatina, humanista e ilustrada, los derechos y las libertades alcanzan hoy cotas admirables, merced a la confianza de los ciudadanos en mecanismos democráticos garantizados por leyes convenientes y justas. Dicho en fácil: hemos convenido, por ejemplo, que ante un semáforo en rojo los coches se detengan, porque eso mejora el tráfico y la convivencia. El problema surge cuando un hijo de puta –condición propia, siento comunicártelo, de la naturaleza humana– pasa de semáforos y circula a su bola. Entonces, quienes se detienen con la luz roja están en inferioridad de condiciones, desvalidos ante quien aprovecha para colarse, llegar antes y hacerse el amo de la calle.

Y ése es tu problema: la indefensión de quien respeta el semáforo cuando otros no lo hacen. Unos por falta de costumbre, pues vienen de donde no hay señales de tráfico, o no funcionan. Otros, los de aquí, porque se nos fueron de las manos y no somos capaces de darles educación vial ni de la otra. Y claro: a veces algunos de ellos ceden a la tentación de utilizar el semáforo contra quienes, prisioneros de él, lo respetan. Contando, naturalmente, con la pasividad cómplice de aquellos a quienes corresponde el control del asunto, que suelen permanecer paralizados por el miedo a que los llamen autoritarios y poco enrollados, hasta que de pronto se acojonan y sacan los tanques a la calle, o preparan el camino para que otros matarifes los saquen. Contradicción, ésta, característica del espejismo en que vivimos: un mundo socialmente correcto, donde todo ejercicio de autoridad o violencia legítima, por razonable que sea, queda desacreditado gracias a tanto cantamañanas que vive de la milonga y el cuento chino.

El Semanal, 05 Diciembre 2005

El viejo capitán

Mi tío fue el primer héroe de mi infancia. Cuando su barco tocaba en Cartagena, mis padres me llevaban al puerto, y junto a los tinglados del muelle contemplaba yo extasiado la maniobra de amarre, las gruesas estachas encapilladas en los norays, los marineros moviéndose por la cubierta y el último humo saliendo por la chimenea. A veces lo veía en la proa, como primer oficial, y más tarde, ya capitán, asomado al alerón del puente, arriba, inclinándose para comprobar la distancia con el muelle mientras daba las órdenes adecuadas. Después, inmovilizado el barco, yo subía corriendo por la escala, ansioso por pisar la cubierta vibrante por las máquinas, tocar la madera, el bronce y los mamparos de hierro, sentir el olor y el runrún peculiares del barco y llegar al puente, junto a la rueda del timón y la bitácora, donde estaba mi tío, que interrumpía un momento su trabajo para levantarme en brazos mientras yo admiraba las palas negras y doradas en las hombreras de su camisa blanca. Porque entonces los marinos mercantes llevaban gorra de visera con dos anclas cruzadas, palas en la camisa de verano y galones dorados en las bocamangas de hermosas chaquetas azules. En aquel tiempo, los marinos mercantes aún parecían marinos.

He dicho que lo idolatraba. Al día siguiente de su atraque, muy temprano, iba a su casa y me metía en la cama entre él y mi tía, para que me contara aventuras del mar. Nunca me defraudaba. Mientras mi pobre tía, resignada, se levantaba a prepararnos el desayuno, yo contenía la respiración, y con los ojos muy abiertos escuchaba cómo el capitán había naufragado cuatro veces en aquel viaje, y de qué manera heroica, rodeado de tiburones hambrientos, se enfrentó a ellos con un cuchillo, pensando todo el tiempo en su sobrino favorito. Otras veces me contaba cómo los crueles piratas malayos habían intentado abordar su barco en el estrecho de Malaca, el temporal que capeó doblando Hornos o cuando tocó un iceberg estando al mando del Titanic, sin botes para todos los pasajeros. Y yo lo abrazaba, emocionado, y se me escapaban las lágrimas, sobre todo con el episodio de los tiburones, cuando me contaba cómo, uno tras otro, habían ido desapareciendo todos sus compañeros menos él.

Luego crecí, y él envejeció, y tuvo hijos que a su vez lo esperaron en los puertos. En ocasiones, mi vida profesional llegó a juntarse con la suya y navegamos juntos, como cuando coincidimos, cosas de la vida, reportero y capitán, en la evacuación del Sáhara en el año 75, mandando él el último barco español –ya le había ocurrido en Guinea, era experto en últimos viajes– que salió de Villa Cisneros. Y al fin, un día, después de cuarenta años navegando, se jubiló y quedó varado en tierra; junto al mar pero tan lejos de él como si estuviese a quinientas millas de distancia. Y a pesar de lo que siempre creyó, con una mujer maravillosa y unos hijos adorables, no fue feliz en tierra. Iba a verlo –ahora era yo quien contaba aventuras entre tiburones– y allí, en su salita llena de libros y recuerdos acumulados como restos de un naufragio, fumábamos y bebíamos, recordando. Sólo se le iluminaban los ojos de verdad cuando recordaba, y yo procuraba animarlo a eso. Luego pasaba horas apoyado en la ventana, en silencio, mirando caer la lluvia, y yo sabía que añoraba otros cielos y mares azules. Pero el mar de verdad ya no le interesaba. Había llegado a odiarlo por hacer de él un apátrida, un fantasma varado en la tierra desconocida y hostil. Sus hijos tampoco lograron traspasar la barrera. El mayor compró un barquito que él apenas pisaba. Se volvió huraño, hipocondriaco. Cuando tuve mi primer velero, lo llevé conmigo mar adentro, esperando reconocer por un instante al ídolo de mi infancia. Pasó todo el día sentado, mirando el horizonte en silencio, dos dedos sobre el pulso de su mano derecha. Nunca volvimos a navegar juntos. Nunca volví a hablarle del mar.

Murió hace un par de años. Esta mañana he estado mirando un viejo cenicero de cristal de la Trasmediterránea en forma de salvavidas que siempre admiré desde niño, y que poco antes de morir hizo que me entregaran. Fue al mar, y nunca volvió. Era un buen marino. Y, como ocurre con los mejores barcos, se deshizo al quedar varado en la costa. Pero jamás lo olvidaré cuchillo en mano, nadando entre tiburones.

El Semanal, 12 Diciembre 2005

Hace treinta años, El Aaiún

Diario PUEBLO. El Aaiún, 22 diciembre. De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte). Se acabó. «Sáhara mogrebía.» Sáhara marroquí, gritan esos chiquillos que, ante el Parador, agitan banderas rojas con la estrella de cinco puntas. El taxi se detiene con estrépito de chatarra. «Al aeropuerto.» El nativo, con expresión indiferente, mete dentro mi reducido equipaje. Nueve meses en el Sáhara: un saco de dormir, una vieja pistola inutilizada que alguien capturó en combate al Polisario, y algunos amigos. El Ejército marroquí es dueño de la ciudad, y se nota. El nuevo amo del Sáhara es el coronel Dlimi, de las Fuerzas Armadas Reales. «Los saharauis van a tener ahora el amo que merecen», ha dicho uno de los españoles notables que se marchan con la conciencia tranquila.

Llueve mansamente sobre El Aaiún, convertido en una ciudad fantasma. Ya no se ven uniformes españoles: En cada esquina, en cada cruce, entre la luz gris, patrullan soldados marroquíes y gendarmes con el arma lista. Libre al fin de la necesidad de guardar las apariencias, Hassan II pacifica la ciudad. Se asegura que España ha entregado a Marruecos una relación con los polisarios fichados por la Policía. Al caer la noche, saharauis con los ojos vendados son conducidos a misteriosos puntos de destino, con un fusil apoyado en la espalda. Otros escapan por el desierto con sus familias, hacia el este. Los he visto salir de noche, amontonados sobre viejos Land Rover: ancianos, mujeres, niños, cabras. Pero rondan la aviación y las patrullas marroquíes. Muchos no llegarán nunca.

Se acabó. «Sáhara mogrebía.» España se lava las manos. En el Zoco Viejo, donde nuestros soldados fueron siempre los mejores clientes, las tiendas están vacías. En los barrios musulmanes, los nativos pegan la oreja al receptor para escuchar Radio Sáhara libre. En el desierto, al este y al sur, la lucha continúa: los guerrilleros han atacado Bucraa con fuego de mortero esta mañana, causando dos heridos en el destacamento español de tropas nómadas que aún protege las instalaciones. Desde su cuartel general, el coronel Dlimi y su estado mayor se disponen a marroquizar el Sáhara. «No existe el Polisario –han declarado hoy–. Es una invención de los periodistas.»

Última noche en el cuartel de la Policía territorial. La unidad está disuelta: la tropa peninsular, en Canarias; y muchos nativos, veteranos de nómadas y territoriales, tras verse desarmados por sus jefes, vagan por el desierto dispuestos a unirse a los polisarios a quienes combatían hasta hace poco. Aquí sólo quedan algunos oficiales españoles que ultiman su propia evacuación. En el bar, durante mucho tiempo refugio de reporteros desamparados, el teniente coronel López Huerta murmura: «Qué tristeza… Qué vergüenza». Los otros –Labajos, Sandino, Galindo– beben en silencio. «Si los polisarios nos hubieran ayudado, al menos…», se lamenta alguien. La placa de madera con los nombres de los muertos, españoles y nativos, ha desaparecido de la pared. Combates viejos que ya nadie recuerda, ni importan.

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