Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Cuando se publique este comentario,supongo que caerán otras cartas diciéndome que extrañarse en Madrid, o en Albacete, por un frankeo ordaindua es propio de neonazis y tal. Lo de siempre. A estas alturas, mientras insulten en una lengua que pueda entender, ahí me las den todas. No porque infravalore el idioma nobilísimo que utiliza cada cual cuando anda por casa o entre gente que lo pucha con soltura; eso es cosa particular, y ahí no me meto. Lo que me toca la flor –si permiten ustedes esa discreta metáfora en tecla de un académico de la RAE– es la descortesía de obligarnos, a quienes no estamos al corriente, a consultar diccionarios y llamar por teléfono. Eso cuando disponemos todos, remitentes y destinatarios, de una herramienta común, prodigiosa y depuradísima, para decirnos las cosas y comprenderlas en el acto. Por supuesto que cuando recibimos una carta en inglés o alemán escrita desde Inglaterra o Alemania, aquí nadie enarca una ceja. Pero es que no es lo mismo, oigan. Ni de lejos. Aunque algunos quisieran que lo fuera.
Pero todo tiene sus riesgos, claro. Y más en esta España que, a partes iguales, maneja tanta mala leche y tanta guasa. Llevada a su extremo, esa falta de delicadeza respecto al prójimo de otros lares autonómicos –e incluso respecto a no pocos prójimos del propio lar– puede dar pie a cartas como la que hace tiempo remitió Isleña de Navegación de Algeciras al ayuntamiento de Barcelona, que le había enviado una misiva en absoluto catalán. «Zeñó: nó ha sío una jartá de difisi enterarno, y má o meno eztamo cazi orientao. Lo que no podemo conchabá e lo de ‘que fera aquest estiu?’. En cuanto lo zepamos le contestaremo con musho arte.» Y ojo. Porque, tal y como está el patio, la cosa puede cundir. Al comentarle a un amigo el caso de mi Hondarribiko udala, éste acaba de enviarme copia de una carta dirigida el pasado septiembre por una empresa malagueña, Linea Blanca 2000, a don Marc Bajona, jefe del Departament de Gestió Tributaria del Ajuntament de Casgtellgalí: «Le huro por Dió que hemo hesho to lo posible por aclará zi nosotro le debemo a ustede argo o zon ustede los que nó tienen que hasé algún pago (…) Lo que má difissi está siendo d’entendé e’esso de ‘la seva propietat que puguin figurar amb prelació als sous’ (…) Le rogaría que’nlosusesivo se dirigiese a nosotro en la lengua de Garcilaso, Cervantes, Góngora, Calderón, Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja, Unamuno, Ortega y Gasset o Vicente Aleixandre, porque a los catetos del sur, en cuento los sacas der castellano y de cuatro frases heshas en fransé o inglé (‘Vulevú cuxé avec mua sexuá?’ o aquello de ‘du yu uant make love wiz me?’) ze pierden. Firmado: José Sarriá, gerente (o manachement)».
El Semanal, 16 Enero 2006
Por encima de tanto marear la perdiz, tanto cuento y tanta murga, la única realidad real es la siguiente: mi amigo José Manuel es madrileño, técnico de sonido, tiene veintisiete años y una novia en Cataluña. La novia se vendría a vivir con él a Madrid, de no mediar un problema: ella trabaja en Barcelona. Así que llevan un año intentando que el chico encuentre algo allá arriba, porque, como él dice, tampoco es cosa de chulear a la churri. El problema es que José Manuel no parla una palabra de catalán, y su trabajo tampoco le deja tiempo para ampliar horizontes lingüísticos. No pucha del catalán más que bona nit y bona tarda; y eso, con acento de Leganés. Con tales antecedentes, supongo que nunca adivinarían ustedes lo que ocurre cada vez que busca trabajo en Barcelona. ¿Verdad que no? Me juego el sillón de la letra T a que no se les hubiera ocurrido jamás: no le dan trabajo porque no sabe catalán. Qué me dice, caballero, se admirará alguno –el presidente del Gobierno, por ejemplo–. No me puedo de creer ese déficit de buen rollito. Etcétera.
Y bueno. Mientras tecleo esta página no sé cómo terminará el intento ultranacionalista de situar el catalán como única lengua oficial y obligatoria en el nuevo Estatuto de allí. Me gustaría añadir que ni lo sé ni me importa, y que cada cual hable como le salga de los cojones. Pero es que se trata precisamente de eso: de que en España la gente no puede hablar como le sale de los cojones. Aquí la gente tiene que hablar como le sale de los cojones al cacique de su pueblo. Y lo más grave es que el Estado, que debe velar porque todos seamos iguales y con las mismas oportunidades, nación de ciudadanos y no putiferio insolidario donde cada perro se lama su ciruelo, se inhibe de manera criminal, dejando al personal indefenso y con el cuello en el tajo.
Pero atención. Eso no sólo lo hace el Pesoe con sus enjuagues bajo la mesa y sus resabiados barones que, aun disconformes, pastelean para que siga el negocio. Una nueva vuelta de tuerca lingüística en Cataluña no haría sino cuajar sobre el papel lo que hace tiempo es allí una realidad irreversible: la persecución oficial del bilingüismo, la asfixia burocrática del idioma común español, alentada por un sistema de delación, chivatos y policía lingüística, cuyo único vínculo con la palabra democracia es que todo esto ocurre en una España que, además de afortunadamente democrática, es desafortunadamente gilipollas y se lo traga todo por miedo a que la llamen facha. O lo que es lo mismo: la ilegalización factual del español –una herramienta de comunicación compartida por cuatrocientos millones de personas, algo de lo que no estoy seguro sean conscientes todos los españoles– como paso previo al proyecto lengua-nación-estado catalán que esta vez, por suerte para todos y gracias a la Constitución que tanto le incomoda, la peña independentista lleva tiempo materializando sin disparar un tiro, sin tener que hacerse súbditos de Luis XIV y sin que Felipe V o Franco bombardeen Barcelona. Y ojo. El problema no son sólo cuatro paletos caraduras que después de escupir sobre la opresión española se van a cenar a Lucio. Pregúntenselo a ese Pepé meapilas que tanto se indigna hoy con grititos de doncella ultrajada, después de dos legislaturas puesto así, como el amigo Oswaldo, mientras silenciaba a sus insurrectos catalanes –a los que ahora, por cierto, tiene la tentación de quitar el polvo y sacar de la fosa– para que no le hicieran olitas en la piscina del consenso. Y tampoco olvidemos a esa Izquierda Unida del Circo Price que, olvidando que lo suyo es la defensa de todos los trabajadores, no se ha mojado nunca el culo ni dicho esta boca es mía por tantos funcionarios, maestros, fontaneros, albañiles, mecánicos, estudiantes, discriminados por el idioma; y lo único que se le ocurre, en plena movida lingüística y por boca de su pintoresco secretario general, es la imbecilidad de que la monarquía debe someterse a referéndum, etcétera, como si no hubiera cosas más urgentes que llevarse a la urna.
En fin. Nacionalistas, fariseos de corbata fosforito y cantamañanas aparte, tenía previsto alargarme un poco más, detallándoles de paso el desprecio y la ofensa contumaz del actual Gobierno hacia la lengua española. Que es la de Cervantes y –modestamente– la mía. Pero entre unas cosas y otras, ya no me cabe: las mentadas de madre requieren sus adjetivos, sus adverbios y su espacio. Así que lo dejaremos para otro día. Si Dios quiere.
El Semanal, 23 Enero 2006
De románticos tenían lo justo. O sea, nada. Desprovistos de la aureola artificial de la novela decimonónica y de la imbecilidad anglosajona de las películas de Hollywood, los piratas de antaño se quedan en lo que eran: saqueadores y asesinos. A menudo suele confundírseles con los corsarios, pero ésos, al menos sobre el papel, tocaban otro registro –precisamente Alberto Fortes publicó hace poco, en gallego, O Corsario: una biografía del pontevedrés Juan Gago–. Los corsarios eran particulares que, sujetos a reglas internacionales, saqueaban por cuenta de un rey a los enemigos de éste. Un pirata era un pirata, y punto; sin diferencia con los que hoy asaltan barcos, roban y matan en las costas caribeñas, el mar Rojo o los estrechos de Asia. Resumiendo: una panda de hijos de puta. Pensaba en eso el otro día, cuando revisando papeles di con la carpeta que guardo sobre Benito Soto, uno de los últimos piratas españoles, y uno de los pocos nuestros que se hicieron famosos bajo la bandera negra. Un pájaro de cuenta cuya dramática historia terminó en tanguillos de Cádiz.
Les cuento. El barco era un corsario brasileño dedicado a la trata de negros: un bergantín de siete cañones llamado El defensor de Pedro, cuya tripulación se amotinó en 1823, dejando al capitán en tierra africana y pasando a cuchillo a los tripulantes que no estaban por la labor. Su segundo contramaestre, un pontevedrés de veinte años llamado Benito Soto Aboal –desertor de la matrícula de mar española a los dieciocho–, fue elegido comandante. Al bergantín se le cambió el nombre por el de Burla negra, y en poco tiempo consiguió una siniestra reputación, estrenándose en su nuevo oficio cerca de Ascensión con el saqueo de la fragata mercante inglesa Morning Star, y luego con el de la estadounidense Topaz, de la que asesinaron, por la cara, a 24 de sus 25 tripulantes y pasajeros. Más tarde, entre las Azores y Cabo Verde, le llegó el turno al brickbarca inglés Sumbury. En este punto, ya en posesión de un botín razonable, Soto decidió navegar hasta Galicia para vender el fruto de la campaña. De camino no dejó pasar la oportunidad de darle lo suyo al portugués Melinda, al Cessnok –a ése no le tengo controlada la bandera– y al inglés New Prospect, saqueos que se completaron, para rematar la cosa, con el asesinato de algunos miembros de la tripulación propia, de los que Soto no se fiaba un pelo y a los que temía dejar en tierra con la lengua demasiado suelta.
En La Coruña, donde los piratas presentaron papeles falsos con uno de los tripulantes haciéndose pasar por el verdadero capitán del barco, vendieron la carga y luego decidieron irse al sur de España o a la costa de Berbería para vivir de las rentas. Pero el mar gasta bromas pesadas: una noche oscura confundieron el faro de la isla de León con el de Tarifa, y terminaron embarrancando en una playa gaditana, muy cerca de donde hoy está, como ya estaba entonces, el Ventorillo del Chato. Aunque al principio las autoridades de Marina, sobornadas por los piratas, hicieron la vista gorda, un antiguo pasajero del Morning Star los reconoció –también es mala suerte que el fulano estuviera en Cádiz– y puso el grito en el cielo. Total: diez de ellos terminaron ahorcados y hechos cuartos por la justicia gaditana, y el capitán Soto, que había huido a Gibraltar, fue detenido, juzgado y ejecutado en la colonia, culpable de 75 asesinatos y del saqueo de diez barcos. Como buen gallego, Soto se dejó ahorcar sin aspavientos, mostrándose, cuentan, arrepentido, resignado y también algo chulito. Que me quiten lo bailado, debió de decir. O algo así.
Pero la historia del Defensor de Pedro aún trajo cola. Setenta y cuatro años después, en 1904, los trabajadores de una almadraba descubrieron, en el lugar donde había acabado su aventura el barco pirata, gran cantidad de monedas acuñadas en México en el siglo XVIII. La gente se volvió loca, echándose todo Cádiz a la playa –incluidos viejos, niños y suegras– con palas y cribas, hallándose al menos millar y medio de piezas. Así se hicieron famosos «aquellos duros antiguos / que tanto en Cai / dieron que hablá», que en los carnavales del año siguiente inmortalizaría un personaje local, el Tío de la Tiza, con su peña Los Anticuarios. Y colorín colorado: ésta es la historia de Benito Soto Aboal, el español que, fiel a las esencias nacionales, empezó como truculento pirata y acabó –aquí todo termina igual– en chirigota gaditana.
El Semanal, 30 Enero 2006
Imagino que conocen ustedes la famosa ley de Murphy: cuando algo puede salir mal, sale mal. Por ejemplo: cuando una tostada se nos va de las manos, siempre cae al suelo por la parte de la mantequilla. Pero esa ley, probadísima, no es la única. La experiencia demuestra que cada cual puede establecer un número infinito de leyes propias, que amplían la de Murphy o que se internan por otros apasionantes vericuetos de nuestra vida y percances. Tengo amigos que hasta las anotan a medida que las descubren, coleccionándolas. La Ley del Taxi que Acaba de Pasar por la Esquina, por ejemplo. O la Ley del Alambrito del Bimbo.
Yo mismo poseo un amplio surtido. La de la Llave Equivocada es una de ellas: no importa el número de llaves que lleve tu llavero; si es más de una, la mitad de las veces que intentas abrir una cerradura empleas la llave equivocada –sin contar las variantes dientes arriba o dientes abajo, reservadas a la llavecita del buzón–. Otra que se cumple siempre, con precisión asombrosa, es la Ley del Prospecto Farmacéutico: cada vez que abres una caja de medicamentos, lo haces siempre por donde el prospecto, plegado, impide acceder al contenido. Pero no soy yo sólo. Mi compadre Carlos G. acaba de establecer la Ley del Autobús Oportuno: cada vez que besas a tu secretaria en una calle de una ciudad de cinco millones de habitantes, pasa en ese momento un autobús con tu mujer en la ventanilla. Ahora mi compadre amplía esa ley con interesantes derivaciones, como el llamado Axioma de Carlos: las posibilidades de conservar hijos, casa, coche y perro en casos de divorcio son inversamente proporcionales a los años de matrimonio y a la mala leche acumulada por tu legítima.
Tales leyes no admiten excepciones. La Ley del Barco Fondeado, por ejemplo, se cumple con rigor extremo. Podríamos formularla así: cada vez que te encuentras fondeado con un velero en una costa desierta y de varias millas de extensión, el siguiente barco que fondee lo hará exactamente a tu lado. En verano esto se amplía con inexorables corolarios: aunque quede mucho sitio libre alrededor, todo tercer barco fondeará en el reducido espacio que haya entre tu barco y el que fondeó antes. Al cabo del día, la confirmación de esta ley hace que, con varias millas de costa desierta, quince o veinte barcos se encuentren amontonados en el mismo lugar, borneando unos sobre otros al menor cambio del viento; y que cada patrón de nuevo barco que llegue, piense que algo malo tendrá la parte desierta cuando nadie fondea en ella.
La Ley del Barco Fondeado es utilísima a la hora de hacer previsiones, pues tiene innumerables aplicaciones terrestres. Por no alejarnos del mar, basta cambiar Barco Fondeado por Toalla y Playa, y resultará que, en una playa desierta de varios kilómetros de extensión, toda familia con sombrilla, hamacas, abuela y niños vendrá a instalarse exactamente a dos metros y cincuenta centímetros del lugar en donde hayas extendido tu toalla; pero no lo hará ninguna señora estupenda amante del bronceado integral –Corolario de la Señora Estupenda–. Etcétera. Y en cuanto a la tierra adentro, para qué les voy a contar. Ahí está la Ley de la Mesa Contigua, que no es sino una variante en seco de la del Barco Fondeado: en una cafetería o restaurante con todas las mesas vacías, cualquier nuevo cliente ocupará siempre la más próxima a la tuya –a veces esta ley se ve reforzada por la Norma del Maître Cabrón, que también ayuda–. El lunes pasado, a las diez de la mañana, tuve ocasión de confirmar el asunto. Estaba sentado leyendo los periódicos en una mesa, al fondo de una cafetería de aeropuerto grande y desierta, cuando apareció un grupo de jubilados que venían a echar una partida de mus. En cuanto los vi entrar, deduje: date por fornicado, colega. Y oigan. Queda feo que me eche flores, pero bordé el pronóstico. Cruzaron la sala sorteando mesas vacías y fueron a instalarse en la mesa de al lado. El resto lo pueden imaginar: duples, parejas, órdago a la chica. Y a ver si vienen esos cafelitos, guapa. Todo a grito pelado, entre golpes de baraja. Al rato llegaron más clientes y, por supuesto, se situaron alrededor, bien agrupados; con lo que, al cabo de un rato, aquella esquina de la cafetería parecía una plaza de pueblo en fiesta patronal. Ley del Barco Fondeado, como les digo. Para que luego nos llamen insolidarios. El que está solo es porque quiere. Y ni aun así te dejan.