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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (20 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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No, nada me persuadiría de lo contrario. No necesitaba tres días para pensarlo. «Papa» y su maravilloso plan podían irse al infierno.

Volví al Sil ver Palm y acabé mi bebida de dos grandes tragos. Entre las protestas de Mahmud y de Jacques, dije que había tenido que marcharme. Besé a Heidi en la mejilla y le susurré una proposición licenciosa al oído, la misma proposición que siempre le susurraba, y me respondió con el mismo molesto rechazo. Pensativo, regresé al club de Frenchy para explicarle a Yasmin que no sería un héroe, que no serviría a grandes fines, ni a reyes, ni a príncipes y el resto de esa estupidez. Yasmin no estaría de acuerdo conmigo y era probable que no jadeara con ella en . una semana, pero eso era mejor que dejar que me degollaran y esparcieran mis cenizas sobre la planta de tratamiento de residuos.

Tendría que dar un montón de explicaciones a todo el mundo, y también un montón de disculpas. Todos, desde Selima, Chiri, el sargento Hajjar y el propio Friedlander Bey, pedirían mis huevos, pero había tomado una decisión. Yo era yo, y no me presionarían a aceptar un destino terrible, aunque moralmente justo y bueno para la comunidad como ellos pretendían. La copa del Silver Palm, las dos del local de Frenchy, un par de trifets, cuatro soneínas y ocho paxium estaban de acuerdo conmigo. Antes de regresar al club de Frenchy, la noche era cálida e inofensiva y estaba totalmente de mi parte, y todos los que me instaban a llenar mi cerebro de cables se hallaban sometidos en un profundo y oscuro agujero en el que yo planeaba no mirar nunca. Por mí, podían joder a otro tonto. Yo dirigía mi propia vida.

11

El viernes fue un día de descanso y recuperación. Últimamente, mi cuerpo había sido maltratado y golpeado por un montón de gente, algunos eran amigos y conocidos, a otros había estado a punto de cazarles en un callejón oscuro hacía poco. Una de las mejores cosas del Budayén es la profusión de callejones oscuros. Creo que han sido planeados ex profeso. En algún lugar de alguna sagrada escritura dice: «Y serán obligados a construir oscuros callejones donde los insolentes y los pecadores se abrirán la cabeza por turnos, y, de igual modo, sus gruesos labios serán partidos, e incluso esto será agradable a los ojos del cielo». No podría citaros con exactitud la procedencia de este versículo. Lo debí soñar el viernes, por la mañana temprano.

Las «Viudas Negras» habían sido las primeras en zurrarme, varios criados de Lutz Seipolt, Friedlander Bey y el teniente Okking me habían hecho sufrir, igual que sus pulcros y sonrientes amos, y la noche anterior había sido benignamente castigado por ese James Bond lunático. Mi caja de píldoras estaba vacía, nada, excepto el polvo de color pastel en el fondo que podía recoger con los dedos, en espera de un miligramo de ayuda. Los opiáceos fueron los primeros en acabarse, la provisión de soneína que había comprado a Chiriga y luego al sargento Hajjar se había agotado en rápida progresión, al ritmo que las punzadas y los espasmos de dolor de mi cuerpo aumentaban. Cuando las soneínas se terminaron probé con los paxium, las pequeñas píldoras de lavanda que algunos consideran el último regalo del universo de la química orgánica, la «Respuesta a todas las pequeñas preocupaciones de la vida», aunque estoy llegando a la conclusión de que no valen su peso en moco de chacal. De cualquier forma, las tomé y las bañé en unos tragos del Jack Daniels que Yasmin trajo de su trabajo a casa. Muy bien, quedaban los asfixiantes triángulos azules. En realidad, no sé qué demonios hacen contra el dolor, pero estaba dispuesto a ofrecerme voluntario para la investigación. La ciencia avanza. Me tomé los tres trifets y el efecto fue fascinante, desde el punto de vista farmacológico. En media hora, empecé a sentir un enorme interés por mi ritmo cardíaco. Me tomé el pulso: algo así como cuatrocientas veintidós pulsaciones por minuto, pero me distraje con los lagartos fantasmas que reptaban por los extremos de mi visión periférica. Estoy casi convencido de que, en realidad, mi corazón no bombeaba tan rápido.

Las drogas son tus amigas, trátalas con respeto. No arrojarías a tus amigos a la basura. No tirarías a tus amigos por el retrete. Si tratas de esa forma a tus amigos y a tus drogas, no mereces a ninguno de los dos. Dámelos a mí. Las drogas son maravillosas. No escucharé a nadie que intente convencerme de que las deje. En todo caso, abandonaría la comida y la bebida; de hecho, a veces lo hago.

El efecto de todas esas píldoras era que mi mente delirase. En realidad, ninguna señal de vida era reconfortante. La vida estaba adquiriendo un tono sombrío, agrio, punzante de verdad y horrible, que no me gustaba nada.

Para colmo, recordé que Saied «Medio Hajj» me había dado un par de cápsulas de RPM. Es la misma mierda que Bill, el taxista, hace discurrir por sus venas todo el tiempo, a costa de su alma inmortal. Tenía que acordarme de no viajar con Bill nunca más. Jesús, ese material asusta de verdad y lo peor era que había pagado dinero contante y sonante por el privilegio de ponerme así de asqueroso. En ocasiones, las cosas que hago me molestan, y tomo la resolución de enmendarme. Lo prometí cuando bajé del RPM, si es que lo había hecho alguna vez...

El viernes era sabbath, un día de descanso excepto para todos aquellos del Budayén que reanudaban el trabajo en cuanto el sol se ponía. Observamos el mes sagrado del Ramadán, pero los policías de la ciudad y los buenos de la mezquita nos dejan un poco libres los viernes. Se sienten felices por cooperar en lo que pueden. Yasmin se fue a trabajar y yo me quedé en la cama leyendo a Simenon; creo que lo había leído a los veinte años y luego un par de veces más. Es difícil explicar lo que pasa con Simenon. Escribe el mismo libro una docena de veces; pero tiene tantos libros distintos, escritos una docena de veces, que debes leerlos todos y luego clasificarlos por una especie de orden racional en función de una base lógica, temática, que siempre se me escapa. Los empiezo por el final (si está impreso en árabe) o por el principio (si está en francés) o por la mitad (si tengo prisa o estoy demasiado lleno de mis amigas, las drogas).

Simenon. ¿Por qué hablaba yo de Simenon? Iba a conducirme a un punto crucial y revelador. Simenon sugiere a lan Fleming, los dos son escritores, los dos hacen thrillers, cada uno a su modo, los dos están muertos y ninguno sabía cómo hacer un buen martini: el «agitado pero no revuelto» de Fleming, ¡por la inefable teta izquierda de mi santa y puta madre! lan Fleming conduce lisa y llanamente hasta James Bond. El hombre del moddy de James Bond no volvió a dejar ninguna otra huella de cero cero siete en la ciudad, ni la colilla de un Morlands Special con los anillos dorados, ni una rodaja de cáscara de limón, ni un agujero de bala de Beretta. Sí, con Bogatyrev y Devi había utilizado la Beretta, la pistola que Bond prefería en las primeras novelas de Fleming, hasta que algún lector avispado le indicó que era un «arma de mujer», sin poder decisivo. Así que Fleming hizo que Bond se pasara a la Walter PPK, una automática pequeña, pero fiable. Si nuestro James Bond hubiera empleado la Walter, habría hecho un boquete peor en el rostro de Devi; la Beretta le hizo un agujero bastante pulcro y pequeño, como la argolla de una lata de cerveza. El sopapo que me dio fue lo último que alguien vio u oyó de James Bond en la ciudad. Me parece que no soportaba el aburrimiento.

Existe otra razón de primer orden para daros a conocer medicinas y correctivos. El aburrimiento puede resultar tedioso; pero no cuando te tomas el pulso a más de cuatrocientas pulsaciones por minuto. Por la vida de mi barba y las sagradas pelotas del Apóstol de Dios, que las bendiciones de Alá y la paz estén con él; en realidad, ¡sólo quería dormir! Sin embargo, cada vez que cerraba los ojos, un efecto estroboscópico en blanco y negro empezaba a destellar, y ante mí flotaban cosas púrpura y verde, cosas gigantescas. Grité, mas no me dejaban solo. No comprendía que Bill pudiera conducir su taxi a través de ellas.

Así transcurrió el viernes, en un breve resumen. Yasmin regresó a casa con el Jack Daniels, maté el resto de mis provisiones de drogas, pasó el mediodía y, cuando me desperté, Yasmin se había ido. Era sábado ya. Tenía dos días más para disfrutar de mi cerebro.

A primeras horas de la tarde del sábado, noté que mi dinero se había evaporado. Deberían quedarme aún algunos kiam. Había gastado un poco, desde luego, y seguramente me había fundido algo más que no había contado. Sin embargo, tenía la sensación de que debían quedarme más de los noventa kiam que encontré en mi bolsa. Los noventa kiam no me iban a dar para mucho. Unos téjanos nuevos me costarían cuarenta ornas.

Empezaba a sospechar que Yasmin se dedicaba a ordeñar mis finanzas. Es algo que odio en las mujeres, incluso en aquellas cuyos rasgos genéticos celulares dicen que son hombres todavía. Jo-Mama asegura: «Precisamente, porque la gata tiene a los gatitos en el horno no les hace galletas». Busca un chico guapo, córtale sus couilles y cómprale un balcón de silicona que pueda alojar cómodamente a una familia de tres, y estará vaciando tu cartera antes de que te des cuenta. Se toman todas tus pastillas y tus cápsulas, se gastan tu dinero, te putean sobre la maldita sábana y la manta, se miran toda la noche, arrebatadas, en el espejo del cuarto de baño, hacen inocentes comentarios sobre las pavas imponentes que pasan en dirección contraria, quieren que las tomes después de una hora de haberte agotado follándolas en las alfombras, y luego se ponen hechas unas fieras porque miras por la ventana con una ligera expresión de fastidio en el rostro. ¿Qué tiene eso de malo, cuando una diosa casi perfecta deambula por tu apartamento, y decora el suelo con su ropa interior sucia? Debes tomar algo para elevarte la moral, pero la preciosa puta lo ha consumido todo ya, ¿recuerdas?

Sólo quedaba un día y medio de cerebro de Marîd Audran tal y "J" gonorreico por no seguir con el plan de «Papa». En un minuto, todo estaba dispuesto: el lunes por la mañana iba a reunirme con los cirujanos de Friedlander Bey y electrificar mis pensamientos. Al minuto siguiente, sería un asqueroso bastardo que no se preocuparía por lo que a sus amigos les sucediera. Ella no se acordaba de si iban a modificarme el cerebro o no. No podía retroceder lo suficiente como para recordar el último argumento. (Yo sí: no iban a modificármelo, y punto. ) Ni el viernes ni el sábado salí de la cama en todo el día. Miré las sombras alargarse y empequeñecerse y volver a agrandarse. Oí al muecín llamar a los fieles a la oración, y después, a mí me pareció unos minutos más tarde, volvió a llamarles. Dejé de prestar atención a Yasmin y a sus malos humores en algún momento del sábado por la tarde, antes de que se preparase para ir a trabajar.

Andaba de un lado a otro de la habitación, mientras me llamaba todo tipo de originales insultos; algunos no los había oído nunca, a pesar de mis años de vagabundeo. Eso sólo me hizo querer a esa pequeña puta aún más. No salí de la cama hasta que Yasmin se fue a Frenchy. Mi cuerpo pasaba de las sacudidas y los escalofríos a los accesos de fiebre, estaba tan mal que tuve que tranquilizarme en la ducha. Después, me eché en la cama y me puse a temblar y a sudar. Empapé las sábanas y la funda del colchón y me cogí a la sábana con los nudillos blancos. Los lagartos fantasma reptaban ahora por mi rostro y mis brazos, aunque con menos frecuencia. Me sentí lo bastante seguro como para volver a ir al baño, algo que pensaba hacía rato. No tenía hambre, pero sí un poquito de sed. Me bebí un par de vasos de agua y me volví a meter en la cama, tiritando. Me hubiera gustado que Yasmin regresara a casa.

Pese a los enfermizos efectos de la sobredosis de droga y mi creciente temor, borré el lunes por la mañana de mi mente. La noche del sábado la pasé con más sudores fríos y fiebre remitente, y contemplé insomne el techo, incluso después de que Yasmin volviera, borracha, a dormir. El domingo, justo antes de la salida del sol, mientras se arreglaba para ir a trabajar, salí de la cama y me puse, desnudo, detrás de ella. Se pintaba los ojos, ponía expresiones divertidas y se maquillaba los párpados con cosméticos de algún almacén de puta rica de fuera del Budayén. Ella no empleaba cosméticos baratos de los bazares como todo el mundo, como si alguien en Frenchy pudiera examinarla bien en esa oscuridad. Era el mismo maquillaje que vendían en los tenderetes del zoco, pero Yasmin pagaba elevados precios por él en la ciudad. Quería estar arrebatadora en escena, cuando ni siquiera un estúpido loco le miraría los ojos. Buscaba un efecto combinado de azul y verde bajo sus anchas y repasadas cejas. Luego se dedicó a espolvorear elegantes y resplandecientes destellos dorados. Los destellos era lo más difícil. Los hizo uno a uno.

—Vete pronto a la cama —dijo.

Eso me disgustó. —Tu cerebro, ¿te acuerdas?

—Mi cerebro, lo recuerdo —dije—. No va a ningún sitio raro. No he trazado ningún plan para él.

—¡Van a modificarte tu inútil cerebro!

Se volvió hacia mí como un gavilán en el nido hacia un halcón. —No, la última vez que pensé sobre ello, decidí que no.

Agarró su pequeño bolso de noche azul.

—Bien, hijo de puta, de horrible madre kaffir —gritó—, ¡que te jodas, tú y el caballo que montas!

Al salir de mi apartamento hizo más ruido del que creí que fuera posible hacer, y eso fue antes de que cerrara la puerta. Todo quedó en silencio después del portazo, lo que me hubiera permitido pensar. Pero fui incapaz de hacerlo. Caminé por la habitación, quité una o dos cosas, cambié a puntapiés mi ropa de derecha a izquierda y al revés, y me tumbé en la cama. Había estado tanto tiempo acostado que no era agradable volver a ella; pero no había mucho más que hacer. Miré la oscuridad de la habitación extenderse y alcanzarme. Tampoco eso era ya excitante. El dolor había desaparecido, la histeria provocada por la sobredosis, también; mi dinero se había evaporado, y Yasmin no estaba conmigo. Reinaba la paz y la alegría. Odié cada maldito segundo.

En ese silencioso centro de reposo y despreocupación, libre del frenesí que me había rodeado esos días, me sorprendí a mí mismo con un retazo de verdadera intuición. Me felicité por caer en la cuenta de que el hombre del moddy de James Bond empuñaba una Beretta en lugar de una Walter. Pensar en él me condujo a otra idea, y juntos provocaron una o dos ideas más, y todo iluminó un detalle inexplicable que, por lo menos, llevaba un par de días cociéndose en mi memoria. Repasé mi última visita al teniente Okking. Recordé que no parecía estar nada interesado en mis teorías o en las proposiciones de Friedlander Bey. Eso no era tan raro. Okking se resistía a las intromisiones de nadie. Le molestaban aunque fueran intromisiones positivas, en forma de auténtica ayuda. No era en Okking en quien se centraban mis pensamientos, sino en algo de su despacho.

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