Read Cuando falla la gravedad Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (8 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
12.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una vez que hubimos acabado, nos tomamos una última copa de champán.

—Vaya día el de ayer —murmuré, pensativo—; ahora, todo vuelve a ser normal. Tengo mi dinero, excepto los mil kiam de intereses. Cuando salgamos de aquí, quiero encontrar a Abdulay y pagarle.

—Pero aun así —dijo ella—, no todo ha vuelto a la normalidad. Tami sigue muerta.

Mostré mi desagrado.

—Es problema de Okking. Si quiere mi consejo de experto, ya sabe dónde encontrarme.

—¿De verdad vas a volver a hablar con Devi y Selima para saber por qué te golpearon?

—Puedes apostarte tus lindas tetas de plástico a que sí. Y será mejor que las «hermanas» tuvieran un maldito buen motivo.

—Debe de tener algo que ver con Nikki.

Yo estaba de acuerdo con ella, aunque no podía imaginarme qué ocurría.

—Ah —dije —, pasemos por el club de Chiriga. Le debo las provisiones que me prestó anoche.

Yasmin me echó una mirada por encima de su copa de champán.

—Me parece que iremos tarde a casa —exclamó con dulzura.

—Y cuando lleguemos a casa, tendremos suerte sí encontramos la cama.

Yasmin hizo un gesto de borracho.

—Joder con la cama —dijo.

—No —contesté —, tengo mejores propósitos.

Yasmin lanzó una tímida risa, como si nuestra relación estuviera comenzando aún desde la primera noche que pasamos juntos.

—¿Qué moddy quieres que use esta noche? —me preguntó.

Suspiré, cautivado por su adorable, sereno y natural encanto. Era como si la viera de nuevo por primera vez.

—No quiero que utilices ningún moddy —repuse tranquilamente—, deseo hacer el amor «contigo».

—Oh, Marîd —dijo.

Apretó mi mano y así nos quedamos, mirándonos a los ojos mientras aspirábamos el perfume del dulce olivo y escuchábamos el canto de los petirrojos y los ruiseñores. El momento fue casi eterno... y, entonces... , recordé que Abdulay me esperaba. Era mejor no olvidarle. Un proverbio árabe dice que el error de un hombre listo es igual que los errores de mil locos.

Sin embargo, antes de salir del café, Yasmin quiso consultar el libro. Le dije que el Corán no me reconfortaba demasiado.

—No me refiero al Libro, la mención sabia de Dios —dijo—. Hablo del «libro».

Sacó un aparato del tamaño de un paquete de cigarrillos. Era su 7 Ching electrónico.

—Aquí —dijo, y me lo ofreció—, enciéndelo y pulsa la H.

Tampoco tengo mucha fe en el I Ching, pero a Yasmin le fascina el destino, la palabra oculta, el momento y todo eso. Hice lo que me indicaba. Cuando presioné la pequeña tecla cuadrada y blanca de la H, el pequeño ordenador emitió una melodía aguda y tintineante y una indeleble voz de mujer dijo: «Hexagrama dieciocho. Ku. El trabajo en lo que ha sido echado a perder. Cambios en la quinta y sexta líneas».

—Ahora, pulsa la D, de Dictamen —me indicó Yasmin.

Lo hice. El ordenador repitió su maldita cancioncilla una y otra vez, y dijo:

«Dictamen:

El esfuerzo en lo echado a perder proporciona grandes éxitos. Es provechoso atravesar las grandes aguas. Prestar atención tres días antes del comienzo. Prestar atención tres días antes de la terminación.

»Lo que ha sido echado a perder puede ser subsanado mediante el esfuerzo. No temas el peligro... al cruzar las grandes aguas. El éxito depende de la reflexión; sé precavido antes del comienzo. El retorno a la ruina debe ser evitado; sé precavido antes de terminarlo.

»El noble arrastra a la gente, de quien fortalece el espíritu».

Miré a Yasmin.

—Espero que deduzcas algo de todo esto —dije—, porque no significa nada para mí.

—Oh, sí —repuso ella con voz susurrante—. Ahora, sigue. Pulsa la l de líneas.

Así lo hice. La espantosa máquina continuó:

«Un seis en el quinto puesto significa:

Rectificar lo que el padre ha echado a perder. Uno cosecha elogios.

»Un nueve arriba significa:

No está al servicio de reyes y príncipes. Se propone metas más elevadas».

—¿De quién me hablas, Yasmin? —pregunté.

—De ti, querido, ¿de quién si no?

—Y ahora, ¿qué hago?

—Verás que las líneas cambiantes convierten el hexagrama en otro. Pulsa la c de cambio.

«Hexagrama cuarenta y siete. Kun. Opresión. ”

Pulsé la D.

«Dictamen:

Opresión. Éxito. Perseverancia.

El gran hombre obra ventura.

Ningún defecto.

Cuando uno tiene algo que decir, no es escuchado.

»El gran hombre permanece sereno ante la adversidad, y esta serenidad fundamenta éxitos posteriores. Es la constancia, más fuerte que el destino. Debe aceptar que, durante un tiempo, él no será garantía de poder, y su consejo se ignorará. En épocas de adversidad, es importante mantener la serenidad y hablar lo menos posible.

»Si uno es débil en la adversidad, permanece junto a un árbol sin frutos, y cae más profundamente en la desesperación. Es una decepción interna que debe superar a cualquier precio. » Que así sea, el oráculo había hablado.

—¿Podemos irnos ahora? —pregunté, quejumbroso. Yasmin parecía en un ensueño, en otra dimensión china. —Estás destinado a grandes cosas, Marîd —murmuró.

—De acuerdo, pero lo importante es si esta caja parlante puede adivinar mi peso. ¿Qué ves de bueno?

Yo nunca he tenido el buen juicio para saber cuándo estaba siendo aconsejado por un libro.

—Debes encontrar algo en lo que creer —dijo con seriedad.

—Mira, Yasmin, lo intento. De verdad, lo hago. ¿Era algún tipo de predicción? ¿Estaba interpretando mi futuro?

Su ceño se frunció.

—No es una predicción verdadera, Marîd. Se trata de una especie de eco del «momento» del que formamos parte. Debido a quién eres, qué piensas, qué sientes, qué has hecho y qué planeas hacer, sólo podía salirte el hexagrama dieciocho, con los cambios en esas dos líneas precisamente. Si lo haces de nuevo, justo en este mismo segundo, obtendrás una lectura diferente, un hexagrama diferente, porque el primero ha cambiado el «momento» y el modelo es diferente.

—Sincronismo, ¿no? —dije.

Parecía turbada.

—Algo así.

Despedí a Ahmed con la nota y un montón de kiam. Era una tarde calurosa, lujosa y seca, y se convertiría en una hermosa noche. Me levanté y me desperecé.

—Busquemos a Abdulay —dije—. Los negocios son los negocios, maldición.

—¿Y después? —sonrió ella.

—La acción es la acción.

La agarré de la mano y empezamos a andar por la «Calle», hacia la tienda de Hassan.

El guapo muchacho americano seguía sentado en su taburete, todavía mirando a las musarañas. Me pregunté si en verdad tendría pensamientos o si era algún tipo de personaje con un circuito electrónico que sólo cobraba vida cuando alguien se aproximaba o escuchaba el sonido de unos cuantos kiam. Nos miró, sonrió y volvió a hacernos una pregunta en inglés. Quizá muchos de los clientes de Hassan hablaban inglés, aunque lo dudo. No era lugar para turistas, no se trataba de esa clase de tienda de recuerdos. El chaval debía de ser tonto, incapaz de hablar árabe y sin un daddy de idiomas. Debía de estar desvalido; es decir, dependiente, de Hassan, para muchas cosas.

Yo sabía un poco de inglés elemental; si me hablaban despacio, entendía unas pocas palabras. Podía decir: «¿Dónde está el lavabo?» y «Una "Big Mac" con patatas fritas» y «Jódete», pero ése era todo mi vocabulario. Miré al chico y él me miró a mí. Esbozó una tranquila sonrisa. Creo que yo le gustaba.

— ¿Dónde está Abdulay? —le pregunté en inglés.

El chico pestañeó y farfulló una respuesta indescifrable. Moví la cabeza para darle a entender que no había comprendido ni una palabra. Se encogió de hombros. Lo intentó en otro idioma, español, creo. Negué con la cabeza de nuevo.

—¿Dónde está el sahib Hassan? —le pregunté.

El muchacho sonrió y farfulló otra retahíla de palabras de sonido áspero, pero señaló a la cortina. Fantástico, estábamos comunicándonos.

—Shukran —dije, conduciendo a Yasmin hacia la trastienda.

—De nada —repuso el chico en inglés.

Eso me chocó. El sabía que le había dicho «gracias» en árabe, pero no sabía cómo responder «De nada» en el mismo idioma. ¡Qué muchacho tan estúpido! El teniente Okking le encontraría cualquier noche en un callejón. O le encontraría yo, con la suerte que tengo.

Hassan estaba en el almacén e inspeccionaba el embalaje de unas mercancías. Las cajas estaban dirigidas a él en escritura árabe, pero había otras palabras estarcidas en algún idioma europeo. Las cajas podían contener cualquier cosa, desde pistolas automáticas hasta cabezas reducidas. A Hassan le daba igual lo que compraba y vendía, con tal de conseguir algún beneficio. Era el ideal platónico del mercader hábil.

A través de la cortina, oyó que nos acercábamos, y me saludó como a un hijo pródigo. Me abrazó y me preguntó:

—¿Te sientes mejor hoy?

—Gracias a Alá —contesté.

Su mirada paseaba de mí a Yasmin y de Yasmin a mí. Creo que le sonaba de la «Calle», aunque supongo que no la conocía personalmente. No vi necesidad de presentársela. Era un acto contrario a la etiqueta, pero tolerado en ciertas ocasiones. Y determiné que ésa era una de tales ocasiones. Hassan alargó una mano.

—¡Venid, tomad un café conmigo!

—Que tu mesa sea eterna, Hassan; pero acabamos de comer y tengo prisa por encontrar a Abdulay. Estoy en deuda con él, ¿recuerdas?

—Sí, sí, lo recuerdo muy bien. —Hassan frunció el ceño—. Mi querido e inteligente Marîd, hace horas que no veo a Abdulay. Creo que estará divirtiéndose en algún sitio.

El tono de Hassan implicaba que la diversión de Abdulay consistía en alguno de sus vicios.

—Sin embargo, ahora tengo el dinero y quiero cumplir mi palabra.

Hassan reflexionó un instante sobre el problema.

—Por supuesto, ya sabes que una parte de ese dinero me será pagada, indirectamente a mí.

—Sí, oh, sapientísimo.

—Pues déjame todo el dinero a mí, y yo le daré su parte a Abdulay en cuanto le vea.

—Excelente idea, pero preferiría que Abdulay me extendiera un recibo. Tu integridad está fuera de toda duda, pero Abdulay y yo no nos apreciamos de la misma manera que tú y yo.

A Hassan no le sentó demasiado bien, pero no podía ponerme objeción alguna.

—Creo que hallarás a Abdulay detrás de la puerta de hierro.

Nos volvió la espalda con rudeza y continuó con su trabajo.

—Tu acompañante debe quedarse aquí —dijo sin volver el rostro hacia nosotros.

Miré a Yasmin, que se encogió de hombros. Atravesé el almacén rápidamente, entré en el callejón y llamé a la puerta de hierro. Esperé unos segundos mientras alguien me identificaba desde algún lugar. La puerta se abrió. Apareció un viejo con barba, alto y cadavérico, llamado Karim.

—¿Qué desea? —me preguntó, rudo.

—Paz, oh, caíd, he venido a pagar mi deuda con Abdulay Abu-Zayd. La puerta se cerró. Un momento después, Abdulay la abría. —Dámelo. Lo necesito ahora.

Por encima de su hombro pude ver a varios hombres entregados a un animado juego.

—Aquí está todo, Abdulay —dije—, pero has de extenderme un recibo. No quiero que vayas por ahí diciendo que no te he pagado.

Parecía enfadado.

—¿Crees que yo haría tal cosa?

Le devolví una mirada feroz.

—El recibo. Después, te daré tu dinero.

Me llamó un par de asquerosos insultos y se metió en la habitación. Garabateó el recibo y me lo enseñó.

—Dame los mil quinientos kiam —dijo refunfuñando.

—Primero quiero el recibo.

—¡Dame el maldito dinero, macarra!

Durante unos segundos pensé en darle un buen golpe en la nariz con el dorso de la mano y partírsela. Fue una imagen deliciosa.

—¡Mierda, Abdulay! Trae aquí a Karim. ¡Karim! —grité. Cuando el viejo de barbas blancas volvió, le dije:

—Voy a darte un dinero, Karim, y Abdulay te dará ese pedazo de papel que tiene en la mano. Tú le entregarás el dinero a él y el papel a mí.

Karim titubeó, como si la transacción fuera demasiado complicada para él. Después, aceptó. El intercambio se realizó en silencio. Me di la vuelta y regresé por el callejón.

—¡Hijo de puta! —gritó Abdulay.

Sonreí. Ése es un insulto gravísimo en el mundo musulmán, pero como era cierto, nunca me ofendía demasiado. Tal vez fuera por Yasmin y nuestros planes para esa noche, pero dejé que Abdulay abusara más allá de mis límites habituales. Me prometí que pronto ajustaríamos cuentas. En el Budayén no es conveniente que te crean alguien que se somete con mansedumbre a la insolencia y la intimidación.

—Ya puedes pedirle tu parte a Abdulay, Hassan —dije mientras pasaba por el almacén y me dirigía hacia Yasmin—. Es mejor que te des prisa, creo que está perdiendo mucho.

Hassan asintió, pero no me respondió.

—Me alegro de que todo esté solucionado —dijo Yasmin.

—No más que yo.

Doblé el recibo y me lo guardé en el bolsillo del pantalón.

Fuimos al club de Chiri y esperamos a que terminase de servir a tres jóvenes, con uniformes de la Marina calabresa.

—Chiri —dije—, no podemos quedarnos mucho rato, pero quería darte esto.

Conté setenta y cinco kiam y los dejé sobre la barra. Chiri no hizo el más mínimo movimiento hacia el dinero.

—Yasmin, estás preciosa, cielo. Marîd, ¿qué es esto? ¿Las provisiones de anoche?

Asentí.

—Ya sé que te importa mantener tu palabra, pagar tus deudas y toda esa historia del honor. Pero no voy a cobrarte los precios de la «Calle». Guárdate algo. Sonreí.

—Chiri, te arriesgas a ofender a un musulmán. Ella rió.

—Musulmán, mi culo negro. Pues os invito a una copa. Esta noche hay mucho movimiento, un montón de dinero fácil. Las chicas están de buen humor y yo también.

—Tenemos una celebración, Chiri —dijo Yasmin.

Intercambiaron una especie de señal secreta, quizá ese tipo de velada transferencia de conocimiento acompaña a la operación de cambio de sexo. Fuera como fuese, Chiri lo entendió. Tomamos las copas que nos ofreció y nos levantamos para irnos.

—Que paséis una buena noche —nos deseó.

Los setenta y cinco kiam habían desaparecido hacía ya tiempo. No recuerdo haber visto lo que les sucedió.

—Kwa herí —dije cuando nos íbamos.

BOOK: Cuando falla la gravedad
12.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dune by Frank Herbert
The Makeover by Buscemi, Karen
Vampire Mistress by Hill, Joey W.
Too Close to Resist by Nicole Helm
A Marked Man by Stella Cameron
Perfect Blend: A Novel by Sue Margolis
The Big Bite by Charles Williams