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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (18 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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—Oh, caíd —dije con voz trémula—, yo no lo deseo.

—Acontecimientos que escapan a tus deseos lo han provocado —respondió—. Cambiarás tu mente el lunes.

«No —pensé —, no seré yo. Friedlander Bey y sus cirujanos serán quienes cambien mi mente».

10

—El teniente Okking no se encuentra en su oficina en este momento —dijo un oficial uniformado—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—¿Volverá pronto? —pregunté.

El reloj que estaba sobre el escritorio de la oficina señalaba casi las diez. Me pregunté hasta qué hora trabajaría Okking esa noche. No tenía ninguna gana de hablar con el sargento Hajjar; a pesar de su relación con «Papa», yo no confiaba en él.

—El teniente ha dicho que no tardaría. Ha ido abajo a buscar algo.

Eso me hizo sentir mejor.

—¿Le parece bien que le espere en su despacho? Somos viejos amigos.

El policía me miró con aire dubitativo.

—¿Puede enseñarme alguna identificación? —me preguntó.

Le di el pasaporte argelino, caducado, pero era lo único que tenía con mi fotografía. Introdujo mi nombre en su ordenador y, un momento más tarde, todo mi historial empezó a llenar la pantalla. Debió decidir que era un ciudadano honrado porque me devolvió el pasaporte y me miró al rostro durante unos segundos.

—Usted y el teniente Okking pasan muchos ratos juntos —afirmó.

—Es una larga historia.

—Tardará diez minutos. Puede esperarle allí.

Di las gracias al policía y entré en el despacho de Okking. Era cierto, yo había pasado muchas horas en aquel lugar. El teniente y yo formábamos una curiosa alianza, si se tenía en cuenta que trabajábamos en lados opuestos de la ley. Me senté en la silla que estaba frente al escritorio de Okking y esperé. Pasaron diez minutos y empecé a ponerme nervioso. Miré los papeles apilados en grandes montones, e intenté leerlos al revés y de lado. Su bandeja de salidas estaba medio llena de sobres, pero había casi más trabajo apilado en la de entradas. Okking se ganaba cualquiera que fuese su flaco sueldo del departamento. Había un gran sobre de papel manila dirigido a un pequeño comerciante de armas de la Federación Nueva Inglaterra de Estados de América; un sobre pulcramente dirigido a una empresa llamada Universal Exports, en una dirección próxima a los muelles, me pregunté si sería una de las compañías con las que Hassan, o tal vez Seipolt, comerciaba, y un paquete excesivamente lleno dirigido a un fabricante de artículos de oficina del Protectorado de Brabante.

Había revisado casi toda la oficina de Okking cuando éste apareció al cabo de una hora.

—Espero no haberte hecho esperar —se excusó con aire distraído—. ¿Qué demonios quieres?

—Yo también me alegro de verte, teniente. Acabo de tener una entrevista con Friedlander Bey.

Eso captó su atención.

—Oh. Así que ahora haces recados para negros con delirios de grandeza. Lo olvidaba, ¿es un paso adelante o hacia atrás para ti, Audran? Supongo que el viejo encantador de serpientes te habrá dado un mensaje.

Asentí.

—Es sobre esos asesinatos.

Okking se sentó detrás de su mesa escritorio y me miró con inocencia.

—¿Qué asesinatos? —preguntó.

—Los dos con la vieja pistola y las dos degollinas. Seguro que te acuerdas. ¿O has estado demasiado ocupado recogiendo peatones imprudentes otra vez?

Me dirigió una mirada terrible y se pasó un dedo por la oscurecida mandíbula; necesitaba un afeitado urgente.

—Lo recuerdo —respondió con rudeza.

—¿Por qué piensa Bey que le concierne?

—Tres de las cuatro víctimas realizaban trabajos esporádicos para él, en los días en que pisaban con más vigor. Quiere asegurarse de que ningún otro empleado recibe el mismo trato. «Papa» tiene mucha conciencia cívica. No creo que te hayas percatado de ello.

Okking resopló.

—Sí, tienes razón. Siempre pienso en aquellos dos transexuales que trabajaban para él. Parecía como si hicieran contrabando de melones bajo sus suéteres.

—«Papa» cree que esos asesinatos están dirigidos contra él. Okking se encogió de hombros.

—Si lo están, los asesinos son pésimos tiradores. Ni siquiera han herido a «Papa».

—Él no lo entiende de ese modo. Las mujeres que trabajan para él son sus ojos, los hombres son sus dedos. Él mismo lo dijo a su manera cordial y maravillosa.

—¿Entonces Abdulay qué era? ¿Su culo?

Sabía que Okking y yo podíamos seguir así toda la noche. Le expliqué brevemente la insólita propuesta que Friedlander Bey me había planteado. Como esperaba, el teniente Okking tenía tan poca fe como yo.

—Ya sabes, Audran —dijo con sequedad—, que los grupos oficiales de refuerzo de la ley se preocupan mucho por su imagen pública. Ya estamos bastante desgastados ante los medios de comunicación, como para desmayarnos en los momentos importantes y besar el culo de alguien como Friedlander Bey, porque nadie cree que pueda hacer ni una maldita cosa sobre esos asesinatos sin él.

Intenté contemporizar para que todo fuera mejor entre nosotros.

—No, no, no se trata de eso. Me estás mal interpretando, a mí y a los motivos de «Papa». Nadie dice que no puedas cazar a esos asesinos sin ayuda. Estos tipos no son más listos ni más peligrosos que los pobres y estúpidos desgraciados que encierras cada día. Friedlander Bey te lo sugiere porque sus propios intereses están implicados directamente; el trabajo en equipo ahorraría tiempo, esfuerzo y también vidas a todos. ¿No valdría la pena, teniente, si evitamos que uno solo de tus policías uniformados detenga una bala con el cuerpo?

—¿O que una de las putas de Bey se ligue a un cuchillo de carnicero? Sí, escucha, ya he recibido una llamada de «Papa», tal vez mientras venías hacia aquí. Ya he oído toda esta cantinela y estoy de acuerdo hasta cierto punto. Hasta cierto punto, Audran. No me gusta que ni tú ni él hagáis política de policía diciéndome cómo he de llevar mi investigación o interfiriendo de algún modo. ¿Lo entiendes?

Asentí. Conocía tanto al teniente Okking como a Friedlander Bey y lo que Okking dijera carecía de importancia. «Papa» lograría su propósito de cualquier modo.

—Así que estamos de acuerdo en eso —dijo el teniente—. Todo este asunto resulta raro, como si las ratas y los ratones fueran a la iglesia a rezar por la recuperación del gato. Cuando termine, cuando tengamos a estos dos asesinos, no esperes ninguna otra luna de miel. Luego seguirán las armas, las porras y el mismo viejo hostigamiento por las dos partes.

Me encogí de hombros.

—Los negocios son los negocios —dije.

—Estoy harto de oír esa frase. Ahora, fuera de mi vista.

Salí y bajé en el ascensor hasta la planta baja. Era una noche agradable y fresca, y una hinchada luna aparecía y desaparecía entre centelleantes nubes de metal. Caminé de regreso al Budayén, meditando. Tres días más tarde, tendría el cerebro lleno de cables. Había evitado pensar en esa cuestión desde que abandoné la casa de Friedlander Bey, ahora disponía de todo el tiempo del mundo para recapacitar sobre ello. No estaba nervioso, ni prevenido, sólo aterrorizado. Sentía que, de algún modo, Marîd Audran dejaría de existir y alguien nuevo despertaría de esa operación, y que yo nunca sería capaz de notar la diferencia. Jamás dejaría de molestarme, como una cáscara de palomita de maíz alojada entre mis dientes para siempre. Todos los demás notarían el cambio excepto yo, porque estaría dentro de él.

Me dirigí directamente al club de Frenchy. Cuando llegué, Yasmin se estaba trabajando a un tipo joven y delgado que llevaba unos pantalones bombacho blancos atados a los tobillos y un abrigo de sport gris con quince años. Era probable que comprase todo su vestuario por un kiam y medio en la trastienda de un ropavejero. Olía a rancio, como el edredón de la abuela que se ha dejado demasiado tiempo en el desván.

La chica del escenario era una transexual llamada Blanca. Frenchy seguía la política de no contratar travestidos. Las chicas y los travestidos que se habían operado del todo se llevaban bien con él; pero las que permanecían indecisas, sin elegir uno u otro estado, le hacían sentir como si pudieran quedarse en medio de alguna otra importante transacción, y no quería sentirse responsable. Cuando entrabas en el club de Frenchy sabías que no ibas a encontrar a nadie con una polla más grande que la tuya, a no ser la del mismo Frenchy o la de otro cliente, y al saber esta horrible verdad no podías maldecir a nadie más que a ti mismo.

Blanca bailaba semiinconsciente, del modo peculiar en que lo hacían todas las bailarinas de un extremo al otro de la «Calle». Se movían al ritmo de la música, aburridas y cansadas, en espera de escapar del calor de los abrasadores focos. No dejaban de mirarse en los pringosos espejos que tenían a su espalda, o se volvían y contemplaban sus reflejos en la sala, más allá de los clientes. Sus ojos permanecían siempre fijos en algún espacio vacío a medio metro por encima de las cabezas de los clientes. La expresión de Blanca era un tímido intento por parecer agradable — «atractiva» o «seductora» no eran adjetivos que perteneciesen a su vocabulario profesional—; pero parecía como si tuviera mucha droga aislante-nerviosa en su mandíbula inferior y no hubiera decidido todavía si le gustaba. Mientras Blanca estaba en escena, se vendía a sí misma, se promocionaba como producto totalmente distinto a su propia imagen; ella misma, tal y como sería cuando bajase del escenario. Sus movimientos —tediosos en su mayor parte, imitaciones indolentes de movimientos sexuales— estaban pensados para encandilar a sus observadores; pero el baile tendría poco efecto si no fuera por los clientes que habían bebido mucho o que estaban encaprichados de esa chica en concreto. Había visto el baile de Blanca docenas, quizá cientos de veces, siempre al compás de la misma música, los mismos giros, los mismos pasos, los mismos golpes, los mismos gestos en los mismos instantes de la canción.

Blanca terminó su último número y se ganó un débil aplauso, la mayor parte procedente del tío que la invitaba a beber y que, según creo, estaba enamorado de ella. Cuesta un poco establecer una relación en un lugar como el de Frenchy, o en cualquier otro bar de la «Calle». Parece una paradoja, porque las chicas se apresuran a echarle el guante a cualquier hombre solo que entre en el local. Aunque la conversación era bastante limitada:

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Juan Javier.

—Oh, qué bonito. ¿De dónde eres?

—De Nuevo Texas.

—Oh, qué interesante. ¿Cuánto hace que estás en la ciudad?

—Un par de días.

—¿Me invitas a una copa?

Eso era todo, no había más. Ni el mejor agente secreto internacional podría transmitir más información en tan breve lapso de tiempo. Todo eso ocultaba una atmósfera latente de depresión, como si las chicas estuvieran encerradas en ese trabajo, aunque la ilusión de absoluta libertad flotaba, casi visible, en el aire. «Cuando quieras irte, cariño, no tienes más que salir por esa puerta. » El camino que aguardaba tras esa puerta conducía sólo a dos sitios: otro bar igual al de Frenchy o el peldaño inferior de la escalera hacia el callejón sin retorno de la vida. «Hola, guapo, ¿buscas compañía?» Ya sabéis lo que quiero decir. Los ingresos son cada vez más bajos cuanto más vieja se hace la chica y pronto tienes gente como Maribel, que se lía a los tíos por el precio de un vaso de vino blanco.

Después de Blanca, una mujer auténtica, llamada Indihar, subió al escenario. Ése debía ser su verdadero nombre. Se movía igual que Blanca, contoneaba las caderas y los hombros, y casi no movía los pies. Al bailar, Indihar vocalizaba las palabras de las canciones en silencio, sin percatarse en absoluto de que lo hacía. Se lo pregunté a unas cuantas chicas, todas vocalizan las letras, pero ninguna se da cuenta de ello. Todas eran conscientes cuando se lo mencioné, pero, en cuanto subían al escenario, volvían a cantar para sí, como siempre. Creo que, así, el tiempo les pasa más rápido, les da algo que hacer además de mirar a los clientes. Las chicas se contonean, mueven los labios, hacen gestos banales con las manos, y balancean sus caderas porque la costumbre les hace balancearlas. Puede que eso resultara excitante a los hombres que nunca habían visto estas cosas, Frenchy debía cobrarles recargo en sus bebidas. Yo bebía gratis porque Yasmin trabajaba allí y porque entretenía a Frenchy. Si hubiera tenido que pagar, habría buscado algo mejor para pasar el rato. Cualquier cosa habría resultado más interesante, sentarme solo en la oscuridad, en una habitación en silencio, por ejemplo.

Esperé a que Indihar acabara su número y entonces Yasmin salió del vestuario. Me dirigió una amplia sonrisa que me hizo sentir especial. Dos o tres hombres dispersos por el bar aplaudieron, esa noche lo estaba haciendo bien, ganando dinero. Indihar sacó un corpiño de gasa y pasó entre los clientes en busca de propinas. Le solté un kiam y me dio un beso. Indihar es una buena chica. Juega limpio y no se mete con nadie. Por mí, Blanca podía irse al diablo, pero Indihar y yo podríamos llegar a ser buenos amigos.

Frenchy llamó mi atención y me señaló con un gesto el final de la barra. Era un hombre grande, del tamaño de dos macarras marselleses, con una barba larga, espesa y negra que hacía que la mía pareciese la pelusa de la oreja de un gato. Me observó con sus negros ojos.

—¿Qué has estado haciendo, novio? —me preguntó. —Esta noche nada, Frenchy —le dije.

—Tu chica se lo está montando muy bien ella sola.

—Eso es bueno, porque he perdido hasta el último fíq por un agujero de mi bolsillo.

Frenchy me miró de reojo y se fijó en mi galabiyya.

—Esta prenda no tiene bolsillos, mon noraf.

—Fue hace unos días, Frenchy —dije, solemne —. Desde entonces, vivimos de amor.

Yasmin tenía conectado algún moddy de velocidad orbital y su baile era digno de verse. Todos los clientes olvidaron sus bebidas en las mesas, y las otras chicas las manos en sus regazos, y todos contemplaron a Yasmin.

Frenchy sonrió, sabía que yo nunca estaba tan arruinado como pretendía.

—El negocio va mal —dijo escupiendo en una pequeña taza de cristal.

A Frenchy el negocio siempre le va mal. Nadie habla jamás de prosperidad en la «Calle», da mala suerte.

—Oye, tengo que decirle algo importante a Yasmin cuando termine su número.

Frenchy sacudió la cabeza.

—Se trabaja a ese pavo de allí, el del fez. Espera a que le deje seco, entonces podrás hablar con ella todo lo que quieras. Si te esperas a que el pavo se vaya, haré que alguien ocupe su turno en escena.

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