Cuando falla la gravedad (23 page)

Read Cuando falla la gravedad Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
9.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Está bien, me lo había vendido. Haría lo que «Papa» y todos los demás quisieran, mi cerebro estaba modificado. El bueno del doctor Yeniknani me había asustado y me dije a mí mismo allí, en la cama del hospital, que yo nunca había prometido usar tal cosa. Saldría del hospital en cuanto pudiera, iría a casa, olvidaría los injertos y resolvería mis asuntos como de costumbre. Me conectaría el moddy el día que hiciese frío en Jiddah. Tendría las conexiones de adorno. En la amplificación subcraneal de Marîd Audran, amigo, las pilas no iban incluidas e intentaría que así fuera. Excitar de vez en cuando mis pequeñas células grises con química no las incapacitaba para siempre, pero no iba a chamuscarlas en una freidora eléctrica. Sólo pude llegar hasta allí, luego, mi perversidad innata se impuso.

—Así que —dijo el doctor Yeniknani con más ánimo—, al margen de esa advertencia obligatoria, supongo que deseará oír lo que las mejoras de su mente y su cuerpo son capaces de hacer por usted.

—Puede apostar lo que quiera —dije sin entusiasmo.

—¿Qué sabe sobre las actividades del cerebro y el sistema nervioso?

Me eché a re ir.

—Tanto como cualquier buscavidas del Budayén que apenas puede leer y escribir su nombre. Sé que el cerebro está en la cabeza y he oído que no es una buena idea dejar que un criminal te lo esparza sobre la acera. Aparte de eso, desconozco todo lo demás.

En realidad, no sabía tan poco como le había dicho, mas siempre guardo algo de reserva. Ser un poco más rápido, más fuerte y más listo de lo que la gente cree es una buena política.

—Bien, el injerto corímbico posterior es del todo convencional. Eso le permite conectarse un módulo de personalidad. Usted sabe que la profesión médica no tiene una opinión unánime sobre estos módulos. Algunos de nuestros colegas piensan que los posibles abusos superan los beneficios. Estos beneficios, en realidad, son mínimos al principio. Los módulos se fabrican, sobre bases limitadas, como ayudas terapéuticas a pacientes con graves perturbaciones neurológicas. Sin embargo, los módulos han sido adquiridos por los medios populares, y se emplean para propósitos muy diferentes a los que, en un principio, sus inventores pretendían. Ahora, es demasiado tarde ya para hacer algo al respecto y aquellos que lo consideran una afrenta y prohibirían el uso de los módulos, apenas encuentran audiencia para sus ideas. De modo que tendrá acceso a una amplia gama de módulos de personalidad de venta al público, módulos extremadamente serviciales que pueden ahorrar gran cantidad de trabajos duros que la mayoría de la gente considera ofensivos.

De inmediato pensé en el módulo de Dulce Pilar.

—Puede ir a una tienda y convertirse en Saladino. un verdadero héroe, el gran sultán que expulsó a los cruzados, o convertirse en el mítico sultán Shahryar y divertirse con la hermosa narradora y las Mil y una noches. Su injerto posterior está capacitado para aceptar hasta seis potenciadores de software.

—Ése es el tipo de injerto que tienen mis amigos —dije —. ¿Cuáles son las ventajas experimentales que ha mencionado? ¿Qué peligro existe en conectarlas?

El doctor sonrió brevemente.

—Es difícil decirlo, señor Audran. después de todo, son experimentales. Se han probado en muchos animales y en unos pocos voluntarios humanos. Los resultados han sido satisfactorios, pero no unánimes. Dependerá mucho de usted, si a Alá le place. Permítame empezar por explicarle a qué controles me refiero. Los módulos de personalidad alteran su consciencia y le hacen creer temporalmente que usted es otro. Los potenciadores alimentan su memoria a corto plazo y le proporcionan un conocimiento instantáneo sobre cualquier tema, que se desvanece en cuanto el chip es retirado. Los potenciadores que puede emplear con el injerto anterior afectan a algunas otras estructuras diencefálicas más complejas. —Sacó un rotulador negro y esbozó un tosco mapa del cerebro—. Primero, hemos insertado un cable de plata muy delgado con revestimiento de plástico en su tálamo. El cable tiene menos de una centésima de milímetro de diámetro y es de manipulación muy delicada. Ese cable conectará su sistema reticular a un único potenciador que nosotros le entregaremos, eso le permitirá amortiguar la red neuronal que cataloga los detalles sensoriales. Por ejemplo, si es vital que se concentre, puede elegir bloquear o alterar las señales visuales, audibles, táctiles o de otro tipo.

Enarqué las cejas.

—Ya veo que puede ser útil —dije.

El doctor Yeniknani sonrió.

—Es sólo la décima parte de lo que le hemos hecho, hay otros cables en otras áreas. Cerca del tálamo, en el centro de su cerebro, está el hipotálamo. Es un órgano pequeño, pero con variadas y vitales funciones. Será capaz de controlar, aumentar o anular muchas de ellas. Por ejemplo, si lo desea, puede ignorar el hambre; con sólo emplear el potenciador adecuado no sentirá nada de hambre por mucho tiempo que ayune. Ejercerá el mismo control sobre la sed y la sensación de dolor. Podrá regular a conciencia su temperatura corporal, su presión sanguínea y su estado de excitación sexual. Y lo que es más útil quizá, será capaz de suprimir la fatiga.

Me senté y lo miré con los ojos muy abiertos, como si hubiera abierto un tesoro fabuloso o una verdadera lámpara de Aladino para mí. Pero el doctor Yeniknani no era un djinn esclavizado. Lo que me ofrecía no era magia, aunque para mí como si lo fuese. No sabía si creerle del todo, pero tendía a creer en los fieros turcos en posiciones de autoridad. Como mínimo, les hago caso, así que le dejé seguir.

—Le será más fácil aprender nuevas habilidades e información. Contará con potenciadores electrónicos para introducirlas en su memoria a corto plazo, pero si quiere transferirlas permanentemente a su memoria a largo plazo, su hipocampo y otras áreas asociadas están preparadas para ello. Si lo necesita, puede alterar sus relojes circadianos y lunares. Será capaz de dormir cuando lo desee y despertarse automáticamente según los chips que emplee. El circuito de su pituitaria le dará control directo sobre sus otros endocrinos, tales como la tiroides y las glándulas de adrenalina. Su terapeuta entrará en más detalles sobre cómo podrá sacarle partido a estas funciones. Como ve, podrá dedicar toda su atención a su trabajo, sin necesidad de interrumpirlo tan a menudo para las necesidades corporales habituales. Ahora bien, no se puede estar indefinidamente sin dormir o beber agua o vaciar la vejiga, pero si lo desea puede evitar los molestos signos de aviso insistentes y crecientes.

—Mi patrón no quiere que me distraiga —dije secamente.

El doctor Yeniknani suspiró.

—No, no quiere.

—¿Hay algo más?

Se mordisqueó el labio un instante.

—Sí, pero su terapeuta se lo explicará y le dará las instrucciones y los folletos. Puedo asegurarle que usted será capaz de controlar el sistema límbico que influye en sus emociones. Eso es uno de los nuevos logros del doctor Lisán.

¿Podré elegir mis sentimientos como escojo la ropa que me voy a poner?

Hasta cierto punto, sí. También al operar en estas áreas del cerebro, somos capaces de afectar a más de una función en un emplazamiento. Por ejemplo, como avance positivo, su sistema será capaz de quemar el alcohol de modo más eficiente y más rápido que lo normal, treinta gramos por hora. Si lo desea.

Me dirigió una breve mirada de complicidad, porque un buen musulmán no bebe alcohol. Debió darse cuenta de que yo no era el más devoto de la ciudad. Sin embargo, era una cuestión delicada entre dos relativos extraños.

— A mi patrón le gustará eso, estoy seguro. Bien. No puedo esperar. Seré una fuerza del bien entre los malvados y los corruptos.

— Inshallah —dijo el doctor—. Como Alá desee.

— Alabado sea Alá —añadí, con humildad ante su sincera fe. —Todavía hay algo más. Deseo darle un consejo personal, algo de mi propia filosofía. Lo primero, como debe saber, es que el cerebro —el hipotálamo, para ser exactos— tiene un centro de placer que puede ser estimulado por medios electrónicos. Lancé un hondo suspiro.

— Sí, he oído hablar de ello. Se supone que el efecto es absolutamente aplastante.

— Los animales y las personas que tienen conductores en esa área y permiten estimular el centro del placer, suelen olvidar todo lo demás: la comida, el agua, cualquier otra necesidad o impulso. Podrían seguir excitando su centro del placer hasta el extremo de morir. —Sus ojos se abrieron —. El centro del placer de usted no ha sido modificado. Su patrón cree que habría sido una gran tentación para usted y que tiene algo más que hacer que pasar el resto de su vida en un sueño celestial.

— No sabía si alegrarme con esas noticias o no. No quería malograrme por el resultado de un orgasmo mental interminable, pero si la opción era ésa o ir tras dos asesinos locos y salvajes, creo que, en un momento de debilidad, preferiría el exquisito placer que no se extinguiera o palideciera. Podría acostumbrarme un poco, pero estoy seguro que me colgaría.

— Cerca del centro de placer —dijo el doctor Yeniknani— existe un área que produce un comportamiento agresivo, rabioso y feroz. También es un centro de castigo. Cuando se estimula, el individuo experimenta un tormento comparable al éxtasis del centro de placer. Esta área ha sido modificada. Su patrocinador cree que eso puede ser útil para él en su empresa y le proporcionará un medio de influir en usted.

— Lo dijo en un tono de clara desaprobación. A mí, tampoco me enloquecieron las noticias.

— Si usted prefiere usarlo para su propio provecho, puede convertirse en una rabiosa e imparable criatura de destrucción.

— Se detuvo; era evidente que no aprobaba el modo en que Friedlander Bey había explotado el arte de la neurocirugía.

— Mi... patrón ha pensado en todo —dije, con ironía.

— Sí. supongo que sí. Y usted también debe procurar imitarle en eso.

— Entonces, el médico hizo algo desacostumbrado. Se acercó y puso la mano sobre mi hombro. Era un cambio repentino en la atmósfera formal de nuestra conversación.

— Señor Audran —dijo con solemnidad, al tiempo que me miraba a los ojos con fijeza —, tengo mejor concepto de la razón por la que ha sufrido todas estas operaciones.

— Oh, oh —exclamé, curioso, en espera de oír lo que tenía que decirme.

—En el nombre del Profeta, que la paz y las bendiciones estén con su nombre, no debe temer a la muerte.

Eso me sorprendió.

—Bien —dije —, yo no pienso demasiado en ella. De todos modos, los injertos no son tan peligrosos, ¿no es cierto? Admito que temía que frieran mi ingenio si algo salía mal, pero no pensaba que pudieran matarme.

—No, no me ha entendido. Cuando salga de este hospital, cuando se encuentre en la circunstancia por la que ha sufrido esta ampliación, no tenga miedo. El gran shair inglés, Wilyam al-Shaykh Sebir, en la segunda parte de su espléndida obra Enrique V dice: «Debemos una muerte a Dios... , y dejemos que ocurra como deba ocurrir, quien muera este año no lo hará el próximo». Ya ve que la muerte nos llega a todos. Es inevitable. La muerte es deseable como paso al paraíso, alabado sea Alá. Así que cumpla con su deber, señor Audran, y que un impropio temor a la muerte no le obstaculice en su búsqueda de la justicia.

Maravilloso mi médico; era una especie de místico sufí o algo por el estilo. Le miré, incapaz de encontrar una maldita cosa que responder. Me apretó el brazo y se puso en pie.

Con su permiso —se excusó. Hice un gesto vago.

Que sus días sean prósperos —dije. —La paz sea con usted.

—Y con usted —respondí.

Luego, el doctor Yeniknani salió de la habitación. Jo-Mama habría disfrutado con esta historia. Yo tenía ganas de oír cómo la contaría. Poco después de que el médico hubiera salido, el enfermero joven volvió para ponerme una inyección.

—Oh —dije, en un intento de explicarle que antes no le pedía un pinchazo, sino que deseaba hacerle unas cuantas preguntas.

—Dese la vuelta —ordenó el tipo con brusquedad—. ¿Qué lado? Me moví un poco en la cama, tenía resentidos los dos glúteos, ambos me dolían por igual.

—¿Puede pincharme en otro sitio? ¿En el brazo?

—No puedo pincharle en el brazo. Pero puedo hacerlo en el muslo.

Tiró de la sábana, frotó la parte anterior de mi muslo, más o menos en el centro y me clavó la aguja. Volvió a pasarme rápido la gasa, tapó la jeringuilla y se fue sin decir una palabra. Yo no era uno de sus pacientes favoritos, saltaba a la vista.

Quise decirle algo, hacerle saber que yo no era el desenfrenado, depravado y asqueroso que él creía. Pero antes de poder pronunciar una palabra, antes de que él llegase a la puerta de la habitación, mi cabeza empezó a dar vueltas y me sumergí en el cálido y familiar abrazo del aturdimiento. Mi último pensamiento, antes de perder la consciencia, fue que nunca en mi vida me lo había pasado tan bien.

13

No esperaba recibir muchas visitas mientras estuviera en el hospital. Les dije a todos que apreciaba su interés, pero que no era nada y que me dejaran en paz hasta que me sintiera mejor. La verdadera razón, más o menos velada, era que, de cualquier forma, nadie planeaba visitarme. Me dije: «Bueno». En realidad, no deseaba que la gente acudiera a verme porque podía imaginar los efectos posteriores a una importante operación en el cerebro. Las visitas, sentadas a los pies de la cama, diciendo que tienes un aspecto estupendo y que pronto te encontrarás mucho mejor, que todos te echan de menos y, si no puedes dormirte antes, te explican con todo detalle sus viejas operaciones... No necesitaba nada de eso. Quería que me dejaran en paz para disfrutar de las últimas, rezagadas, fugaces moléculas de etorpina introducidas en una burbuja en mi cerebro. Estaba dispuesto a representar al estoico y valiente sufridor unos minutos al día, pero no tuve que hacerlo. Mis amigos eran tan buenos como su promesa, no tuve ni una sola maldita visita hasta el último día, justo antes de que me dieran de alta. En todo ese tiempo, nadie vino a verme, ni siquiera me telefonearon, mandaron una postal o una miserable planta. Creedme, lo tengo todo apuntado en el libro de mis memorias.

Veía cada día al doctor Yeniknani, quien, al menos una vez durante su visita, afirmaba que había cosas más temibles que la muerte. Seguía insistiendo. Era el médico más morboso que he conocido. Sus tentativas por calmar mi temeroso espíritu surtían el efecto contrario. Debió probar con sus recursos profesionales: las píldoras. Éstas, me refiero a las que me daban en el hospital, elaboradas por verdaderas empresas farmacéuticas, son muy fiables y hacen que me olvide de la muerte y del sufrimiento, no hay nada mejor que ellas.

Other books

The Great American Steamboat Race by Patterson, Benton Rain
The Silver Chalice by Thomas B. Costain
An Accidental Shroud by Marjorie Eccles
Burning Bright by Sophie McKenzie
This Rake of Mine by Elizabeth Boyle
Amberville by Tim Davys
Gone Crazy in Alabama by Rita Williams-Garcia