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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos de amor de locura y de muerte (11 page)

BOOK: Cuentos de amor de locura y de muerte
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—Me parece que te llama —le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

El almohadón de plumas

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril—, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar una palabra.

Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.

En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.

—Pst… —se encogió de hombros, desalentado, el médico de cabecera—. Es un caso inexplicable… Poco hay que hacer…

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Yaguaí

Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra —un sólido bloque de mineral de hierro— y dio una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno este que no seducía al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. El perro giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a ambos lados del sendero.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la atmósfera acompaña falta de aire, tornábase imposible en un día de viento norte. Era éste otro flamante conocimiento del fox-terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado —Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—, donde sucede precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido al viento evaporizador, sobre la lengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a cuarenta grados. Pero los fox-terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja arena tornaba aún más caliente, había lagartijas.

Con la boca ahora cerrada, Yaguaí traspuso el tejido de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro lagartijas de las pocas que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fue entonces a bañar.

A cien metros de la casa, en la base de la meseta y a orillas del bananal, existía un pozo en piedra viva de factura y forma originales, pues siendo comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluido un aficionado con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos metros de hondura, tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo de tajamar. Su fuente, bien que superficial, resistía a secas de dos meses, lo que es bien meritorio en Misiones.

Allí se bañaba el fox-terrier, primero la lengua, después el vientre sentado en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvía a la casa, siempre que algún rastro no se atravesara en su camino. Al caer el sol, tornaba al pozo. De aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pulgas, y con bastante facilidad, el calor tropical para el que su raza no había sido creada.

El instinto combativo del fox-terrier se manifestó normalmente contra las hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijó por fin en las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las ratas de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones que por a o b llegaban a la siesta, admiraron siempre la obstinación del perro, resoplando en cuevitas bajo un sol de fuego; si bien la admiración de aquéllos no pasaba del cuadro de caza.

—Eso —dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta de cabeza— no sirve más que para bichitos…

El dueño de Yaguaí lo oyó:

—Tal vez —repuso—; pero ninguno de los famosos perros de ustedes sería capaz de hacer lo que hace ése.

Los hombres se sonrieron sin contestar.

Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte y su maravillosa aptitud para la caza a la carrera, que su fox-terrier ignoraba. ¿Enseñarle? Acaso; pero no tenía cómo hacerlo.

Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper de los venados que estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunque él tenía un buen perro, no podía sino
a veces
alcanzar a los venados de un palo…

Cooper prestó la escopeta, y aun propuso ir esa noche al rozado.

—No hay luna —objetó el peón.

—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.

Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro, y el animal se lanzó enseguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro.

Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano forzar la barrera de caraguatá. Logrolo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a los dos minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna. Eso sí, no quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda.

Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durar muy bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. El perro del peón halló una pista, muy lejos, que perdió enseguida. Una hora después volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa. La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper.

Se olvidó luego de ellos, mientras el fox-terrier continuaba cazando ratas, algún lagarto o zorro en su cueva, y lagartijas.

Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes, pesados, en una obstinación de viento norte que doblaba las verduras en lacios colgajos, bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se mantenía entre treinta y cinco y cuarenta, sin la más remota esperanza de lluvia. Durante cuatro días el tiempo se cargó, con asfixiante calma y aumentó de calor. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que el sur devolviera en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido un mes entero del norte, la gente se resignó a una desastrosa sequía.

El fox-terrier vivió desde entonces sentado bajo su naranjo, porque cuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros no respiran bien echados. Con la lengua afuera y los ojos entornados, asistió a la muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huerta se perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro a una blancura amarillenta, y a fines de noviembre sólo quedaban de él columnitas truncas sobre la negrura desolada del rozado. La mandioca, heroica entre todas, resistía bien.

El pozo del fox-terrier —agotada su fuente— perdió día a día su agua verdosa, y ahora tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si bien hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía del monte forzaba hasta el pozo.

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