Cuentos de Canterbury (24 page)

Read Cuentos de Canterbury Online

Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
10.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Repasad todo el Evangelio y ved si se acerca más a nuestros votos o a los de los clérigos beneficiados que se regodean de sus posesiones —¡qué vergüenza, toda su codicia y pompa! Les desprecio por su ignorancia. Me parece que son como Joviniano: gordos como una ballena y anadeando como un cisne, tan llenos de vino como las botellas de una bodega.

»¡Oh, sí, son muy reverentes cuando rezan! Mientras oran por las almas de los difuntos y dicen el salmo de David, van y sueltan un eructo. Cor meum eructavit
[223]
"Mi corazón se complace en algo agradable", y sueltan otro eructo. ¿Quién sigue los pasos de Cristo y su Evangelio sino nosotros los humildes, castos y pobres, ejecutores y no escuchadores de la palabra de Dios? Y deja la misma forma que un halcón vuela alto en el aire al subir como una flecha, igualmente ascienden como una flecha hacia los oídos de Dios las oraciones de los caritativos, castos y activos frailes.

»Tomás, Tomás, como que vivo y respiro, si no fueseis nuestro hermano, jamás prosperaríais, ¡no, por San Ivo!
[224]
. Nosotros rogamos a Cristo noche y día en nuestro capítulo para que os envíe salud, fuerza y el uso de vuestras extremidades.

—Dios sabe que no noto la menor diferencia —aseveró el enfermo—. Así que ojalá me ayude Jesucristo; estos últimos años llevo gastadas libras y más libras en toda clase de frailes y no he mejorado en absoluto. He agotado casi todos mis recursos, ésta es la verdad. Puedo decir adiós a mi oro; se ha ido todo.

—¡Oh, Tomás! —añadió el fraile—, ¿es esto lo que habéis estado haciendo? ¿Qué necesidad teníais de buscar «toda clase de frailes»? Cuando un hombre tiene el mejor doctor de la ciudad, ¿para qué necesita ir a buscar a otros? Vuestra inconstancia es vuestra ruina. ¿Así que no considerabais suficiente que yo rezara por vos, ni mi convento tampoco? ¡Tomás, esto pasa de broma! Si estáis enfermo es porque nos habéis dado demasiado poco. «¡Eh, dad a ese convento medio cuarterón de avena!» «¡Eh, dad a ese otro veinticuatro medidas de avena a medio moler!» «¡Eh, dad a este fraile un penique y que se vaya!» No, no, Tomás, eso no está bien. Parte un chavo en doce partes y ¿qué es lo que vale? Mirad; nada que es completo en sí mismo es más fuerte cuando se divide. Tomás, no conseguiréis que os halague; vos lo que queréis es todo nuestro trabajo por nada. Dios, Nuestro Señor, que hizo todo el mundo, nos enseña que el obrero merece un jornal. Ahora bien, Tomás, en lo que a mí concierne, no quiero un penique de vuestras riquezas; solamente que el convento reza con tanta devoción por vos y hay también tanta necesidad de construir la iglesia de Cristo también… Tomás, si quisieses aprender a hacer buenas obras, podrías descubrir por la vida de Santo Tomás de la India que el construir iglesias es una buena obra.

»Aquí yacéis vos, lleno de cólera e ira con los que el diablo enciende vuestro corazón riñendo a esta pobre inocente: vuestra dócil y paciente esposa. Por consiguiente, Tomás (os lo advierto por vuestro propio bien, creedme), no peleéis con vuestra esposa. Os ruego que tengáis este proverbio en cuenta —es lo que el sabio dice sobre este asunto: "No seáis un león en vuestra casa, ni oprimáis a vuestros criados, ni hagáis que vuestros amigos huyan de vosotros
[225]
.

»Por ello, Tomás, otra vez os advierto: ¡cuidado con quien duerme en vuestro regazo! ¡Cuidado con la serpiente de aguijón sutil que repta oculta en la hierba! ¡Cuidado, hijo mío!: escúchame con paciencia, y recuerda que veinte mil hombres fueron destruidos por discutir y luchar con sus esposas o sus enamoradas. En cualquier caso, Tomás, ya que tenéis a una dócil v santa mujer, ¿qué necesidad tenéis de discutir?

»Ciertamente, si pisaseis la cola de una serpiente, no sería tan cruel ni la mitad de insensato que hacerlo con una mujer encolerizada (la venganza es entonces su único deseo). La cólera es un pecado, uno de los siete pecados capitales abominable al Dios de los Cielos y destructivo para el pecador. Cualquier cura o párroco analfabeto os explicará que el homicidio nace de la ira; verdaderamente es el agente activo del orgullo. Si tuviese que hablar de los sinsabores que la ira aporta, mi homilía duraría hasta el amanecer. Por lo que pido a Dios, noche y día, que no conceda poder a un hombre lleno de ira. Es lastimoso y también muy perjudicial situar a un hombre lleno de ira en una posición de poder.

»Según nos enseña Séneca, hubo en cierta ocasión un magistrado colérico. Un día, durante su periodo de ejercicio, dos caballeros salieron juntos a cabalgar. La fortuna quiso que uno regresase a su casa, pero el otro, no. Con el tiempo, el caballero tuvo que comparecer ante el juez, que le dijo:

»Habéis matado a vuestro compañero; por ello os condeno a muerte.

»Y mandó a otro caballero:

»Id a llevadle a que muera; éstas son mis órdenes.

»Ahorá bien, cuando iban por el camino hacia el lugar donde debía morir el condenado, el caballero al que se suponía muerto apareció de improviso; por lo que se creyó que lo más oportuno era llevar a los dos a que compareciesen una vez más ante el juez.

»Pero dijeron:

»Señor, el caballero no mató a su compañero; helo aquí, sano y salvo.

»Debéis morir, y que Dios me perdone. Y con ello no quiero decir uno o dos, sino los tres —repuso el juez.

»Al primer caballero le dijo:

»Yo os condené; debéis morir de todos modos. En cuanto a vos, debéis morir también, ya que sois la causa de su muerte.

»Y al tercer caballero le dijo:

»No cumplisteis las órdenes que os di» E hizo matar a los tres.

»Cambises, además de ser un hombre colérico, era también un borracho, y siempre disfrutaba comportándose como un sinvergüenza. Un día, un noble de su séquito que amaba la virtud y la moralidad habló con él en privado y le dijo:

—Si un señor es un hombre vicioso, está perdido; y el ser un borracho es una mancha sobre la reputación de cualquiera, especialmente si trata de la de un señor. Hay muchísimos ojos y oídos en constante vigilancia de un señor, sin que éste pueda decir dónde se hallan. ¡Por el amor de Dios, gastad más templanza cuando bebáis! ¡De qué forma tan ruin hace el viento que el hombre pierda el control de su mente y su cuerpo!

—Pronto veréis que es al revés —replicó Cambises—. Vuestra propia experiencia afirma que el vino no hace tanto daño a la gente. Me gustaría conocer el vino que me prive de la firmeza de mi mano o de mis ojos.

»Por perfidia empezó a beber cien veces más de lo que solía antes, e inmediatamente este vil y airado sinvergüenza ordenó que el hijo del caballero fuese traído a su presencia, al que mandó permanecer de pie delante de él. De pronto, cogió su arco y tensó la cuerda hasta su oreja y dejó salir una flecha, que mató al chico en el acto.

»—¿Qué os parece? ¿Es firme mi mano o no? —dijo él—. ¿He perdido mi fuerza y mi buen juicio? ¿Me ha robado el vino algo de mi vista?

»¿Por que no dio respuesta el caballero? Su hijo estaba muerto; no había más que decir. Por ello, tened cuidado cuando tratéis con los grandes. Dejad que "placebo"
[226]
sea vuestro grito de guerra, o bien "lo haré si puedo", a menos que sea un hombre pobre aquel con quien tratéis (la gente debería decir a un pobre sus defectos, pero nunca a un señor, aunque deba ir al infierno).

»Y si no, ved a Ciro
[227]
, aquel airado arquero persa que destruyó el río Gindes porque uno de sus caballos se ahogó en él cuando partió para la conquista de Babilonia. Él redujo aquel río hasta que las mujeres pudieron vadearlo. ¿Y qué dijo Salomón, el gran maestro?: "No hagáis amistad con un hombre colérico; y no vayáis con un hombre furioso; si no, os arrepentiréis
[228]
. No diré ni una palabra más.

»Ahora, Tomás, mi querido hermano, olvidad vuestra ira. Descubriréis que os trato justamente. No continuéis con el puñal del diablo apuntando a vuestro corazón —la ira os espabila demasiado. Más vale que me hagáis una confesión total.

—No, por San Simeón —exclamó el enfermo—. Hoy ya he sido confesado por mi párroco. Le conté todo. Por consiguiente, no es preciso que me confiese de nuevo, a menos que lo haga por humildad.

—Entonces dadme algún dinero para construir el claustro —dijo el fraile—, pues para levantarlo nuestro alimento ha sido a base de mejillones y ostras, mientras que los demás vivían plácida y cómodamente. Incluso ahora, Dios bien lo sabe, apenas si han completado los cimientos y no se ha puesto ni una sola baldosa en el suelo de nuestros edificios. ¡Por Dios, debemos cuarenta y cuatro libras solamente en piedras!

»¡Ayúdanos, Tomás, por el amor de aquel que puso en cintura el infierno! Pues si no, deberemos vender nuestros libros.\y si vosotros carecéis de nuestras enseñanzas, todo el mundo irá a su destrucción. Pues, perdonadme, Tomás, pero quien priva al mundo de nuestra presencia, priva al mundo de su sol. Pues ¿quién puede enseñar y trabajar como nosotros? Y esto no por corto tiempo —dijo él—, pues he encontrado registrado que los frailes —¡Dios sea loado!— han llevado sus vidas caritativas desde el tiempo de Elías
[229]
o Eliseo. ¡Vamos, Tomás, ayudadnos, por caridad!

Y cayó de rodillas allí y entonces.

El enfermo estaba casi loco de furia; le hubiera gustado ver al fraile arder con sus hipócritas mentiras.

—Solamente puedo danos lo que tengo en mi poder y nada más —añadió—. ¿No estabais diciendo ahora mismo que soy vuestro hermano?

—Ciertamente que sí —repuso el fraile—. Podéis estar seguro de ello. Traje a vuestra esposa vuestra carta de fratemidad con nuestro sello.

—Muy bien, pues —replicó el enfermo—. Daré algo a vuestro santo convento mientras esté vivo, y lo tendréis en vuestra mano en un instante, pero con esta condición, única condición, que es, querido hermano, que la dividáis de modo que cada fraile tenga una parte igual. Debéis jurar [hacer] esto, sin fraude ni reparos, por los votos de vuestra profesión.

—Por mi fe, lo juro —dijo el fraile poniendo su mano en la del otro—. Aquí tenéis mi promesa, no os defraudaré.

—Ahora poned vuestra mano en mi culo —le espetó el enfermo— y explorad con cuidado. Allí, debajo de mis nalgas, encontraréis algo que he escondido en secreto.

«¡Ah —pensó el fraile—. Esto me lo voy a quedar.» Y me tió su mano hasta la hendidura situada entre las nalgas del enfermo, esperando encontrar un donativo allí. Cuando el enfermo notó que el fraile estaba palpando allí y allá por su culo, soltó un pedo (ningún caballo de los que arrastran carro jamás soltó uno tan ruidoso) en la mismísima mitad de su mano. El fraile dio un brinco como el de una fiera salvaje.

—¡Ah, traicionero palurdo! —exclamó—. ¡Por los huesos de Dios! ¡Lo has hecho a proposito por despecho! ¡Pagarás por este pedo! Ya me ocuparé yo de eso.

Al oír la pelea, los criados del enfermo acudieron presurosos y echaron al fraile. Morado de ira, salió en busca de su compañero y sus pertenencias, haciendo relinchar sus dientes con tanta furia que lo hubieseis tomado por un jabalí. Con paso vivo se dirigió a la mansión en la que vivía un hombre muy importante de quien había sido confesor desde el principio. Este digno creyente era el señor de la mansión.

Estaba sentado a la mesa comiendo cuando entró el fraile hecho una furia, casi incapaz de proferir palabra. Pero al final, a duras penas, pudo sacar un «¡Dios te bendiga!».

El señor de la mansión se le quedó mirando fijamente y luego dijo:

—¡Cielos! ¿Qué es lo que os pasa, fray Juan? Es evidente que algo marcha mal: parece como si el bosque estuviese lleno de ladrones. Vamos, sentaos y decidme qué es lo que así os perturba. Si puedo, lo arreglaré.

—¡Es un ultraje! —exclamó el fraile—. Hoy, abajo, en vuestro pueblo —Dios os recompensa—, el zagal más miserable sobre la faz de la tierra se hubiese disgustado por el modo en que he sido maltratado en vuestra ciudad. Pero no hay nada que me duela más que aquel viejo carcamal de palurdo haya ofendido a nuestro santo convento también.

—Vamos, maestro —dijo el señor de la mansión—. Os ruego…

—No maestro, sino criado, señor —profirió el fraile—, aunque las escuelas me hayan hecho tal honor. Dios no quiere que se nos llame
Rabbi
ni en el mercado ni en vuestra gran casa.

—Dejaos de eso —añadió él— y contadme todas vuestras cuitas.

—Señor —dijo el fraile—, hoy se me ha hecho una odiosa ofensa tanto a mi orden como a mí mismo, y, por tanto,
per consequens
, a toda la jerarquía de la Santa Iglesia. ¡Que Dios lo repare pronto!

—¡Vos sabéis que es lo mejor que se puede hacer, señor! —dijo el señor de la mansión. No os trastornéis: vos sois mi confesor, la sal y el sabor de la tierra. Por el amor de Dios, calmaos y contadme lo que os agita.

Entonces le explicó lo que habéis oído (bueno, ya sabéis de sobra lo que ocurrió). La señora de la casa guardó absoluto silencio hasta que oyó que el fraile había salido.

—¡Eh! ¡Madre de Dios! —exclamó ella—. ¡Bendita Virgen! ¿Hay algo más? Decidme la verdad.

—¿Qué decís de ello, señora? —preguntó el fraile.

—¿Que qué digo de ello? —exclamó ella—. ¡Que Dios me perdone! Diré que es el acto vulgar de un individuo vulgar. ¿Qué más puedo decir? ¡Que Dios le colme de desgracias! Su cabeza enferma está llena de estupidez; supongo que tuvo una especie de ataque.

—Por Dios, señora —dijo él—. Si no me equivoco, puedo ser vengado de otra forma; le denigraré por doquiera que predique. Este mentiroso blasfemo que me pidió que dividiese en partes iguales lo que no puede dividirse. ¡Que el diablo le lleve!

Pero el señor de la mansión permaneció allí sentado calladamente, como un hombre en trance, rumiando todo en [en fondo de] su corazón. «¿Cómo es que este tipo tuvo la imaginación de poner al fraile en este predicamento? Nunca había oído algo parecido. Estoy seguro de que el diablo se lo puso en la cabeza. Nunca hubo un acertijo así en toda la ciencia aritmética hasta ahora. ¿Cómo podría nadie probar que cada uno tuvo su parte justa del ruido y del olor de un pedo? Un tipo vanidoso y estúpido. ¡Malditos sean sus ojos!»

—Oíd, caballeros —exclamó el señor—. ¡Maldita sea! ¿Quién había oído algo semejante antes? Una parte justa para cada uno. ¡Decidme cómo! Es imposible, no puede hacerse. ¡Ah, qué tipo tan estúpido! ¡Que Dios le colme de desgracias! Como todos los demás sonidos, el ruido de un pedo no es más que una reverberación del aire que se acaba gradualmente. Palabra que nadie podría juzgar que ha sido distribuido equitativamente. ¡Y que sea uno de los de mi pueblo quien lo haya propuesto! Sin embargo, con qué desfachatez habló a mi confesor hoy. Para mí que es un redomado lunático. Vamos, comed vuestro yantar y dejad a ese tipo en paz. ¡Que él mismo se cuelgue y el diablo le lleve!

Other books

I Unlove You by Matthew Turner
A Stockingful of Joy by Jill Barnett,Mary Jo Putney,Justine Dare,Susan King
Fremder by Russell Hoban
True L̶o̶v̶e̶ Story by Aster, Willow
Halloween by Curtis Richards
The Sordid Promise by Lane, Courtney
Chloe Doe by Suzanne Phillips