Cuentos de Canterbury (26 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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La mañana del día de la boda se acercaba, y todo el palacio estaba engalanado, el salón del banquete y los aposentos privados, cada uno en el estilo conveniente, mientras que las cocinas y las despensas estaban llenas a rebosar con las más deliciosas viandas que se pueden encontrar a lo largo y ancho de Italia.

Suntuosamente vestido, acompañado por señores y damas a los que había invitado a la boda, por los jóvenes caballeros de su séquito y precedido por sonoros acordes musicales, el marqués real tomó el camino más corto hacia el pueblo del que he hablado antes. Griselda (el Cielo sabe que estaba muy lejos de pensar que toda aquella pompa fuese por su causa) se había ido al pozo en busca de agua. Regresaba a casa presurosamente, pues había llegado hasta sus oídos que el marqués pensaba casarse aquel día y esperaba poder ver algo de aquel espectáculo. «Me pondré en el portal de nuestra casa con otras chicas amigas mías, y así podré ver a la marquesa —pensó ella—; procuraré terminar el trabajo que tengo en casa lo antes posible, y así me quedará tiempo para verla si es que ella toma este camino para dirigirse al castillo.»

En el mismo momento que cruzaba la puerta, llegó el marqués y la llamó. Ella, al instante dejó el cubo del agua en el suelo de su establo para bueyes que estaba cerca del umbral de la citada puerta, cayó de rodillas y allí se quedó en esa posición con el rostro solemne, esperando, callada, a que el príncipe dijese lo que deseaba; con el semblante pensativo, el marqués se dirigió a la muchacha y le habló en un tono de suma gravedad:

—¿Dónde está vuestro padre, Griselda? —preguntó.

—Está aquí y dispuesto —replicó ella de forma humilde y reverente.

Sin perder un instante, se encaminó a buscar a su padre en el interior de la casa para llevarlo ante el marqués. Éste tomó al anciano de la mano y, llevándoselo aparte, le dijo:

Janícula, no debo, no puedo ocultar por más tiempo el deseo más ferviente de mi corazón. Si me lo concedéis, ocurra lo que ocurra, antes de marcharme me llevaré a vuestra hija para que sea mi mujer hasta que la muerte nos separe. Estoy completamente seguro de vuestra lealtad, ya que nacisteis fiel vasallo mío, y doy por sentado que aquello que a mí me complazca os complacerá a vos igualmente. Así, pues, dadme una clara respuesta a la propuesta que os acabo de hacer: ¿me aceptáis como vuestro yerno?

Desconcertado y sorprendido por esta repentina oferta, el anciano enrojeció y se quedó allí de pie temblando de pies a cabeza, con lo que apenas si le quedó voz para musitar:

—Señor, vuestros deseos son mis deseos. Jamás me interpondría en vuestro camino; vos sois mi amado príncipe: disponed este asunto exactamente como queráis.

El marqués repuso suavemente:

—Sin embargo, querría que vos y Griselda charlaseis privadamente en vuestro aposento por la razón siguiente: quiero preguntarle a ella si está dispuesta a ser mi esposa y someterse a mis deseos; y quiero que esto ocurra en presencia vuestra, pues no quiero decir nada que vos no oigáis.

Mientras ellos se hallaban en el aposento poniéndose de acuerdo (ya os lo contaré luego), la gente que se hallaba fuera se apretujó alrededor de la casa maravillándose de la forma atenta y digna de elogio con que ella cuidaba a su querido padre. Pero Griselda, no habiendo visto antes nada parecido, quizá estaba más asombrada que ellos —estaba sin habla, lo que no es de extrañar, al tener a un visitante tan importante en aquel lugar. Su cara había perdido todo su color. Ella no estaba acostumbrada a tales visitantes. Pero para proseguir la historia, esto es lo que el marqués dijo a aquella amable muchacha de buen corazón:

—Griselda, debéis entender claramente que tanto a vuestro padre como a mí nos resulta satisfactorio que yo me case con vos; supongo que estáis también bien dispuesta a ello. Pero, no obstante, debo formularos estas preguntas, ya que todo debe hacerse con tanta premura: ¿consentís, o bien os gustaría pensarlo bien? Os pregunto si estáis preparada a complacer todos mis deseos sin dilación; que yo tenga libertad de hacer lo que me parezca mejor, tanto si esto os proporciona placer o dolor; que vos nunca murmuréis o protestéis; que cuando yo diga «sí», vos no digáis «no», ni de palabra o frunciendo el ceño. Jurad esto y yo os juraré nuestra alianza, aquí y ahora.

—Señor —replicó ella perpleja por estas palabras y temblando de respeto—, no soy digna no merezco el honor que me ofrecéis; cualquier deseo vuestro es también el mío. Y aquí mismo juro que nunca, voluntariamente, os desobedeceré ni con los hechos ni de palabra, aunque ello me cueste la vida y no tengo el menor deseo de morir.

—¡Griselda mía! Con esto basta —dijo él.

Con el semblante grave caminó hacia la puerta seguido de Griselda. Entonces se dirigió al pueblo:

—Esta que está aquí a mi lado es mi esposa. Pido que todo aquel que me ame, la ame y honre también a ella. Esto es todo lo que tengo que decir.

Y para que ella no llevase al palacio nada de su anterior atavío ordenó a las mujeres que allí mismo la desnudasen. Las damas no estaban lo que se dice complacidas de tener que tocar las ropas que ella portaba. Sin embargo, vistieron a la doncella de blanca piel con los nuevos ropajes de pies a cabeza, peinando sus cabellos desgreñados y en desorden, colocando una guimalda sobre su cabeza con sus delicados dedos y cubriéndola con toda suerte de joyas. Pero ¿por qué efectuar el relato de sus adornos? Cuando ella estuvo transformada por toda esta magnificencia, la gente apenas si podía reconocerla, debido a su deslumbrante belleza.

El marqués se desposó con ella con un anillo traído a ese fin. Entonces la puso sobre un caballo blanco como la nieve de lento caminar y, sin más dilación, la escoltó hasta su palacio. Alegres multitudes salieron para aclamarla y conducirla allí; luego pasaron el resto del día en pleno jolgorio hasta la puesta del sol.

Para acelerar el relato diré que Dios favoreció a la nueva marquesa con su gracia de tal modo que parecía imposible que pudiese haber nacido y se pudiese haber criado rústicamente en alguna casucha o establo de bueyes, sino que más bien parecía haber sido educada en el palacio de su emperador. Ella llegó a ser tan amada y respetada por todos, que la gente de su aldea natal, que la habían conocido desde que nació, dificilmente hubieran creído —si no lo hubiesen sabido— que era la hija de aquel Janícula de que os hablé antes, ya que parecía una criatura totalmente distinta.

Pues aunque había sido siempre virtuosa, las cualidades de su mente, buenas por naturaleza, establecidas como estaban en el más caritativo de los corazones, pronto alcanzaron la cúspide de la perfección. Era siempre tan discreta y amable, su elocuencia tan encantadora y ella misma inspiraba tal respeto, que pudo ganarse los corazones de todo el mundo; todos los que llegaron a ver su rostro, la amaron. Su bondad adquirió renombre no sólo de la ciudad de Saluzzo, sino también en las comarcas circundantes, pues siempre que había uno que hablaba bien de ella, otro lo confirmaba. Y así la fama de su maravillosa bondad se extendió hasta que llegó un momento que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, viajaban a Saluzzo simplemente para verla.

De este modo se casó Walter, aunque humildemente —o más bien espléndidamente—, y tuvo un matrimonio honorable y lleno de buenos auspicios. Vivió cómodamente en su casa con la paz de Dios rodeándole y su fama fue grande entre la gente. Y debido a que él se había dado cuenta de que la virtud se aloja frecuentemente en los de condición humilde, la gente le tuvo por persona de gran sabiduría, que, por cierto, no abunda.

No solamente valía Griselda para todas las artes domésticas, sino que cuando la circunstancia lo requería, sabía procurar el bien general. En todo el país no hubo pelea, rencor y ofensa que ella con su sabiduría no pudiese apaciguar. Tanto si eran los nobles como si eran otros del país los que estaban enemistados, ella sabía reconciliarlos, incluso cuando su esposo se hallaba ausente. Sus dichos eran tan sabios y bien pensados, sus juicios tan equitativos, que la gente creía que había sido enviada por el Cielo para salvarles y deshacer todos los entuertos.

No mucho después del matrimonio de Griselda, ésta dio a luz a una niña. Ella hubiese preferido un hijo varón; no obstante, el marqués y el pueblo estuvieron encantados, pues la llegada de una hija en primer lugar demostraba que no era estéril, por lo que existía toda probabilidad de tener un hijo varón.

ACABA AQUÍ LA SEGUNDA PARTE Y EMPIEZA LA TERCERA.

Mientras la niña era todavía amamantada sucedió (como ocurre algunas veces) que el marqués sintió deseos de comprobar la constancia de su mujer. No podía librarse de este extraordinario deseo de probar a su esposa. Dios sabe que no había tal necesidad de ponerla en este brete, pues la había probado antes con bastante frecuencia y siempre la había encontrado pura; por lo que ¿qué necesidad había de someterla a prueba una y otra vez? Algunos pueden aplaudir el gesto por lo astuto. Por mi parte diré que no está nada bien que un hombre someta a su mujer a prueba y a angustias y temores innecesarios.

Así es cómo actuó el marqués. Una noche fue solo, con el semblante grave y el ceño fruncido, al aposento en que ella estaba y dijo:

—¡Griselda! Supongo que no habréis olvidado el día en que os rescaté de la pobreza y os llevé a vuestra alta posición actual. Solamente digo, Griselda, que no creo que la dignidad actual en la que os he colocado os haga olvidar el hecho de que os encontré en una condición misérrima. ¿Qué felicidad podíais haber buscado? Ahora fijaos bien en cada palabra que diga: no hay nadie que pueda oírnos excepto nosotros dos. Vos misma sabéis perfectamente bien cómo fue que llegasteis a esta casa, no hace mucho tiempo de ello. Ahora bien, aunque os amo y aprecio muchísimo, mis nobles no os ven de igual modo. Ellos dicen que es un escándalo y una desgracia que os deban lealtad y estén sometidos a vos, una simple pueblerina.

»Y no hay duda alguna de que hablan así, especialmente desde que nació nuestra hija. Yo, como siempre, deseo vivir con ellos en paz y tranquilidad. Dadas las circunstancias, no puedo correr riesgos. Debo librarme de nuestra hija del mejor modo que pueda (no como yo quisiera, sino como desea mi pueblo). Dios sabe que es algo que va muy en contra de mis deseos. No obstante, no haré nada sin que lo sepáis. Sin embargo, deseo que consintáis en ello. Poned ahora vuestra paciencia a prueba, tal como me jurasteis y prometisteis en vuestro pueblo el día que nos casamos.

Ella escuchó todo esto sin que se produjese la menor alteración en su rostro, voz o compostura. Según todas las apariencias, no sintió resentimiento alguno, sino que replicó:

—Mi señor, todas las cosas están a vuestra disposición. Mi hija y yo somos completamente vuestras y obedeceremos gustosamente. Lo que es vuestro, podéis conservarlo o distribuir; haced lo que queráis. Como el Cielo que es mi salvación, nada que os complazca puede desagradarme a mí, ni hay nada que desee tener o tema perder más que vos únicamente. Este es y siempre será el deseo de mi corazón. Ni el tiempo ni la muerte podrá borrarlo o desviar mi corazón de vos.

Aunque esta respuesta hizo feliz al marqués, sin embargo lo disimuló, pues, cuando se volvió para salir de la habitación, su aspecto y porte eran inexorables.

Poco tiempo después de esto —un poco más tarde tan sólo—, reveló la verdad confidencialmente a un individuo que envió a su mujer. Este hombre de confianza iba en camino de ser una especie de asistente que se había revelado fiable en asuntos de importancia. Se puede confiar en esta clase de individuos para que efectúen los trabajos sucios.

El príncipe se daba perfecta cuenta de que este oficial, al mismo tiempo que le era leal, temía su cólera. En cuanto éste entendió lo que su dueño quería, caminó rápidamente hacia el aposento de Griselda donde entró.

—Señora —dijo él—. Perdonadme si ejecuto lo que es mi deber efectuar. Vos sabéis perfectamente que las órdenes de un príncipe no pueden ser eludidas, por mucho que deban lamentarse o ser deploradas. Pero la gente debe necesariamente obedecer sus órdenes, y yo formo parte de esta gente; qué le vamos a hacer: se me ha ordenado que me lleve a esta niña.

Aquí se interrumpió, agarró brutalmente a la criatura e hizo como si fuera a matarla allí mismo. Griselda (que debía soportar todo lo que el marqués desease) permaneció sentada, callada y mansa como un cordero y dejó que el cruel asistente hiciese su trabajo.

Siniestra era la mala reputación de aquel hombre, siniestro su rostro, siniestro su hablar y siniestra la hora de su aparición. La pobre Griselda creyó que él mataría aquí y allí a la hija a la que amaba tan tiemamente; sin embargo, no lloró ni suspiró, sino que se sometió voluntariamente al deseo del marqués. Al cabo, sin embargo, habló. Humildemente rogó al asistente que tuviese el buen corazón de permitirle que besase a su hija antes de que muriese. Su cara estaba llena de pesar cuando apretó a la criaturita contra su pecho. La meció en sus brazos y la besó; entonces hizo la señal de la cruz, diciendo con su voz dulce:

—Adiós, hija mía; nunca te volveré a ver; pero te he persignado. Que Nuestro Señor en el Cielo, que murió por nosotros en la cruz de la madera, te bendiga. Hijita mía, confio tu alma a su cuidado, pues esta noche morirás por causa mía.

Incluso para su nodriza, lo juro, aquel panorama hubiese resultado insoportable; con cuánta mayor razón tenía excusa una madre para llorar. Pero, sin embargo, ella permaneció firme e impasible, soportando toda aquella desgracia, y dijo dulcemente al oficial:

—Volved a coger a la doncellita. Ahora id a cumplid la orden de vuestro señor, pero permitidme que os pida un favor: a menos que vuestro señor os lo haya prohibido, enterrad este pequeño cuerpo en algún lugar en el que los pájaros y los animales salvajes no puedan despedazarlo.

A esta petición el asistente no respondió palabra, sino que recogió a la niña y se marchó.

El asistente volvió a donde estaba su señor y le dio cuenta breve, pero completamente, de todas las palabras y comportamiento de Griselda y puso en sus brazos a su amada hijita. El príncipe parecía tener algunos remordimientos; pero, no obstante, persistió en su propósito, como suelen hacer los príncipes cuando quieren salirse con la suya. Pidió a aquel sujeto que se llevase a la niña secretamente, que la envolviese con sumo cuidado para que pudiese ser transportada en una caja o bien abrigada, advirtiendo que, a menos que quisiera morir decapitado, nadie debía conocer lo que se proponía, ni de dónde venía ni adónde iba.

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