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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (33 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Habiendo dado cuenta de lo expuesto, el caballero salió sobre su caballo del salón y desmontó. Su caballo quedó inmóvil en el patio, brillando como el sol. Luego el caballero fue conducido hasta su cámara, se despojó de las armas y tomó asiento en el banquete.

Los regalos —es decir, la espada y el espejo— fueron llevados inmediatamente, con toda pompa, hasta la alta torre por oficiales especialmente nombrados para este fin, mientras que el anillo fue llevado ceremoniosamente a Canace, que estaba sentada en la mesa principal. En cuanto al caballo de latón —y esto es realidad, no fábula—, no pudo ser retirado de donde estaba, como si estuviese pegado al suelo con cola. Nadie lo pudo ni tan sólo mover del sitio, incluso ni con la ayuda de polea y cabrestante, por la simple razón de que nadie sabía cómo funcionaba. Por ello tuvieron que dejarlo allí hasta que el caballero les mostró cómo moverlo, cosa que vais a oír dentro de un momento.

Una gran multitud se agolpó de aquí y de allí para contemplar el inmóvil caballo. Era tan alto, ancho y largo y tan bien proporcionado y fuerte como un corcel lombardo; más que eso, tenía una mirada tan rápida y tenía tanto de corcel que hubiera podido ser un caballo de carreras de la Apulia. Todos estuvieron de acuerdo en que era perfecto desde la cabeza hasta la cola y que no podía ser mejorado ni por la Naturaleza. Pero lo que les maravillaba más era cómo podía marchar, siendo como era de latón; cuestión de magia, pensaron.

Cada uno tenía una noción diferente de la cuestión: había tantas ideas como cabezas. Murmuraban como si fuesen un enjambre de abejas, forjando teorías de acuerdo con sus fantasías; citaron a los poetas antiguos y dijeron que era como Pegaso, el caballo volador, o quizá el caballo de Sinón, el griego, que llevó a Troya a la destrucción, según puede leerse en las viejas crónicas. Decía uno:

—El temor no ceja de embargar mi corazón, pues estoy seguro que en sus entrañas hay hombres annados que tienen la intención de ocupar la ciudad. Lo mejor sería que mirásemos en su interior.

Otro susurraba en voz baja a un amigo suyo:

—Está equivocado: se parece más a una de esas ilusiones mágicas que los juglares practican en los grandes banquetes. Así discutían, comentando sus diversas aprensiones, siempre dispuestos a interpretar las cosas de la peor forma, como suelen hacerlo las personas de poca instrucción cuando expresan su opinión sobre asuntos demasiado sutiles para que su ignorancia pueda comprenderlos.

Algunos se preguntaban cómo era que podían verse maravillas en el espejo que había sido llevado a la torre principal. Otro tenía la respuesta diciendo que podría muy bien haber una explicación natural y que funcionaba mediante una disposición conveniente de ángulos y de reflejos ingeniosamente combinados. «Hubo uno así en Roma», señaló.

Fueron mencionados Alhacén, Vitello
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y Aristóteles, pues, como todos los que han leído sus obras, durante su vida escribieron sobre curiosos espejos y la ciencia de la óptica.

Sin embargo, otros se maravillaban de aquella espada que podía atravesarlo todo. Empezaron comentando la maravillosa lanza del rey Telefo
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y de Aquiles, que podía tanto herir como curar, exactamente igual como la espada de la que acabáis de oír hablar. Se debatieron los distintos métodos de templar el acero y cómo y cuándo debe hacerse el templado, todo lo cual, al menos para mí, es un misterio.

Luego comentaron sobre el anillo de Canace. Todos estaban de acuerdo en que jamás habían oído hablar de algo tan maravilloso hecho por manos de orfebres, excepto que Moisés y el rey Salomón también tenían fama de ser diestros en el arte de la orfebrería
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. Así hablaba la gente, formando pequeños grupos. Algunos, no obstante, señalaron que era notable que el cristal fuese fabricado partiendo de cenizas de helechos y que no obstante no tuviese parecido con la ceniza de esta planta; pero como sea que esto se conoce desde hace mucho tiempo, la gente dejó de hablar y de maravillarse por ello. Muchos especularon, con la misma seriedad, sobre la causa del trueno, de la pleamar y bajamar, de la niebla, de la composición de los hilos de la telaraña y de toda clase de cosas, hasta que supieron las respuestas. Así charlaron y discutieron hasta que el rey se alzó de la mesa presidencial.

Febo había dejado ya la décima mansión al mediodía; la bestia real, el noble Leo, con la estrella Aldirán
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entre sus zarpas, estaba todavía ascendiendo, con lo que ya pasaban dos horas desde el mediodía, cuando el rey tártaro Gengis-kan se alzó de la mesa donde había estado comiendo con toda pompa.

Unos sonoros acordes musicales le precedieron hasta que llegó al salón de las audiencias donde varios instrumentos musicales sonaban en celestial armonía. Entonces los adoradores de la alegre Venus empezaron a danzar, pues su señora se hallaba en su exaltación en Piscis y les contemplaba complacida.

Cuando el noble rey estuvo sentado en su trono, el caballero forastero fue traído inmediatamente a su presencia. Fue él quien condujo a Canace a la danza. Aquí todo era alegría y jolgorio, como ningún perro bobo puede soñar; es preciso un hombre que conozca bien el amor y su servidumbre —alguna persona tan lozana como Mayo— para poderos describir el espectáculo.

¿Quién podría describir su exótico estilo de bailar, sus hermosos rostros, sus miradas al desgaire, sus disimulos para que no se percatasen los celosos? Nadie podría, salvo Lancelote, y éste está ahora muerto. Por tanto, pasaré por alto esta alegría y jarana y no diré más; pero dejémosles en su jolgorio hasta la hora de la cena.

La música sonaba. El mayordomo ordenó que se sirviera el vino y las especies con celeridad. Los mozos y escuderos corrieron a cumplir la orden. Pronto regresaron con los que habían ido a buscar, y todos comieron y bebieron. Y cuando todo esto terminó se dirigieron al templo como convenía y era propio. ¿Qué necesidad hay de describir los manjares? Todos saben muy bien que en un banquete real hay abundancia de todo para todos, sean de alto rango o de baja estofa. Además suelen abundar platos exquisitos, mucho más de los que yo conozco.

Cuando la cena hubo terminado, el noble rey, acompañado por todo un séquito de señores y damas, se fue a ver el caballo de latón. Se admiró más a este reluciente caballo que en el sitio de Troya, donde un corcel fue también objeto de admiración. Al final el rey preguntó al caballero acerca de la fuerza y posibilidades del mismo y le rogó que le explicase cómo se le controlaba.

Cuando el caballero puso mano a las riendas, el caballo inmediatamente empezó a brincar y a retozar.

—No hay dificultad en ello, sire —dijo él—. Cuando deseéis dirigiros con él a cualquier parte, no tenéis más que retorcer un alambre que está fijado dentro de su oreja. Ya os diré cuál cuando estemos solos. También debéis decirle el nombre del lugar o país al que queráis dirigros. Cuando lleguéis al punto en que queráis deteneros, le decís que descienda y torcéis otro alambre, pues así es como funciona todo su mecanismo; entonces os obedecerá y descenderá. Y allí permanecerá quieto en el lugar como si le hubiesen salido raíces, sin que nadie en la tierra pueda llevárselo o moverlo de sitio. Ahora bien, si deseáis que se vaya, torced este alambre y, al instante, desaparecerá de la vista de todos; pero volverá en el momento que decidáis llamarle para que regrese, sea de día o de noche. Luego os lo mostraré, cuando estemos los dos solos. Montad en él para ir a donde queráis; esto es todo lo que tenéis que hacer.

Habiendo captado perfectamente el principio de funcionamiento del artefacto tal como le había comunicado el caballero, el noble y valiente Gengis-kan regresó complacido a sus jolgorios. La brida fue llevada a la torre y guardada junto a sus más preciadas y valiosas joyas, al mismo tiempo que el caballo desapareció de la vista (cómo, no sé). Y esto es todo lo que conseguiréis de mí. Ahora dejaré a Gengis-kan agasajando a sus nobles con festejos y jarana hasta casi el amanecer.

TERMINA LA PRIMERA PARTE Y EMPIEZA LA SEGUNDA.

El sueño, que cuida de la digestión, les hizo un guiño y les dio un aviso: beber mucho y hacer ejercicio exige descanso. Bostezando les besó, diciéndoles que era tiempo de acostarse porque era la hora en que el humor caliente y húmedo de la sangre tiene la supremacía:

—Vigilad vuestra sangre; es amiga de la Naturaleza —afirmó él.

También bostezando y de dos en dos o de tres en tres le dieron las gracias y todos empezaron a retirarse a descansar como el sueño les exigía. Todos sabía que era para su bien.

Sus sueños no van a ser contados, en lo que a mí se refiere, pues sus cabezas estaban repletas de los vapores de la bebida y, por consiguiente, no tenían significado especial. Muchos de ellos durmieron hasta tarde, excepto Canace; como muchas mujeres, era muy dada a la templanza y se había despedido de su padre para irse a la cama temprano aquella noche. No quería que se la viese pálida y fatigada por la mañana, por lo que tuvo su primer sueño y luego despertó. Tanto el espejo mágico como el anillo habían alegrado su corazón de tal modo que, no menos de dos veces, le subieron y perdió los colores. El espejo le había impresionado tanto, que ella soñó con él mientras dormía. Por lo que antes de que el sol se hubiese alzado en el firmamento, llamó a su dueña y le dijo que deseaba levantarse. La dueña, preguntona como suelen serlo las mujeres viejas, repuso enseguida:

—¿Adónde diablos queréis ir a esta hora tan temprana, señora, cuando todos están dormidos?

—Deseo levantarme y salir a dar un paseo, pues no quiero dormir ya más —replicó ella.

Su dueña convocó a un gran número de mujeres del séquito, y unas diez o doce de ellas saltaron de la cama. Entonces también se levantó la propia Canace, tan lozana y fresca como una rosa o como el sol recién estrenado que, a la hora en que ella estaba ya lista, no se alzaba más de cuatro grados por encima del horizonte. Ella caminó con andar pausado, vestida ligeramente como convenía para tener libertad de movimientos y a la dulce y agradable estación del año. Sin más acompañamiento en su séquito que cinco o seis damas, fue por un sendero atravesando el parque por donde había árboles.

La neblina que se levantaba del suelo hacía que el sol apareciese enorme y rubicundo; sin embargo, la escena era tan hermosa que deleitaba sus corazones, tanto por la temprana mañana como por la estación del año y el cantar de los pájaros. Pues, por sus canciones, entendió enseguida lo que ellos querían decir y cuáles eran sus sentimientos.

Si uno retrasa el llegar al objeto del relato hasta que el interés de todos los que escuchan se ha enfriado, cuanto más se extienda, tanto mejor sabor tendrá su prolijidad. Por dicha razón, me parece a mí que ya es hora que condescienda en abordar el objeto del cuento y hacer que termine el paseo de Canace.

Mientras ella transitaba plácida y perezosamente, pasó junto a un árbol seco, blanco como si fuese de yeso; encima de él, en la parte más alta, se hallaba posado un halcón hembra llorando con tal compunción, que todo el bosquecillo resonaba con su lamento. Había batido sus alas tan sin piedad contra sí misma, que su roja sangre resbalaba tronco abajo del árbol en que se encontraba. Continuamente emitía agudos chillidos y lamentos, mientras se clavaba el pico sobre el cuerpo, gimiendo con tal fuerza que ningún tigre, ni bestia cruel de las que habitan los bosques, hubiera dejado de conmoverse y llorar si pudiesen hacerlo. ¡Ah, si yo supiese describir bien a los halcones! Pues ningún hombre vivo jamás ha oído hablar de uno de más hermoso plumaje, nobleza de forma y otros atributos, dignos de notar. Dicha hembra parecía ser un halcón peregrino procedente de algún país extranjero. De vez en cuando desfallecía por falta de sangre, hasta que llegó un momento en que estuvo a punto de caer desplomada del árbol.

Como sea que la encantadora princesa Canace llevaba puesto en su dedo el anillo mágico que le permitía entender perfectamente el lenguaje de cada ave y poderle responder en su propia lengua, pudo entender todo lo que el halcón hembra estaba diciendo; y tanta compasión le dio, que la princesa estuvo a punto de caerse muerta. Ella apresuró sus pasos hacia el árbol. Mirando compasivamente el halcón, extendió su regazo, pues era evidente que el halcón se desplomaría la próxima vez que, por falta de sangre, desfalleciese. La princesa estuvo largo tiempo de pie contemplando al halcón, hasta que finalmente le habló con estas palabras:

—¿Cuál es la causa, si puede saberse, de que estés sufriendo este tormento infernal? —dijo ella al halcón, que se hallaba por encima de su cabeza—. ¿Es de duelo por una muerte o es por la pérdida de un amor? Pues estas dos cosas son, según creo, la causa de la mayoría de las penas que afligen a un noble corazón. Otro tipo de desgracias no vale la pena mencionarlas. Veo que te estás infligiendo castigo a ti misma, lo cual demuestra que tu cruel agonía es causada o por la amargura o por el desespero, ya que no veo que nadie quiera cazarte.

»Por favor, ten compasión de ti misma por el amor de Dios, o, si no, dime cómo puedo ayudarte. En ninguna parte del mundo he visto yo pájaro o bestia maltratarse a sí mismo con tal saña. Siento tal compasión por ti, que realmente tu pena me está matando. Por amor de Dios, baja del árbol. Soy realmente hija de un rey, y cuando sepa la verdadera causa de tu aflicción, la solucionaré antes de que termine el día, si es que está en mi mano, pues seguramente el gran Dios de la Naturaleza me prestará ayuda. Además encontraré muchas hierbas que curarán rápidamente tus heridas.

Al oír esto, el halcón chilló todavía más lastimosamente que antes y de repente cayó al suelo como en mortal desmayo, pues quedó inmóvil en el suelo. Canace colocó al halcón hembra en su regazo hasta que empezó a recobrar el conocimiento. Cuando el halcón hembra se recuperó del desvanecimiento, dijo algo como esto en el lenguaje de los halcones.

—La compasión surge rápidamente de los nobles corazones que sienten los agudos aguijonazos que sufren otros como en su propia carne; eso es algo que se demuestra cada día, tanto en los libros como en la vida real, pues un noble corazón declara su nobleza. Hermosa Canace, veo claramente que sientes compasión por mi desasosiego debido a la ternura de corazón femenino que la Naturaleza ha implantado en tu carácter. Sin esperanza alguna de mejorar mi situación, pero solamente para obedecer a tu generoso corazón y para que otros tomen aviso de mi caso —de la misma forma que un león se acobarda si ve cómo se pega a un perro ante él—, por esa razón y con ese objeto te contaré mis penas antes de irme, ahora que tengo tiempo y ocasión.

BOOK: Cuentos de Canterbury
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