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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (34 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Y así, mientras una contaba sus penas, la otra lloraba con tal desconsuelo como si quisiese deshacerse en lágrimas, hasta que el halcón le suplicó que parase de llorar y, con un suspiro, empezó su relato como sigue:

—Yo nací —¡oh, día desgraciado!— en una roca de mármol gris y fui cuidada con tal ternura, que nada me causó trastorno; y no supe lo que significaba la adversidad hasta que pude elevarme muy alto bajo el firmamento. Cerca de mí vivía un halcón peregrino macho que parecía la nobleza personificada; aunque estaba lleno de perfidia y traición, se envolvía de modales modestos, del color de la honradez, de una gran atención y deseo de complacer, hasta tal punto que nadie hubiese podido pensar que todo era simulación: tan a fondo había teñido la tela con estos falsos colores. De la misma forma que una serpiente se esconde entre las flores esperando el momento de atacar, igual hizo este hipócrita, éste no va más de los enamorados, siendo exageradamente galante y cortés, manteniendo la apariencia de atención que suele acompañar a un noble amor. Y de la misma manera que un sepulcro es hermoso por encima, mientras que se sabe que abajo hay un cadáver descomponiéndose, igual era este hipócrita: ardiente por fuera y glacial por dentro. Y llevó su perfidia hasta tal extremo que, a menos de que fuese el diablo en persona, nadie sabía lo que pretendía conseguir.

»El lloró y lamentó durante tanto tiempo y durante tantos años simuló adorarme que, creyendo en sus promesas y juramentos, mi corazón, demasiado tierno y alocado (completamente inocente de su consumada maldad, temiendo que él pudiese morir, pues me pareció que esto podía muy bien suceder), le concedió su amor bajo la condición de que mi honra y mi buen nombre se mantuviesen siempre inviolados, tanto en público como en privado.

»En otras palabras, como parecía digno, le entregué toda mi alma y mi corazón —si no, Dios sabe y él también sabe que nunca se los hubiese entregado—, y cambié mi corazón por el suyo para toda la eternidad. Pero hay un viejo proverbio que dice verdad: "Un hombre honrado y un ladrón nunca pueden pensar igual."

»Por tanto, cuando él vio que las cosas habían llegado tan lejos y que yo le daba todo mi cariño tal como he descrito y le rendí mi fiel corazón con tanta entrega como él me juró que me había dado el suyo, entonces, lleno de duplicidad, este tigre cayó de rodillas ante mí con suprema humilde devoción y profunda reverencia. En aspecto y conducta tan propio de un enamorado sincero, tan encantado estaba, según parece, que nunca, ni Jasón ni París, el troyano. ¿Dije antes Jasón? De verdad ningún hombre desde Lamech que, como se ha escrito, fue el primero en amar a dos mujeres, nunca nadie, desde que nació el primer hombre, podría haber imitado ni una millonésima parte de su destreza en engaños y supercherías o hubiese sido digno de desatar los cordones de su zapato, allí donde la doblez y la simulación reinan (de tal forma hubiese agradecido algo a una criatura viviente, como me dio las gracias a mí).

»Ninguna mujer, por prudente que fuese, hubiese podido resistir sus gracias celestiales, tan bien educado y respetuoso era tanto en conversación como en porte. Y así fue como le amé por su deferencia y la honradez que creí anidada en su corazón, de tal forma, que la cosa más pequeña capaz de causarle pena sabía que me haría sentir que la muerte hacía presa de mi corazón. Para abreviar, las cosas llegaron tan lejos, que mi voluntad se convirtió en instrumento de la suya (quiero decir que en todo lo que permitían los límites del decoro y de mi honra obedecí su voluntad: Dios sabe que a nadie amé tanto ni a nadie podré amar así).

»El que yo sólo imaginase cosas buenas de él duró un año, quizá dos o más. Pero al final eso fue lo que ocurrió: la Fortuna quiso que él se marchase del lugar en el que yo vivía. No hace falta decir el dolor que esto me causó; no puedo ni empezar a describirlo; pero una cosa sí diré: me demostró en qué consiste la condena a muerte, tal fue el tormento que sufrí al verle marchar. Así que un día se despidió de mí y con tales muestras de pena, que cuando yo le oí hablar y vi cómo había cambiado su color, realmente supuse que sentía tanto dolor como yo. Sin embargo, creí que era fiel y que realmente volvería de nuevo después de un tiempo; había también razones de honor, como a menudo sucede, que le forzaban a marchar; por lo que hice una virtud de la necesidad y me lo tomé bien, viendo que no había más remedio. Ocultando mi pena de él lo mejor que pude, le tomé la mano y juré por San Juan: "Ved, soy toda vuestra; sed para mí como yo he sido y seguiré siendo eternamente para vos."

»No es preciso que repita lo que me dijo por respuesta. ¿Quién sabía hablar mejor que él o comportarse peor? Él podía hablar con elocuencia y no hacer nada. "Quien cena con el diablo necesita una cuchara larga", o así he oído decir. Por lo que al fin tuvo que partir y marchó a donde tenía que ir. Cuando decidió detenerse, me imagino que tenía este adagio en mente: "Todo goza cuando vuelve a su natural inclinación" (o, por lo menos, así creo que reza). Los hombres sienten una tendencia natural hacia la novedad, al igual que los pájaros enjaulados que una alimenta. Pues aunque les cuidéis de día y de noche, poniendo en su jaula paja de la más fina, de la que parece seda, y les deis azúcar, miel y pan, su hambre por la novedad es tal, que en el momento que la puerta está abierta, volcarán la tacita con sus patitas y se irán volando al bosque a nutrirse de gusanos; tienen un amor natural por lo nuevo, y ninguna nobleza de sangre impedirá que se vayan.

»Así sucedió con este halcón macho, ¡maldito sea el día! De cuna noble, animoso, alegre, guapo, modesto y generoso como era, un día vio a un milano hembra y de repente se enamoró perdidamente de ella, con lo que su amor por mí terminó en seco. Así, de este modo, quebró su palabra, y así mi amor se convirtió en adorador del milano y me ha olvidado para siempre sin remedio.

Y habiendo dicho estas palabras, el halcón hembra dio un grito y se desmayó nuevamente sobre el pecho de Canace. Grande fue la pena de Canace y de todas las mujeres [de su séquito] por las desgracias del halcón; no sabía cómo consolar al animal. Pero Canace se la llevó a casa en su regazo y con todo cuidado la vendó y enyesó donde se había hecho daño en el pico. Todo lo que Canace pudo hacer ahora fue cavar en tierra para encontrar hierbas medicinales y preparar nuevos ungüentos para curar al halcón, mediante hierbas raras y multicolores. Se ocupó de ello con todas sus fuerzas de noche y de día. A la cabecera de su propia cama dispuso un receptáculo para el halcón cubriéndolo de terciopelo azul, pues el azul representa la fidelidad propia de las mujeres, pero lo pintó de verde por fuera, con representaciones de todos los pájaros infieles, tales como los herrerillos, halcones machos y lechuzas; mientras que a su lado, para burla, se pintaron urracas gruñéndolas.

Ahora dejaré a Canace cuidando a su halcón, y de momento no diré nada más sobre su anillo hasta que llegue el momento de relatar cómo el halcón hembra consiguió superar el amor de su enamorado —arrepentido según la historia— por la mediación del hijo del rey, Cambalo, de quien ya os he hablado. Desde este momento, en mi cuento os hablaré de aventuras y de batallas y de maravillas más grandes de las que jamás hayáis oído. Primero os hablaré de Gengiskan, que capturó tantas ciudades de su época [de reinado]; luego os explicaré cómo Algarsif ganó a Teodora por esposa.

Estuvo muchas veces en peligro por ella, de no haber tenido la ayuda del caballo de latón. Y después de ello os hablaré de otro Cambalo que peleó en liza con los dos hermanos para conseguir a Canace, lo que al fin logró. Pero ahora volveré a donde dejé la historia.

TERMINA LA SEGUNDA PARTE Y COMIENZA LA TERCERA.

Apolo había subido tan alto con su carro, que entró en la mansión de Mercurio, el astuto dios…
[268]

(
Aquí, Chaucer dejó el relato inconcluso
)

Lo que el terrateniente dijo al escudero y el anfitrión al primero

Escudero, palabra de honor de que habéis cumplido perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento —dijo el terrateniente—. Considerando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación.

Tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad! que preferiría tener a un hombre de criterio como vos que poseer veinte libras de valor en tierras, aunque ahora mismo me las diesen aquí. ¿De qué sirve tener posesiones si un hombre carece de conocimientos? Bastantes veces he reprendido a mi hijo, y veo que no tiene ningún interés en estas cosas: todo lo que hace es jugar a los dados, tirar el dinero por ahí y perder lo que tiene. Y antes prefiere hablar con un joven servidor que sostener una conversación con algún caballero del que pueda aprender verdaderos buenos modales…

—¡Un pimiento vuestros buenos modales! —exclamó nuestro anfitrión—. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Por favor, sabéis perfectamente que cada uno de los presentes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere quebrantar su promesa.

—Ya me doy cuenta de ello, señor —repuso el terrateniente—; pero, por favor, no penséis mal de mí si cruzo unas palabras con este joven.

—Ni una palabra más —le replicó el anfitrión—. Empezad vuestra historia.

—Con mucho gusto, señor anfitrión —contestó él—. Me inclino ante vuestra voluntad, por lo que escuchad lo que voy a contar. Hasta donde alcanzan mis luces, no me opondré a vos en ningún sentido. Ruego a Dios que os complazca, pues si [mi cuento] os gusta, ya me sentiré satisfecho.

Prologo del terrateniente

En su tiempo, el noble pueblo de los bretones
[269]
solía componer trovas de todo tipo de aventuras, versificadas en su primitiva lengua bretona. Y, o bien cantaban dichas baladas acompañadas de instrumentos musicales, o las leían para su propio solaz. Ahora mismo me acuerdo de una que tendré mucho gusto en relatársela lo mejor que pueda y sepa.

Pero, caballeros, debo advertiros que soy un individuo sencillo, por lo que debo pediros, antes de empezar, que me perdonéis por mi estilo casero. Ciertamente no he estudiado nunca el arte de la retórica, por lo que todo lo que diga será claro y simple.

Nunca he dormido en el monte Parnaso
[270]
ni he estudiado a Marco Tulio Cicerón. No sufráis error. Yo ignoro todos los trucos retóricos para dar colorido al lenguaje (los únicos colores que conozco son los que se ven en el campo, con los que la gente fabrica tintes o pinturas). Los colores de la retónca me son demasiado dificiles; mi corazón no tiene ninguna predilección para este tipo de cosas. Pero, si lo deseáis, oíd mi cuento.

El cuento del terrateniente

En Armónca, como se llamaba Bretaña entonces, vivía un caballero que amaba a una dama a la que servía lo mejor que sabía. Antes de conseguirla, realizó una serie de tareas y emprendió grandes cosas. Pues, señores, ella era la más hermosa de las mujeres bajo el sol. Además, pertenecía a una familia tan encumbrada, que el caballero apenas si se atrevía a revelarle toda su pena, sufrimientos y ansias. Pero al final, gracias a su valía y especialmente a sus múltiples y humildes atenciones, ella se apiadó de su sufrimiento y tácitamente consintió en tomarle por esposo y dueño (es decir, con esta especie de dominio que los hombres tienen sobre sus esposas). Y con el fin de vivir juntos más felizmente, él voluntariamente juró por su fe de caballero que mientras viviese, nunca ejercitaría su autoridad en contra de los deseos de ella, ni mostraría celos, sino que la obedecería y cumpliría sus deseos en todas las cosas como lo haría cualquier enamorado con su dama. Sin embargo, para mantener el honor de su condición de marido, él, en apariencia, seguiría siendo el dueño.

Ella le dio las gracias y le dijo con gran humildad: —Señor, ya que con vuestra magnanimidad me ofrecéis unas riendas tan sueltas, ojalá Dios permita que jamás haya disputa o desacuerdo entre los dos por culpa mía. Aquí, pues, señor, os doy mi palabra de honor: seré vuestra esposa humilde y fiel hasta la muerte.

Por lo que ambos vivieron juntos en paz y sosiego.

Pues, caballeros, hay una cosa que puedo afirmar con toda seguridad: los enamorados que desean vivir juntos por cualquier periodo de tiempo, deben someterse el uno al otro. El amor no debe ser limitado por el dominio. Cuando aparece el dominio, el dios del Amor despliega sus alas y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece. El amor es una cosa tan libre como el espíritu.

Las mujeres, por su propia naturaleza, ansían y anhelan la libertad; no desean verse como esclavas, y, si no me equivoco, los hombres tienen idéntico modo de pensar. En amor tiene la ventaja el que es más paciente. La paciencia es, en verdad, una virtud soberana, pues, de acuerdo con los estudiosos, conquista allí donde la severidad no consigue nada en absoluto. No se debe reprender o gruñir a cada palabra áspera. Aprended a tolerar, o tendréis que aprenderlo a la fuerza; lo juro, tanto si lo queréis como si no, pues no hay nadie en todo el mundo que no se porte mal en alguna ocasión. La ira, las enfermedades, la influencia de las estrellas, el vino, la pena o un cambio de humor provocan muy a menudo que uno haga o diga lo que no debiera. No se debe tomar venganza por cada entuerto. Todo el mundo sabe cómo tener dominio sobre sí, debe practicar el refrenarse, según las circunstancias. Y, por tanto, para poder vivir en armonía, este juicioso y digno caballero prometió paciencia mientras ella le prometía con la máxima sinceridad que jamás se encontraría en falta.

Aquí puede verse un convenio modesto y sensato. Ella le tomaba por servidor y dueño (en amor, su servidor; pero su dueño, en el matrimonio). De este modo él era a la vez dueño y sirviente. No, no sirviente, sino con dominio superior, ya que él tenía tanto a su dama como a su amor. Ciertamente ella era su dama, pero también su esposa; y esto de acuerdo con la ley del amor.

Habiendo alcanzado esta felicidad, se marchó a su casa con su esposa a vivir en su propia tierra, no lejos de la punta o cabo Penmarch, donde tenía su residencia, y allí vivió en plena felicidad y goce. ¿Quién, si no es un marido, puede relatar la alegría, la tranquilidad y la comodidad que comparten un marido y su mujer? Este estado feliz duró más de un año, hasta que este caballero del que hablo (su nombre era Arveragus de Caerrud) decidió ir a vivir un par de años a Inglaterra —que también se llamaba Bretaña— en busca de honores y nombradía en hechos de armas, pues todo su corazón estaba puesto en tales hazañas. Allí, dice el libro, vivió durante dos años.

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