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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (21 page)

BOOK: Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco
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La medianoche llegó y pasó. Irma ya no se tenía de pie y el profesor la llevó hasta el sillón dejándola caer sin demasiada delicadeza.

«¿Seguro que no estás cansado todavía ?», preguntó bostezando a Sigmund.

«Ni pizca. Es muy extraño; a estas horas suelo estar profundamente dormido.»

«¿Te sientes bien?»

«Mejor que nunca.»

El profesor bostezó ampliamente otra vez. Murmuró algo así como: «Debería haber tomado un poco yo también», y se desplomó en una butaca.

«Danos una voz», dijo adormilado, «si sientes algo anormal. No tiene sentido que nos quedemos levantados más tiempo.» Un momento después Sigmund, todavía un tanto confuso, era la única persona consciente en la habitación.

Leyó una docena de ejemplares de
Punch
, todos con una etiqueta que decía: «No debe llevarse fuera de la sala común», hasta las 2 de la madrugada. A las 4 había acabado con todos los números del
Saturday Evening Post
. Se distrajo con un montoncito de
New Yorkers
hasta las 5, y a esta hora tuvo un golpe de suerte. Una dieta exclusiva de caviar pronto se hace monótona, y a Sigmund le encantó descubrir un volumen, un tanto fláccido y muy manoseado, titulado «La rubia complaciente». Esto le absorbió completamente hasta el amanecer, momento en que el tío Hymie se desperezó convulsivamente, saltó de la butaca, despertó a Irma con una palmada bien dirigida, y volcó toda su atención sobre Sigmund.

«Bueno, hijo mío», dijo en un tono tan animado que inmediatamente despertó las sospechas de Sigmund, «esto es lo que querías. Has pasado la noche sin roncar, ¿no es así?»

«No he roncado», admitió, «pero tampoco he dormido.» «¿Pero estás completamente despierto?» «Sí… no entiendo absolutamente nada.» El tío Hymie e Irma se miraron con aire triunfal. «Vas a hacer historia, Sigmund», dijo el profesor. «Eres el primer hombre que puede sobrevivir sin necesidad de dormir.» De esta forma le comunicaron la noticia al cobaya humano, atónito pero todavía no indignado.

—Me imagino —prosiguió Harry Purvis—, que a muchos de vosotros os gustaría conocer los detalles del descubrimiento del tío Hymie. Pero yo no los conozco y si los supiera, serían demasiado técnicos para contarlos aquí. Simplemente añadiré, ya que veo algunas expresiones que un hombre menos confiado que yo calificaría de escépticas, que no existe nada verdaderamente extraordinario en este asunto. La necesidad de dormir es un factor muy variable. Por ejemplo, Edison no necesitó más que dos o tres horas de sueño a lo largo de toda su vida. Es cierto que los seres humanos no pueden pasarse sin dormir indefinidamente, pero algunos animales sí, por lo que podemos concluir que no constituye un elemento fundamental del metabolismo.

—¿
Qué
animales son ésos ? —preguntó alguien, no tanto por escepticismo como por curiosidad.

—Este… ¡ah, ya!… los peces que viven a gran profundidad, más allá de la plataforma continental. Si durmieran, serían atacados por otros peces o perderían el equilibrio y caerían al fondo. No les queda más remedio que mantenerse despiertos toda la vida.

(Dicho sea de paso, aún estoy tratando de averiguar si esta afirmación de Harry es cierta. Nunca le he cazado en un error en cuanto se refiere a datos científicos, aunque un par de veces haya tenido que concederle el beneficio de la duda. Pero volvamos al tío Hymie.)

—Sigmund tardó un poco —prosiguió Harry— en tomar conciencia de su situación. Los comentarios entusiastas de su tío, glorificando las maravillosas posibilidades a su alcance por haberse liberado de la tiranía del sueño, le impedían concentrarse en el auténtico problema. Pero, por fin, fue capaz de formular la pregunta que le había estado preocupando: «¿Cuánto tiempo durará esta situación?»

El profesor e Irma se miraron. Entonces el tío Hymie tosió nerviosamente y replicó: «No estamos seguros todavía. Tendremos que averiguarlo. Es muy probable que el efecto sea permanente».

«¿Quieres decir que no podré dormir jamás?».

«No es que “no podrás”, sino que “no querrás”. De todas formas podría ingeniármelas para invertir el proceso, si es que estás tan ansioso. Pero costaría mucho dinero.»

Sigmund salió precipitadamente, con la promesa de mantenerse en contacto e informarle de sus progresos diarios. Estaba aún muy confundido, pero pensó que lo más importante era encontrar a su mujer y convencerla de que no volvería a roncar.

Ella estaba más que dispuesta a creerle, y tuvieron un encuentro emocionante. Pero en la madrugada del siguiente día, se aburrió terriblemente, tumbado en la cama sin nadie con quién hablar, y Sigmund salió de puntillas de la habitación en la que dormía su mujer. Su situación empezó a aparecer claramente ante él; ¿qué demonios podía hacer con esas ocho horas más de vigilia que le habían concedido como un regalo no deseado?

Se podría pensar que Sigmund tenía una maravillosa oportunidad —o al menos una oportunidad sin precedentes— para llevar una vida más satisfactoria; podría adquirir el conocimiento y cultura que a todos nos gustaría poseer, si tuviéramos tiempo. Podría leer todos los clásicos que son simplemente nombres para la mayoría de la gente, podría estudiar arte, música o filosofía, llenar su mente con los mejores tesoros del intelecto humano. Probablemente, muchos de vosotros le envidiaríais.

Pero no sucedió así. Es un hecho comprobado que incluso las mentes más poderosas necesitan descanso, y no son capaces de dedicarse a asuntos serios por tiempo indefinido. Es cierto que Sigmund no necesitaba dormir, pero necesitaba algún tipo de entretenimiento durante las largas y vacías horas de oscuridad.

Pronto descubrió que la civilización no estaba pensada para cubrir las necesidades de un hombre sin sueño. Si al menos viviera en París o Nueva York, pero en Londres prácticamente todo se cierra a las once de la noche; sólo unas cuantas cafeterías permanecen abiertas hasta la medianoche, y a la una… bueno, mientras menos se diga sobre los establecimientos que aún funcionan a esas horas, mejor.

Al principio, cuando todavía hacía buen tiempo, mataba las horas dando largos paseos, pero tras varios tropiezos con policías demasiado inquisitivos y escépticos, se dio por vencido. Cogió el coche y condujo por todo Londres de madrugada, y descubrió lugares extraños, cuya existencia ni siquiera había sospechado. Pronto conoció de vista a muchos vigilantes nocturnos, porteros de Covent Garden y lecheros, así como a periodistas de la calle Fleet e impresores que realizaban su trabajo mientras el resto del mundo dormía. Pero como Sigmund no pertenecía al tipo de persona que se interesa por sus semejantes, la diversión desapareció pronto y se encontró de nuevo con sus limitados recursos.

Su mujer, como era de esperar, no estaba contenta con sus vagabundeos nocturnos. Le había contado toda la historia, y aunque a ella le resultó difícil de creer, se vio forzada a aceptar la evidencia. Sin embargo, prefería tener un marido que roncara pero que se quedara en casa, a uno que salía de puntillas a medianoche y que no siempre llegaba a tiempo para el desayuno.

Sigmund estaba muy dolorido. Había gastado o prometido mucho dinero (así se lo recordaba constantemente a Rachel) y corrido un considerable riesgo para curarse de su enfermedad, ¿y acaso se mostraba ella agradecida? No; simplemente exigía una cuenta detallada de sus actividades durante el tiempo que debería de haber estado durmiendo. Era injusto, y mostraba una falta de confianza descorazonadora.

El círculo de los que participaban en el secreto se amplió lentamente, aunque los Snoring (que formaban un clan muy unido) se las arreglaron para que todo quedara en la familia. El tío Lorenz, en el negocio de diamantes, sugirió a Sigmund que tomara un segundo empleo, porque era una lástima desperdiciar todo ese tiempo laboral sobrante. Compuso una lista de ocupaciones que sólo requerían un hombre, en las que podría trabajar igualmente por el día o por la noche, pero Sigmund le dio las gracias amablemente, diciéndole que no veía razón alguna para pagar impuestos por partida doble.

Al cabo de seis semanas de días de veinticuatro horas, Sigmund estaba harto. Se sentía incapaz de leer un libro más, de ir a ningún local nocturno o de escuchar un disco. Su don maravilloso, por el que muchos estúpidos habrían dado una fortuna, se había convertido en una carga intolerable. No quedaba otro remedio que volver a ver al tío Hymie.

El profesor le había estado esperando, y por supuesto, no le amenazó con medidas legales, ni apeló a la solidaridad de los Snoring, ni hizo comentario alguno sobre un posible rompimiento de contrato.

«De acuerdo, de acuerdo», refunfuñó el científico. «Es como echar margaritas a los cerdos. Ya sabía yo que vendrías a buscar el antídoto tarde o temprano y, como soy un hombre generoso, sólo te costará cincuenta guineas. Pero no me eches la culpa si roncas más que nunca.»

«Prefiero arriesgarme», contestó Sigmund. Al fin y al cabo, Rachel y él ya tenían habitaciones separadas.

Apartó la mirada mientras la asistente del profesor (que ya no era Irma, sino una morena angulosa) llenaba una jeringuilla hipodérmica terrorífica con la última pócima que el tío Hymie había fabricado. Antes de que le inyectara la mitad, ya estaba dormido.

Por una vez, el tío Hymie parecía desconcertado. «No esperaba que actuase tan rápidamente», dijo. «Bueno, vamos a llevarle a la cama; no podemos dejarle tirado en el laboratorio.»

A la mañana siguiente, Sigmund estaba aún profundamente dormido, y no reaccionaba ante ningún estímulo. La respiración se hizo imperceptible; parecía estar sumido en un trance, más que en un sueño normal, y el profesor comenzó a alarmarse.

Su preocupación no duró mucho tiempo. Horas más tarde, un cobayo enfadado le mordió en un dedo, y el envenenamiento se produjo tan rápidamente que el editor de
Nature
tuvo el tiempo justo para insertar la noticia necrológica antes de que el ejemplar se imprimiera.

Sigmund dormía en medio de tanta excitación, y aún seguía felizmente inconsciente cuando su familia volvió del crematorio de Golders Green y se reunió en consejo de familia.
De mortuis nil nisi bonum
, pero era evidente que el profesor Hymie había cometido otro error desafortunado, que nadie sabía cómo reparar.

El primo Meyer, dueño de un almacén de muebles de la calle Mile End, se ofreció a responsabilizarse de Sigmund a cambio de utilizarlo en el escaparate de su tienda para exhibir el lujo y la comodidad de sus camas. Pero todos pensaron que sería indigno, y la familia se opuso a la propuesta.

Les sugirió, sin embargo, ciertas ideas. Ya estaban empezando a cansarse de Sigmund, con tanto pasarse de un extremo a otro. Así que, ¿por qué no coger la vía fácil y, como un listillo apuntó, dejar descansar al Sigmund durmiente?

Consultar a otro especialista no solucionaría nada. Sólo traería gastos e incluso sería muy capaz de empeorar las cosas (aunque nadie sabía cómo). No costaba nada mantener a Sigmund, ya que sólo necesitaba una discreta asistencia médica, y mientras permaneciera dormido, no había peligro de que rompiera los términos del testamento del tío–abuelo Reuben. Cuando presentaron estas razones a Rachel con delicadeza, inmediatamente comprendió que no eran descabelladas. La actitud adoptada requería paciencia, pero la recompensa final merecía la pena.

Cuando más lo pensaba, más le gustaba a Rachel. La idea de convertirse en una rica semi-viuda le atraía —¡tenía tantas posibilidades interesantes y nuevas!—. Y, a decir verdad, ya estaba tan harta de Sigmund, que no le echaría de menos durante los cinco años que le separaban de la herencia.

El tiempo transcurrió, y Sigmund se convirtió en millonario. Pero todavía dormía profundamente, aunque durante esos cinco años no había emitido ni un sólo ronquido. Su rostro reflejaba tanta paz, que daba pena despertarlo, y además, nadie sabía cómo hacerlo. Rachel pensaba que cualquier entremetimiento podía ser catastrófico, y la familia, tras asegurarse de que Rachel sólo podía percibir los intereses de la fortuna de Sigmund, pero no el capital, se mostraba de acuerdo con ella.

Todo esto ocurrió hace varios años. Lo último que supe de Sigmund es que aún dormía plácidamente, mientras Rachel disfrutaba de lo lindo en la Riviera. Como habréis comprendido, se trata de una mujer muy astuta, y creo que se da cuenta de las conveniencias de tener un marido que se conserve joven para la vejez.

A veces pienso que es una lástima que el tío Hymie nunca tuviera la oportunidad de revelar al mundo sus notables descubrimientos. Pero el caso de Sigmund demuestra que nuestra civilización no está aún madura para tales cambios, y espero no estar presente cuando otro fisiólogo lo intente de nuevo.

Harry miró el reloj.

—¡Dios mío! —exclamó—. No sabía que fuera tan tarde; estoy medio dormido.

Recogió su portafolios y, disimulando un bostezo, nos sonrió beatíficamente.

—Felices sueños a todos —dijo.

LA DEFENESTRACIÓN DE ERMINTRUDE INCH

Debo cumplir con una obligación, no por pequeña menos penosa. Uno de los muchos misterios que rodean a Harry Purvis —tan comunicativo en otros aspectos— concierne a la existencia o inexistencia de una señora Purvis. Es cierto que no lleva alianza de boda, pero hoy en día este hecho no significa mucho. Como cualquier dueño de hotel sabe, no llevar anillo supone tan poco como llevarlo.

En gran parte de sus relatos, Harry había mostrado una evidente hostilidad hacia lo que un amigo mío polaco, cuyo dominio del inglés no refleja su caballerosidad, denomina señoras del sexo femenino. Y, por una curiosa coincidencia, el último relato de Harry nos proporcionó indicios, y finalmente pruebas definitivas de su situación conyugal.

No recuerdo quién sacó a colación la palabra «defenestración», que, al fin y al cabo, no es uno de los nombres abstractos usados con mayor frecuencia en nuestra lengua. Probablemente fue uno de los miembros más jóvenes de la clientela de «El Ciervo Blanco», con su erudición pasmosa; algunos acaban de dejar la universidad, y a los más antiguos nos hacen sentirnos novatos e ignorantes. Pero del dicho pasamos al hecho. ¿Habíamos sido defenestrados alguna vez o conocíamos a alguien que lo hubiera sido?

—Sí —dijo Harry—. Le ocurrió a una señora muy charlatana que yo conocía. Se llamaba Ermintrude, y estaba casada con Osbert Inch, ingeniero de sonido de la B.B.C.

Osbert, por su trabajo, pasaba varias horas del día escuchando a otras personas, y la mayoría de sus horas libres escuchando a Ermintrude. Desgraciadamente, no podía desconectarla con un simple botón, de manera que raramente se le presentaba la oportunidad de meter baza en la conversación.

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