La entereza, constancia y resistencia de Echeloría habían de mover a todo esto, y a más, el ánimo generoso de Salomón. ¿Qué le importaba a este gran rey una mujer más o menos, cuando tenía en su harén setecientas reinas, ochocientas concubinas e infinito número de princesas? Así, pues, lo natural era que, viendo Salomón a Echeloría enamorada de otro, afligida y llorosa, y rechazándole por estilo arisco y montaraz, había de mostrarse desprendido.
Al hacer esta suposición, muy plausible, Mutileder se ponía colorado de vergüenza. Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba Echeloría, huraña como un gato y firme como una roca; veía el desprendimiento regio y la nobilísima conducta de Salomón, y se consideraba indigno, y quería, al recordar sus infidelidades con Chemed, que se abriese la tierra y le tragase.
Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa, tenían, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ¡Ay, cuán pronto se trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se decía de público en calles y plazas!
Para saber lo que se decía, conviene tomar las cosas de atrás y entrar en algunas explicaciones.
El palacio de Salomón era inmenso, y la sociedad en él muy amena. Multitud de poetas y de tocadores de arpas, tímpanos y salterios, le regocijaban de continuo. Allí había diestras bailarinas, artistas ingeniosos que hacían muebles elegantes y otras obras de extremado primor, y los mejores cocineros que entonces se conocían. Aquello era, en grado superlativo, en elevación a la quinta potencia, perpetua boda de Camacho. Salomón y sus mujeres y servidumbre devoraban cada día treinta bueyes cebados, cien ovejas y multitud de ciervos, búfalos, gacelas y aves. Y no se crea que porque comiesen poco pan. El consumo diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta
frolla
o
flora
era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahíces, de doce fanegas se entiende.
Así es que, en el palacio de Salomón, hasta el último pinche se regalaba a pedir de boca y estaba gordo y lucio.
Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban, parecían celestiales y de variadísimo mérito. En aquella época no llevaban nombres puestos a la ventura, sino nombres significativos de sus más egregias cualidades, por donde sólo con mentarlas se puede colegir lo que valían. Entonces no se llamaba doña Sol una fea, ni Blanca una negra, ni Dolores una regocijada, ni Rosa la que olía mal o era áspera como cardo ajonjero.
Las favoritas de Salomón lo habían sido y llevaban los nombres que llevaban porque lo merecían. La hija del Faraón, que fue, a no dudarlo, Meneftá II, se llamaba Uom-anhet, esto es, Destroza-corazones. Ella inspiró a Salomón el primer amor, profundo y suave. Salomón era muy muchacho cuando se casó con ella, y ella le trajo en dote a Gezer y doce mil caballos para la remonta de su caballería. Después amó Salomón con locura a Anahid, Lucero de la mañana, hija del rey de Armenia. Se refiere que, repudiada ésta, hubo de volver a su patria, donde tuvo un hijo de Salomón, de quien procede el famoso Abagaro, a quien Cristo escribió una carta y envió su efigie. Después amó Salomón con no menor locura a Leliti, la Noche, princesa de Etiopía. Luego amó apasionadamente a Vahar, a quien trajeron de la India las primeras naves tirio-hebreas que fueron por allí. Esta Vahar, o dígase Primavera, era de la familia de los Sakias, reyes de Kapilavastu, y, por consiguiente, parienta del ilustre Sakiamuni, que había de ser Budha y fundar una religión en que creyese cerca de la mitad del humano linaje.
Por último, pasión más durable que todas había concebido, alimentado y guardado Salomón por la Sulamita, en cuya alabanza dejó compuestas las poesías amatorias más bellas que habían sonado hasta entonces en lengua humana.
Pero Salomón, en medio de tantos deleites y triunfos, estaba hastiado. Nada le satisfacía. Todo era para él vanidad de vanidades y aflicción de espíritu. Ni siquiera tenía el goce del amor propio y del orgullo, porque sostenía que su grandeza se debía al acaso y no a su carácter ni a su entendimiento y prudencia. Salomón había recapacitado y había visto que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso resultado de la ciega fortuna.
Y hallándose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le presentó a Echeloría.
El pueblo de Jerusalén afirmaba que Salomón la había conocido y la había amado. Y que la había hallado rosa de Sarón y lirio de los valles. Y que había comparado su cabeza rubia, por la majestad, con el Carmelo; y el olor de sus vestidos al olor del almizcle y al de las silvestres flores que crecen en el Líbano.
La ternura de Salomón por Echeloría se aseguraba que excedía a la de Jacob por Raquel y a la de Isaac por Rebeca. Se daba por cierto que la amaba mil veces más que había amado a las otras mujeres; que sentía por ella todo género de afecto; que con el espíritu puro la estimaba y quería, como su padre David había estimado y querido a Jonatás, muerto en las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la idolatraba, como el príncipe de Siquen había idolatrado a Dina.
Todos estos rumores llegaban cada vez con más consistencia a los oídos de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar; le iban dando, permítaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo gráfico, muy mala espina.
¿Cómo era posible que Echeloría resistiese a tantas seducciones? ¿Cómo había de entenderse el amor de Salomón, si la muchacha, en vez de estar amable, estuviese zahareña y cogotuda?
En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir los ojos y que reconocer que Echeloría se había dejado querer, y hasta que pagaba a Salomón su cariño queriéndole, y siendo infiel y perjura a su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana.
Por falta de elocuencia dejo de pintar aquí el furor de Mutileder cuando de esto se hubo cerciorado. Ni Otelo ni el Tetrarca estuvieron después más celosos y furiosos.
Pero nuestro bermejino no se limitaba a lamentos estériles. Siempre tomaba resoluciones y procuraba darles cima. La que ahora tomó fue la de matar a puñaladas a Echeloría y matarse él a renglón seguido con el propio puñal. Lo difícil era ver a Echeloría para matarla.
Chemed, ocupada en Tiro con sus asuntos, se había consolado de la ausencia de Mutileder; pero le conservaba buena amistad, y le había enviado cartas de recomendación para Adoniram, que era el mayordomo de Salomón, y para otros personajes de la corte. Con estas cartas y con su hermoso rostro, gentil presencia y gallardo cuerpo, que más que nada le recomendaban, Mutileder pretendió y consiguió sin dificultad entrar en la guardia personal del rey.
Componíase dicha guardia de sujetos de no poco fuste; de señores y hasta de príncipes de las dinastías destronadas, cuyos reinos se habían anexionado Salomón y su padre, y de cuyos bienes habían ido incautándose. Allí había heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarín; dos sobrinitos de Og, rey de Basán, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenían ocho codos de estatura; varios nietos de Hamnón, rey de los amonitas; y para
complemento de hermosura
, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos de Tiro, una pequeña tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando ponzoñosos dardos.
Encubriendo siempre en los abismos obscuros del alma su terrible propósito de matar a Echeloría y de matarse él, Mutileder se ingenió de suerte que se ganó la voluntad de sus jefes inmediatos y hasta del general Benaya, tan ágil para cortar cabezas, según lo demostró a principios de aquel reinado, enviando al otro mundo, a fin de cimentar bien el trono, a Adonia, hermano mayor del rey, y a otros personajes.
Con este favor, pronto subió Mutileder a capitán de una compañía de filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia real.
Lo que no pudo conseguir fue ver a Echeloría. Lo que no pudo inspirar fue la absoluta e indispensable confianza para llegar a ser uno de aquellos sesenta valientes, los más probados y selectos, que rodeaban el tálamo de Salomón por la noche (algo parecido a nuestros Monteros de Espinosa), y que andaban siempre con la espada sobre el muslo, por temor de los duendes y vestiglos, que eran traviesos, traían revuelto el alcázar y no hubieran dejado, sin la citada precaución, un instante de sosiego a las reinas y demás señoras.
¿Quién sabe si la misma gentileza de Mutileder sería óbice para que entrase él en el número de los sesenta, no hiciera el diablo que inquietase a las damas en vez de aquietarlas? Lo cierto es que su gentileza ya mencionada, su discreción, despejo y buen trato se hicieron notorios en Jerusalén, y que las damas le ponían en las nubes. Hasta un no sé qué de torvo, de melancólico y de trágicamente distraído que había en su lindo semblante le hacía más grato a las damas.
Así las cosas, cuando ocurrió una novedad grandísima, que contribuyó a glorificar el reinado de Salomón más todavía.
Además de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se han perdido. Compuso tres mil parábolas y mil y cinco cantares, y disertó sobre árboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace en la pared, y sobre aves, cuadrúpedos, reptiles y peces. Quiere decir que supo muchas cosas que después se olvidaron: unas han vuelto a descubrirse; otras quizá no se descubran nunca de nuevo. Así, por ejemplo, parece que atraía por medio de pinchos de metal los rayos y las centellas; que entendía la lengua de los pájaros; que conocía la fuerza oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los genios le obedecían, y que era sabedor de todas las doctrinas mágicas de Enoch y de las que Abraham había aprendido en su patria, Ur de los caldeos, y de las que estudió Moisés en los colegios sacerdotales de las orillas del Nilo.
Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se extendió por todas partes.
La reina de Sabá, cuyo nombre, según hemos llegado a averiguar, era Guadé, que en el idioma hymiárico, hablado entonces en su reino, equivale a
Amor
o
Amistad
, oyó hablar de Salomón y quiso probarle con preguntas y acertijos.
Embarcose, pues, esta augusta señora en Adén, que era el mejor puerto de sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó a Aziongaber, y desde allí, por Sela, Beersebá y otras poblaciones, llegó hasta Hebrón, donde el rey Sabio salió a recibirla con mucha cortesía y aparato.
No entro aquí en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con que venía, de su entrada en Jerusalén, acompañada ya de Salomón, que la hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Sería muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que dio la reina a Salomón fueron magníficos, y no inferiores los que de Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba Salomón, y que como Salomón le adivinó de tenazón todos sus más enmarañados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabiduría.
Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podía hacer a Guadé, mientras morase en su alcázar, y siendo ella de un moreno muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder, su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera.
Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos brillaban como carbunclos, y, en oposición a su rostro, algo tostado, relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmíneas derritió la triple placa de bronce que el empeño de ser consecuente había puesto en torno del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de Chemed y de Echeloría.
Guadé, a quien importaba desengañar por completo a Mutileder, el cual le había contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que hablaba en toda confianza con Salomón y sabía los secretos del harén, reveló y probó a su joven amigo que Echeloría amaba a Salomón con delirio.
Esto indujo más a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo porque ella se lo merecía, sino para no ser menos y tomar represalias y desquite.
Y, sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y de su rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia y pasión de ánimo, que amenazaban matarlos.
Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudían al alma de los dos, aunque no se velan ni se hablaban. Se sentían rebajados y humillados. Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecía de firmeza. ¿Había sido ensueño infantil el amor que se tuvieron? ¿Había sido burla ridícula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no había sido santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo más poético de la vida de ambos se desvanecía, o si la pasión había sido santa y hermosa, ellos habían sido sacrílegos e infames, profanándola y hollándola.
Mutileder desistió ya de matar a Echeloría y de matarse; pero aquel dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras más notaban ambos que el amor que tenían a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, más culpados y viles se juzgaban y más ganas tenían de morirse, porque el sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de embargarlos y cautivarlos el frenesí y el vivo deleite que nacen de los coloquios y caricias en el amor bien correspondido.
Salomón advirtió el mal de Echeloría, y Guadé advirtió el mal de Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron remedio y no pudieron hallarle. ¿Qué hierba, qué elixir, qué talismán sería poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de
dolencia de los dos amores
?
Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos, y se desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habían de hacer para salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a Echeloría y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego consideraron que esto sería peor. Al verse, se avergonzarían de verse; no dejarían de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrían amarse entre sí del mismo amor que los amaban, y morirían más pronto y más desesperadamente.