La muñeca pedía a veces algo de comer, y la muchacha buscaba para ella lo mejorcito que había en la casa.
Es innegable que todo esto tenía bastante de sobrenatural; mas para la candidez de la chica, única persona que lo sabía, lo natural y lo sobrenatural eran una misma cosa, que no despertaba en su espíritu ni sobresalto ni extrañeza.
Por dicha, la viuda, su madre, que sabía mucho más de las cosas del mundo, se quedó desvelada una noche, oyendo con asombro y admiración que hablaba la muñeca y, conjeturando que debía ser obra del diablo, determinó pegarla fuego en cuanto amaneciese.
La viuda hubiera indudablemente realizado tan cruel proyecto si su hija, con lágrimas y ruegos, no la hubiese disuadido. La muchacha no consiguió, sin embargo, quedarse con la muñeca en casa. La viuda no la había perdonado del todo, sólo había conmutado la pena de muerte, que en un principio impuso, en la de destierro perpetuo.
La muñeca salió, pues, desterrada y fue a parar a casa de una primita de nuestra heroína, a quien ésta se la confió, rogándole que la cuidase mucho, que hablase con ella y que la diese de comer. La primita prometió hacerlo así, mas no por eso dejó de estar a la mira su verdadera dueña, que iba, de vez en cuando, a visitar a la muñeca que estaba en la nueva casa, cuando tuvo lugar un suceso, si no del todo inesperado, un poco extraordinario.
Ya se sabía que la muñeca se alimentaba, lo cual no deja de ser singularísimo en una muñeca; pero no se sabían las consecuencias que pudieran derivarse de la mencionada premisa, cuando una noche, estando la muñequita acostada con la prima, pidió, con voz clara e inteligible, lo que no siempre piden los niños pequeñuelos y lo que tanto se agradece y celebra que tomen la costumbre de pedir. Hizo, en efecto, lo que pedía, donde a la prima le pareció más conveniente que lo hiciera, y ésta se quedó pasmada cuando advirtió que era oro purísimo en no muy menudos granos lo que la muñeca acababa de hacer.
A la mañana siguiente supo la novedad la madre de la prima, vio el oro, se inflamó su codicia y determinó no decir a sus parientes nada de lo acontecido, aprovechándose de la excelente propiedad de la muñequita para hacerse poderosa. Con este propósito fue al mercado, compró de las mejores cosas que había de comer y atracó de lo lindo a su encantada huéspeda. Aquella noche no le dejó dormir con su hija, sino que la acostó consigo, adornando la cama con una rica colcha de damasco que ponía en el balcón los días de procesión y con sábanas finas de farfalaes bordados.
A media noche pidió la muñequita lo que había pedido la noche anterior. La mujer, que esperaba el oro con impaciencia y que para verlo había dejado el candil encendido, le contestó: «Hazlo ahí, mis amores», y no bien lo dijo, la muñequita empezó a hacerlo en gran abundancia. Pero ¿cuál no sería la ira de aquella avarienta mujer, cuando notó, vio y olió, en vez de la materia que esperaba, otra del todo diversa y desagradable al olfato? En su furor, agarró por una pierna a la muñequita y la dio de golpes contra las paredes. Abriendo, por último, la ventana de su alcoba, la tiró por ella con violencia tan prodigiosa, que la pobre muñequita anduvo por el aire más de tres o cuatro minutos y fue al cabo a dar con su magullado cuerpo en el corral de palacio.
Llegó en esto la mañana, y el rey, que solía entregarse a los mayores excesos sin respeto a Dios ni a los hombres, se despertó harto mal de salud, y, como es natural, bajó al corral a desahogarse un poco. Se ignora si fue casualidad o providencia, pero es lo cierto que el rey se puso a hacer lo que era necesario justamente encima de la muñeca.
Allí fue ella. La muñequita, incomodada, le agarró un bocado feroz. Su majestad creyó que era algún bicho y salió corriendo y gritando, porque le dolía lo que no es decible. Vinieron todos los cirujanos de cámara y no pudieron conseguir que la muñequita soltase su presa. El rey ponía el grito en el cielo y a cada momento se sentía peor. La reina madre estaba tan desconsolada, que se la podía ahogar con un cabello. Todos empezaron a temer por la vida del rey.
Entonces no hubo más remedio que publicar un bando en el cual se decía que se darían los premios más exorbitantes al hombre que curase al rey y que éste, arrepentido ya de su mala vida, quería casarse, si Dios le sacaba con bien de aquella enfermedad, y prometía su mano de esposo, no
morganáticamente
, sino con todas las prerrogativas anejas, a cualquiera mujer que tuviese virtud bastante para libertarle de aquella odiosa muñequita, que no le dejaba tomar asiento en el trono y que le tenía postrado en la cama echando espumarajos por la boca, como hombre entregado a todos los diablos.
No hay que jurarlo para que todos lo crean. Era un diluvio de personas de ambos sexos las que, incitadas de tan enormes recompensas, vinieron a curar al rey; pero fue en vano; ninguna lo consiguió. Al fin, nuestra pobre amiga, la escarnecida ama de la muñeca, más por caridad y singular afecto que al rey tenía, a pesar del delito de éste en quererla seducir y en burlarse de ella, no habiéndolo logrado, que con intención de llegar a ser reina vino a palacio como un ángel bienhechor, tocó a la muñequita, la habló cariñosamente y la muñequita soltó lo que tan apretado tenía.
Agradecido el rey, a tanto favor, se casó con nuestra amiga. Así triunfó su virtud y su inocencia. Los que por burla la llamaban reina, tuvieron que llamarla reina de veras. A la excelente viuda la hicieron princesa de la sangre, con título de alteza serenísima. Al primer
chambelán
o
gentil-hombre
lo pasearon por la ciudad, caballero en un burro y emplumado. Y en cuanto a la muñequita, sólo tenemos que añadir que, cumplida ya su
misión
, dejó de hablar, de morder y de hacer las demás operaciones impropias de una muñeca. La reina, sin embargo, la conservó cuidadosamente vestida con riquísimos trajes.
Aun en el día, después de tantos siglos como han pasado, la muñeca se custodia y muestra a los viajeros en el museo de antigüedades de la capital en que estas cosas acontecieron.
Viena, 1894.
Siempre he sido aficionado a las ciencias. Cuando mozo, tenía yo otras mil aficiones; pero como ya soy viejo, la afición científica prevalece y triunfa en mi alma. Por desgracia o por fortuna, me sucede algo de muy singular. Las ciencias me gustan en razón inversa de las verdades que van demostrando con exactitud. Así es que apenas me interesan las ciencias exactas, y las inexactas me enamoran. De aquí mi inclinación a la filosofía.
No es la verdad lo que me seduce, sino el esfuerzo de discurso, de sutileza y de imaginación que se emplea en descubrir la verdad, aunque no se descubra. Una vez la verdad descubierta, bien demostrada y patente, suele dejarme frío. Así, un mancebo galante, cuando va por la calle en pos de una mujer, cuyo andar airoso y cuyo talle le entusiasma, y luego se adelanta, la mira el rostro y ve que es vieja, o tuerta, o tiene hocico de mona.
El hombre, además, sería un mueble si conociera la verdad, aunque la verdad fuese bonita. Se aquietaría en su posesión y goce y se volvería tonto. Mejor es, pues, que sepamos pocas cosas. Lo que importa es saber lo bastante para que aparezca o se columbre el misterio, y nunca lo bastante para que se explique o se aclare. De esta suerte se excita la curiosidad, se aviva la fantasía y se inventan teorías, dogmas y otras ingeniosidades que nos entretienen y consuelan durante nuestra existencia terrestre; de todo lo cual careceríamos, siendo mil veces más infelices, si de puro rudos no se nos presentase el misterio, o si de puro hábiles llegásemos a desentrañar su hondo y verdadero significado.
Entre estas ciencias inexactas, que tanto me deleitan, hay una, muy en moda ahora, que es objeto de mi predilección. Hablo de la prehistoria.
Yo, sin saber si hago bien, divido en dos parte esta ciencia. Una, que me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima, que llaman de piedra. Esta prehistoria me divierte menos, y tiene, a mi ver, muchísimos menos lances que otra prehistoria que llamaremos filológica, fundada en el estudio de los primitivos idiomas y en los documentos que en ellos se conservan escritos. Esta es la prehistoria que a mí me hace más gracia.
¡Qué variedad de opiniones! ¡Qué agudas conjeturas! ¡Con qué arte se disponen y ordenan los hechos conocidos para que se adapten al sistema que forja cada sabio! Ya toda la civilización nace de Egipto; ya de los acadíes, en el centro del Asia; ya viene de la India; ya de un continente que llaman Lemuria, hundido en el seno del mar, al Sur, entre África y Asia; ya de otro continente que hubo entre Europa y América, y que se llamó la Atlántida.
Sobre el idioma primitivo, así como sobre la primitiva civilización, se sigue disputando. Hasta se disputa sobre si fue uno o fueron varios los idiomas: esto es, sobre si los hombres empezaron a dispersarse por el mundo
alalos
, o digamos, sin habla aún y en manadas, y luego fueron inventando diversos idiomas en diversos puntos, o sobre si antes de la dispersión hablaban ya todos una sola lengua.
Mi prurito de curiosear me induce a leer cuantos libros nuevos van saliendo sobre esta materia, que no son pocos; y mientras más desatinados son, miradas las cosas por el vulgo de los timoratos, más me divierten los tales libros.
En estos últimos días, los libros que he leído van en contra de los arios, de los egipcios, de los semitas y de otras naciones y castas que antes pasaban por las civilizadoras en grado superior. Si los libros antiguos han sostenido que la civilización, como la luz solar, se difundió de Oriente hacia Occidente, estos nuevos libros afirman que se difundió en sentado inverso, de Occidente hacia Oriente. Todo el saber de los magos de Irán y de Caldea, de los brahmanes de las orillas del Ganges, de los sacerdotes de Isis y Osiris, de los iniciados en Samotracia y de los pueblos de Fenicia y Frigia, no vale un pito, comparado al saber de ciertos galos primitivos, cuyo centro de luz estuvo en un París prehistórico.
Los galos y sus bardos y druidas, poetas y sacerdotes, lo enseñaron todo; pero su misma ciencia era ya reflejo confuso y recuerdo no completo de la ciencia que poseyeron, en el centro del país fértil y hermoso que hoy se llama Francia, antes de la venida de los celtas, otros hombres más primitivos y excelentes que llamaremos hiperbóreos o protoscitas.
Pero ¿qué lengua hablaban estos protoscitas o hiperbóreos, cuyo centro y foco civilizador fue un París de hace seis o siete mil años lo menos? Hablaban la lengua euskara, vulgo vascuence. ¿De dónde habían venido? Habían venido de la Atlántida, que se hundió. ¿Qué conocimientos tenían? Tenían todos los conocimientos que hoy poseemos y muchos más que se han ofuscado por medio de fábulas y de otras niñerías. Así, pues, los arimaspes, que tenían un ojo solo y miraban al cielo, eran los astrónomos de entonces, que ya conocían el telescopio; y la flecha en que Abaris iba cabalgando de un extremo a otro de la tierra, era el globo aerostático o un artificio para volar con dirección y brújula, etc., etc., etc. Ya se entiende que la época de los arimaspes y la de Abaris son de decadencia para la civilización hiperbórea.
Confieso que todo este sistema me encantó. No es mi propósito exponerle aquí. Paso volando sobre él y voy a mi asunto.
Digo, no obstante, que me encantó por dos razones. Es la primera lo mucho que Francia me agrada. ¿Cuánto más natural es que el germen de la civilización europea haya nacido y florecido desde antiguo en aquel feraz y riquísimo jardín, en aquel suelo privilegiado, que no en la Mesopotamia o en las orillas del Nilo? Y es la segunda razón la de que tengo amigos guipuzcoanos que habrán de alegrarse mucho si se prueba bien que su lengua y su casta fueron el instrumento de que se valió la Providencia para acabar con la barbarie, iluminar el mundo y adoctrinar a las demás naciones.
¡Cuánto se holgará de esto, si vive aún, como deseo, mi docto y querido amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, que ha escrito obras tan notables sobre la lengua vascuence, echando la zancadilla a los Erros, Larramendis y Astarloas! Algo aprovechará él de las flamantes invenciones para dar más vigor a su sistema, arreglándole de suerte que se ajuste y cuadre con la más perfecta ortodoxia católica. Sea como sea, para mí es evidente que antes de que penetraran en España los celtas, los fenicios, los griegos y otras gentes hubo en España un pueblo civilizado, que llamaremos los iberos. Este pueblo se extendía por toda nuestra Península, y aun tenía colonias en Cerdeña, en Italia y en otras partes, como Guillermo Humboldt lo ha demostrado. Eran vascos y hablaban la lengua euskara. La nación y estado más culto e ilustre entre ellos fue la república de los turdetanos, quienes, según testimonio de Estrabón, tuvieron letras y leyes y lindos poemas en verso que contaban seis mil años de antigüedad. Ahora bien; los alfabetos celtibérico y turdetano, que ha reconstruido y publica don Luis José Velázquez, son muy modernos en comparación de la fecha anteriormente citada. Dichos alfabetos son un trasunto del fenicio o del griego, y debe suponerse, por lo tanto, que antes de la venida a España de griegos y de fenicios los turdetanos tuvieron alfabeto propio, con el cual escribieron sus poemas y demás obras.
A mi ver, el señor don Manuel de Góngora y Martínez ha tenido la gloria de descubrir este alfabeto. Véanse las inscripciones que copia en sus
Antigüedades prehistóricas de Andalucía
, de la
Cueva de los letreros
y de otras cuevas y escondites, algunos de los cuales se hallan cerca del lugar de Villabermeja, lugar que yo he tratado de hacer famoso, así como a su más conspicuo habitante el señor don Juan Fresco.
A corta distancia de Villabermeja hay un sitio, que apellidan el Laderón, donde cada día se descubren vestigios y reliquias de una antiquísima y floreciente ciudad.
El erudito y sagaz anticuario don Aureliano Fernández Guerra prueba que allí estuvo Favencia en tiempo de los romanos, ciudad que desde época muy anterior se llamaba Vesci.
Don Juan Fresco, excitada su curiosidad y estimulada su actividad infatigable, desde que el señor Góngora, publicando en 1868 sus
Antigüedades
, le puso sobre la pista, se ha dado a buscar letreros en
Cuevas escritas
y en otros monumentos que hay cerca de Vesci, y los ha hallado y reunido en mucha copia.