Chemed tenía cerca de treinta y cinco años. Mutileder no había conocido a su madre. No sabía lo que era la amistad y el cariño de la mujer.
—¡Pobrecito mío! —exclamaba Chemed—. ¡Pícaro Adherbal! No paga con la vida el mal que te ha hecho. Haces bien en querer vengarte y salvar a Echeloría de las garras de ese monstruo. Mira, Mutileder: dentro de cuatro días debo yo salir para Tiro, donde tengo que arreglar mis asuntos, muy desordenados desde que mi marido murió. Tú vendrás en mi compañía. Considérame como a tu amiga más leal.
Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba entre las suyas y la retenía en cautividad, equilibrando el calor superior que había en las de ella con el calor que él tenía en su mano.
Todavía se puso más interesante y bonito Mutileder cuando habló con efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echeloría se habían jurado. Chemed celebraba todo esto y lo hallaba muy a su gusto.
—Sí, hijo mío —decía a Mutileder—, así debe ser. Dichosa Echeloría, que encontró en ti un modelo de amantes. No suelen ser como tú los demás hombres, sino volubles y perjuros. Todas mis riquezas, toda mi posición daría yo si hubiese encontrado un amante tan resuelto y fino como tú.
En suma, esta conversación siguió largo rato, y yo tengo notas y apuntes que me ha suministrado don Juan Fresco y que me harían muy fácil referirla con todos sus pormenores; pero como mi historia tiene que ir en un
Almanaque
sin excitar a nadie a que los haga, y no puede extenderse mucho, sino ser a modo de breve compendio, me limitaré a lo más esencial, deslizándome algunas veces, con rapidez y como quien patina, en aquellos pasajes que más se presten a ello por lo resbaladizos.
Cuatro días después de la conferencia primera entre Chemed y Mutileder, salían ambos de Málaga para Tiro en una magnífica nave. Mutileder iba en calidad de secretario privado de la dama para llevarle la correspondencia en lengua ibérica.
La amistad de ambos era íntima, y Mutileder, siempre que se veía en presencia de Chemed, estaba contento y como orgulloso de tener tan elegante y discreta amiga. Chemed tenía además mucho chiste y felicísimas ocurrencias; decía mil graciosos disparates, y Mutileder se regocijaba y reía sin poderlo remediar; pero cuando estaba solo, amarga melancolía se apoderaba de su alma, pensamientos crueles le atormentaban y algo parecido a remordimientos le arañaba el corazón, como si fueran las uñas de un gato o, digamos mejor, de un tigre.
Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros, manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solía exclamar:
—¡Qué diablura! ¡Qué diablura!
En presencia de Chemed, o se olvidaba de su dolor, o le refrenaba y disimulaba. Ésta, a no dudarlo, era la diablura a que su exclamación aludía.
Mutileder había tenido ya tiempo para meditar y reflexionar y hacer severo examen de conciencia, y no se absolvía, sino que se condenaba por débil, perjuro y desleal en grado superlativo.
A veces quería disculparse consigo mismo, y no lo lograba.
—Yo —decía— sigo amando a Echeloría, y Chemed no obsta para ello. Voy a buscar a Echeloría, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi empresa. El cariño de Chemed tiene algo de maternal. ¡Es tan buena conmigo! ¡Es tan alegre y chistosa! ¡Qué tonterías tan saladas se le ocurren! ¿Cómo no he de reírme al oírlas? ¿He de estar siempre llorando? No; no es menester llorar; no es menester negarse a todo consuelo, como una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente. Ya veremos cuando me encuentre con Adherbal si amo a Echeloría o si no la amo.
Estas y otras sutilezas y quintas esencias alambicaba, fraguaba y se representaba Mutileder para justificarse; pero, como hemos dicho, no lo lograba nunca.
De aquí su pena cuando estaba solo; y no sé de dónde, el olvido de su pena cuando de Chemed estaba acompañado. ¡Contradicciones inexplicables, raras antinomias de los corazones de los mortales!
De esta suerte, en soliloquios románticos, acerbos y dignos de Hamlet, siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en pláticas tiernas y en juegos y risas, cuando Chemed aparecía, vivió Mutileder; y así se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de África y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidón, cuando los filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar, mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en la tierra de Canaán y lo llevaban todo a sangre y fuego. Tiro había hecho después renacer el poder cananeo o fenicio y estaba en toda su gloria y florecimiento. Sobre el trono de Tiro resplandecía el rey Hiram, amigo de Salomón, hijo de David. Israelitas y fenicios eran estrechos y felices aliados.
Muy largo sería describir aquí la grandeza de Tira. Dejémoslo para mejor ocasión. Lo que importa es decir que Mutileder buscó a Adherbal en seguida, y no le halló. Pronto supo con rabia que el infatigable marino, sin reposar casi, se había encargado del mando de la flota que Hiram y Salomón expedían con frecuencia a la India, desde el puerto de Aziongaber, en el mar Rojo. Tres días antes de la llegada de Mutileder y de Chemed, Adherbal se había puesto en marcha para tomar el mando referido.
Adherbal debía pasar por Jerusalén. Mutileder no pensó más que en perseguirle y alcanzarle antes de que se embarcara para tan larga navegación, de la que sabe Dios cuándo volvería.
Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la salida de una caravana; y montado en un ligero dromedario, salió para Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba.
Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza. La carta decía como sigue:
«Mi querida Chemed: Yo soy el más débil y el más malvado de los hombres. Debí huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón que no te pertenecía, que era de otra mujer y que jamás podía ser tuyo. Todo el afecto, toda la ternura que te he dado ha sido falsía, perjurio e infamia. Y no porque yo fingiese esa ternura y ese afecto, que, al contrario, brotaban a borbotones, con toda sinceridad y con vehemente efusión, del fondo de mi pecho, sino porque, al consagrártelos faltaba a la fe jurada, rompía el sello de la fidelidad que había puesto Echeloría sobre mi alma, y me rebajaba hasta la vileza. De aquí mi lucha interior; de aquí mis contradicciones y extravagancias. A veces reía yo, jugaba y me deleitaba contigo, pero cuando más contento estaba, surgía como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser, el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de los remordimientos. Otros amantes, mientras más aman, se hacen más dignos del amor, porque el amor hermosea y sublima los espíritus; pero yo, amándote, me degradaba en vez de elevarme, porque pisoteaba juramentos y promesas; y no amándote, me degradaba también, porque recibía de ti inmensos e inestimables tesoros de cariño que no acertaba a pagar. Si olvidaba a Echeloría para amarte, era yo un perjuro; y si no te amaba para seguir amando a Echeloría, un falso, un estafador y un ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podía durar. El cielo ha estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionándome ocasión de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tú tildarme de galán sin entrañas. Adherbal no está en Tiro. Mi deber es perseguirle. La ofensa que me ha hecho no puede quedar impune. Tú misma me tendrías por vil y cobarde si yo no me vengara. No extrañes, pues, que te deje para cumplir con esta obligación. Adiós, adiós para siempre, ¡oh generosa y dulce amiga!».
Tal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna falta de gramática ni de ortografía. Chemed la leyó con lágrimas en los ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento.
Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa con que la caravana marchaba, tomó un guía, poseedor de otro dromedario tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compañeros de viaje. Así llegó en pocas jornadas a la ciudad que casi había creado David y que Salomón acababa de fortificar y hermosear con admirables monumentos. La había ceñido de altas torres almenadas y de fuertes y gruesos muros; había edificado, sobre gigantescos y firmes sillares, en la cumbre del monte Moria, donde fue el sacrificio de Abraham, el maravilloso y único templo del Dios único, y había coronado las alturas de Sión con inexpugnable ciudadela y con alcázar suntuoso.
Dilatando Salomón sus conquistas al sur del mar Muerto; domeñando a los hijos de Edom, de Amalec y de Madián, y enseñoreándose de Elath y de Aziongaber, abrió puertos para comerciar con el Hadramauth y el Yemen, con el alto Egipto, con la Nubia y con las Indias orientales. Cortando luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Líbano; haciéndolos llevar en hombros de los más robustos varones de las naciones vencidas, como de los
refaim
, por ejemplo, raza descomedida de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar, y trabando entre sí los leños con arte y maestría, hizo formar Salomón flotantes castillos que resistiesen el ímpetu de los huracanes y el furor de las olas. En medio del desierto, Salomón había fundado a Tadmor, célebre después con el nombre de Palmira, en un oasis lleno de palmas, a fin de que fuese emporio riquísimo y lugar de reposo de las caravanas que iban desde las orillas del Jordán a las del Eúfrates y del Tigris, a Damasco, a Nínive y a Babilonia. Estaba, por último, interesado Salomón en el comercio de los fenicios con Tarsis o Iberia, patria de Mutileder, y aun de más allá, hacia el Occidente y Norte del mundo; bastante más allá, porque las naves tirias llegaban hasta el Báltico. Por todo lo cual refluía sobre Jerusalén cuanto Dios crió de bienes temporales. La plata era tan común, que se miraba con desprecio. Todo se fabricaba de oro purísimo, hasta los trastos de cocina. De Arabia venían perfumes; de Egipto, telas de lino, caballos y carros; esclavos negros y marfil, de Nubia; y especierías, y madera de sándalo, y perlas, y diamantes, y papagayos y jimios y pavos reales, y telas de algodón y de seda, de allá de la desembocadura del Indo. Oro venía de todas partes, ya de Tíbar, ya de Ofir; ámbar y estaño, del norte de Europa; cobre y hierro, de España. De esta suerte abundaba todo en Jerusalén. La fama del rey volaba por el mundo, porque el rey excedió a los demás reyes, habidos y por haber, en ciencia y en riqueza, y no había persona de buen gusto que no desease ver su cara, y sobre todo los hijos de Israel, a quienes las naciones extranjeras respetaban y temían, por donde vivieron ellos tranquilos y venturosos a la sombra de sus parras y de sus higueras, desde Dan hasta Beersebá, durante todos los días de aquel reinado.
Pues, como íbamos diciendo, a esta espléndida ciudad de Jerusalén llegó nuestro bermejino prehistórico, acompañado de su guía, pero más confiado en su fiero garrote y en la primorosa honda que le había regalado Echeloría, y con la cual, según suele decirse, no se le cocía el pan hasta que vengase a su primer amor, descalabrando al raptor injusto de una violenta y certera pedrada.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su negocio y que no viaja a lo
touriste
, Mutileder no quiso visitar las curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a no ser el paradero de Adherbal.
Imagine el pío lector qué desesperación no sería la de Mutileder cuando en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgía darse a la vela y llegar pronto al Océano para no desperdiciar la monzón, favorable entonces a los que iban a la India, había salido en posta, con dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber, orillas del mar Bermejo.
Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase adonde estaba el marino fenicio, quien se substraía así a su venganza. Tiempo había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que dicho marino se pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.
Creyó entonces Mutileder que Adherbal se había llevado consigo a Echeloría para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde donde había de mandar la flota, y su rabia rayó en tal extremo, que pateó, juró, bufó, blasfemó y hasta hubo de arrancarse a tirones algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza.
En medio de todo, fue grande su consolación cuando logró saber que el pícaro y cortesano marino, rastrero adulador de príncipes, había hecho presente a Salomón de la preciosa Echeloría.
¿Cómo resistir aquí a la tentación de encarecer lo mucho que don Juan Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las inscripciones y papiros manuscritos de donde está sacada esta historia? Por ella consta que un bermejino, pues al cabo bermejino era Mutileder, ya que Vesci era la Villabermeja de entonces, rivaliza con Salomón y viene a hacer el brillante y extraordinario papel que verá el que siguiere leyendo.
Mutileder no se amilanó al saber que Echeloría estaba en el harén salomónico; antes dispuso quedarse en Jerusalén, espiar ocasión oportuna, y, no bien se presentase, asirla por el copete, arrebatando a la linda moza de entre las manos del rey Sabio. No por eso pensó en hacer el más leve daño a Salomón. Mutileder era muy monárquico, y el rey, por ser rey y por su ciencia infusa y demás virtudes, le infundía respeto. Salomón, además, no tenía culpa ninguna ni había ofendido a Mutileder. Había aceptado el presente que le habían traído, y había dado prueba de buen gusto al aceptarle y guardarle.
A veces Mutileder concebía cierta halagüeña esperanza. Imaginaba que Echeloría había de llorar por él y había de decir a Salomón, con todo miramiento y finura, que no le amaba porque amaba a otro; y daba por cierto que Salomón, que era benigno con las mujeres, y tan galante y condescendiente que las consentía tener ídolos de la tierra de cada una de ellas, no debía de ser feroz con Echeloría, sino que, no bien supiese que su ídolo era Mutileder, había de ceder en sus pretensiones. Mutileder llegaba a columbrar como probable que el rey le hiciera buscar para entregarle a la muchacha, y hasta que quizá se allanase a ser padrino de la boda.