Con acento irónico, aunque templado o velado por el respeto, exclamó entonces fray Domingo:
—Sin duda que a fin de que la revelación no haya sido a medias, el duende habrá pronosticado a vuestra reverencia el punto y la hora de su desaparición y de la aparición del mancebo.
—Sí que me lo ha pronosticado —respondió fray Antonio—. Ello ha de ser a media noche, en la propia habitación de doña Eulalia, a donde hemos de acudir, recatadamente y sin que doña Eulalia ni nadie se entere, el padre de ella, desarmado para evitar un funesto rapto de ira, vuestra reverencia con sus exorcismos y yo pertrechado de mi ciencia
duendina
. Tengo la más perfecta seguridad de que todo tendrá allí desenlace dichoso.
En la noche y hora prefijadas, de concierto ya don César con los dos reverendos, acudieron en misterioso silencio y de puntillas a la puerta de la habitación de doña Eulalia, armado fray Domingo del libro de los exorcismos y de un hisopo; armado fray Antonio de un turibulo donde quemaba hierbas mágicas, esparciendo el humo; y armado don César de paciencia, después de haberse comprometido solemnemente a no perderla y, a no enfurecerse, ocurriera lo que ocurriera.
Celebrados ya sus ritos y evocaciones, fray Antonio y fray Domingo prescribieron a don César que llamase con brío a la puerta de la habitación de doña Eulalia, cerrada con llave, y que ordenase que se abriera de par en par, inmediatamente, sin excusa ni pretexto alguno.
No hubo modo de evitarlo ni de retardarlo, y la puerta se abrió de par en par y de súbito. En medio de ella, como magnífico retrato de Claudio Coello, encerrado en su marco, apareció un galán muy bizarro y apuesto, con traje e insignias de capitán, larga espada al cinto, airosas plumas en el sombrero que llevaba en la diestra, rica cadena de oro y veneras que en su pecho brillaban y espuelas, de oro también, asidas a sus amplias botas de camino.
Don César, que era muy violento y celoso de su honra, no hubiera sabido contenerse y hubiera caído sobre el forastero, si ambos frailes, cada uno de un lado, no le contienen.
El galán, con voz reposada y serena dijo entonces:
—Sosiéguese mi señor don César y no tome a mal que me presente tan a deshora. Yo soy el capitán don Pedro González de la Rivera, de cuya renta y condiciones ha escrito a su señoría mi amigo el banquero genovés Jusepe Salvago, y de cuyos altos hechos de armas en Portugal, en Flandes, en Italia y en el remoto Oriente le han dado noticias otras varias personas muy respetables. Aspiro a la mano de doña Eulalia; ella me ha dado prueba de que me quiere para esposo; y sólo nos falta el consentimiento paterno y después la bendición del reverendo padre fray Antonio, que está presente y que espero no ha de negarse a bendecirnos.
—Todo eso estaría bien —respondió don César con mal reprimida cólera— si vuestra merced no lo pidiese, después de ofender mis canas, hollar mi casa y atropellar todo respeto.
—Yo, señor don César —replicó el capitán sonriendo—, tenía que vengar con esta aparente injuria otra nada aparente que vuestra merced me hizo hace diez años, cuando me sorprendió en este mismo sitio en dulces coloquios con mi señora doña Eulalia, que aun no había cumplido quince años. Yo era entonces un rapazuelo de dieciséis, y vuestra merced me arrojó de aquí a empellones nada paternales. Por amor de doña Eulalia, lo sufrí todo y mayor afrenta hubiera sufrido a ser posible mayor afrenta. Harto he demostrado después mi valor. Acrisolada está mi honra. La fortuna además me ha favorecido. La satisfacción que espero y pido para los pasados agravios es que vuestra merced me acepte como yerno.
En este punto apareció doña Eulalia al lado del galán. Estaba linda en extremo, muy elegante y ricamente engalanada con magníficas joyas, y manifestando en el rostro juvenil y ruboroso gran satisfacción y contento. ¿Qué había de hacer don César? Consintió en todo y abrazó cariñosamente a sus hijos, no sin exclamar, mirando al capitán detenidamente:
—Válgame Dios, muchacho, ¡y cómo has crecido y embarnecido en este decenio! ¿Quién al pronto había de reconocer en ti al rubio y travieso monaguillo de Capuchinos que repicaba tan bien las campanas?
No bastó la respetuosa consideración que fray Antonio inspiraba al padre guardián, para que éste se callase y no dijese claro que, si no había habido demonio, tampoco había habido duende, y que todo había sido farsa.
Fray Antonio quiso entonces justificarse, y antes de volver a Madrid, donde habitualmente residía, habló al padre guardián como sigue:
—No sólo ha habido duende, sino uno de los duendes más poéticos que en este mundo sublunar puede darse. Era ella tan pura, tan cándida y tan ignorante de lo malo, que a los quince años parecía ángel y no mujer. Él era bueno y sencillo como ella. Ambos se amaban con la más ardiente efusión de las almas, sin la menor malicia, sin que la dormida sensualidad en ellos despertase. Anhelaban unirse en estrecho y santo lazo; vivir unidos hasta la muerte, como en unión castísima habían vivido desde la infancia. A esto se oponía el desnivel de posición social. Menester era que Periquito ganase posición, nombre, gloria y bienes de fortuna. Al separarse para irse él a dar cima a su empresa, sin estímulo vicioso, con inocencia de niños y con fervoroso amor del cielo, se unieron sus bocas en un beso prolongadísimo. Sin duda se interpuso entre labios y labios una levísima chispa de éter, átomo indivisible, germen de inteligencia y de vida. El fuego abrasador de ambas almas enamoradas penetró en el átomo, le dio brillantez y tersura, y cuanto hay de hermoso y de noble en el mundo, vino a reflejarse en él como en espejo encantado que lo purifica y lo sublima todo. Los santos anhelos de amor de él y de ella, se fundieron en uno; y sin desprenderse enteramente de ambas almas, tuvieron en la misteriosa unión ser singular y substancial suyo y algo a modo de vaga, indecisa y propia conciencia. Se separaron los amantes. Él fue muy lejos; peregrinó y combatió. Durante diez años, no supieron ella de él, ni él de ella, por los medios ordinarios y vulgares. Pero el unificado deseo de ambos, el duende que nació del beso, con pintadas alas de mariposa y con la rapidez del rayo, volaba de un extremo a otro de la tierra; y ya se posaba en ella, ya en él, y hacía que se estrechasen como presentes, y renovaba el casto beso de que había nacido, no como recuerdo vano, sino como si nuevamente y con la misma o con mayor vehemencia ellos se besaran. No dude, pues vuestra reverencia de que el tal duende existe o ha existido. ¿Cómo explicar sin él la tenaz persistencia, durante diez años, de los mismos amores? El deseo no era sólo de ella. El deseo no era sólo de él. En ambos estaba, pero, al unirse, se separó de ambos, creando la unión un ser distinto. Este ser no tiene ya razón de ser; desaparece, pero no muere. No debe decirse que ha muerto o que va a morir la chispa inteligente, enriquecida con la viva representación de toda la hermosura, de la tierra y del cielo, cuando, cumplida la misión para que fue creada, se diluye en el inmenso mar de la inteligencia y del sentimiento, que presta vigor armónico y crea la luz y hace palpitar la vida en la indefinida multitud de mundos que llenan la amplitud del éter.
Fray Domingo oyó con atención todo esto y mucho más que dijo fray Antonio, y acabó por convencerse de que había duendes, unos prosaicos, otros poéticos, como el de don Pedro y doña Eulalia, sin que la teoría de fray Antonio pugnase en manera alguna con la verdad católica, pues redundaba en mayor gloria de Dios, hasta donde alcanza a concebirla el limitado entendimiento humano.
Madrid, 1897.
Novela corta
El señor don Emilio Cotarelo es un erudito de notable ingenio y de muy buen gusto, a quien debemos estar agradecidos y dar grandes alabanzas los aficionados a la amena literatura y a todas las artes de la palabra. Sus libros nos maravillan por la diligencia y el tino con que el autor ha sabido recoger noticias. Sus libros enseñan mucho y deleitan más. Natural es que sean leídos, comprados y celebrados.
Los ha compuesto ya el señor Cotarelo sobre don Enrique de Villena, sobre el conde de Villamediana y sobre el gran poeta Tirso. Pero lo que ahora me mueve a hablar de este escritor es la serie de estudios que está publicando sobre actores y actrices del siglo pasado. Ya han salido a luz la vida de la divina María Ladvenant, y más recientemente la vida de
La Tirana
. Ambas obras tienen mayor interés que las novelas, y más que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos raros. Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia: ¡Vamos, vamos, no dejaban de divertirse nuestros morigerados abuelos!
Y lo que es para mí el mayor mérito que tienen los libros de que voy hablando, es ser muy
sugestivos
. El autor no cuenta ni afirma nada sin probar su exacta verdad con documentos fehacientes. Quedan, pues, por contar o apenas indicados entre renglones, mil sucesos importantes y ocultos, los cuales explican o pueden explicar otros cuyas causas no vislumbramos, porque el señor Cotarelo, como historiador severísimo y veraz, tiene que dejarnos a media miel, sin decir como cierto lo que no está evidentemente demostrado, aunque se presuma y haya acerca de ello rastros e indicios. Siguiéndolos, voy a permitirme yo poner aquí algo muy importante de la vida de
La Caramba
, que el señor Cotarelo, por virtud de su severidad histórica, no ha podido menos de dejarse en el tintero, tal vez a pesar suyo.
El 8 de septiembre de 1785, día en que celebra la iglesia la Natividad de la Virgen Santísima Nuestra Señora, en vez de acudir al templo a rezar sus devociones, la desenfadada María Antonia Fernández bajó a pasear en el Prado, a provocar a los galanes y a escandalizar, según tenía de costumbre. Estaba en lo mejor de su edad, como sol que culmina en el meridiano; famosa por sus conquistas y celebrada por su gracia, por su primor en el vestir, por su gallardo cuerpo, por su andar airoso y por su marcial y bulliciosa desenvoltura. Iba aquel día bizarramente ataviada; brial de raso azul, justillo recamado de seda y oro y bien peinada la negra y undosa mata de pelo, sujeta en rodete en lo alto de la gentil cabeza por rascamoño de oro, lleno de piedras preciosas.
Completaban su tocado el lindo adorno que ella inventó y al que dio su nombre de guerra, llamándole
La Caramba
, y una mantilla blanca de preciosa y ligera blonda de Almagro.
De repente se obscureció el cielo; se levantó terrible tempestad; el aire silbaba y formaba remolinos; deslumbraban los relámpagos, y los truenos espantosos ensordecían y aterraban. Se abrieron luego las nubes y abundante lluvia, un verdadero diluvio empezó a caer sobre la tierra. No había coche ni silla de manos en que irse, y María Antonia Fernández, alias
La Caramba
, se refugió en la iglesia de Capuchinos del Prado, donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa. Predicaba fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo. El horror de la tempestad, que continuaba y crecía, las frases tremendas con que el padre fustigaba los vicios y con que describía las penas eternas que Dios justiciero les impone y tal vez asimismo el devoto cuadro de Lucas Jordán, que en aquella iglesia se parecía, representando a la Magdalena a los pies de Cristo, todo compungió por tal arte a la bella pecadora, penetrando en sus entrañas como agudas saetas de fuego, que se llenó de atrición y aun de contrición, sintió que el Altísimo la llamaba a sí y como por milagro quedó convertida.
María Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas; hizo desde aquel punto vida retirada y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento tardío, las duras mortificaciones con que se castigó ella misma y la vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo de sus pecados le causaba, acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole en cambio la salud del alma.
Todo esto es perfectamente histórico, notorio y sabido entonces en Madrid, y recordado ahora con puntualidad por el señor Cotarelo. Lo que voy a referir como apéndice es lo que generalmente se ignora.
Cualquier pecado mortal es abominable, pero cuando el pecado no contamina a ningún sujeto inocente y puro y no le aparta de la senda de la virtud, su malicia es mucho menor que cuando extiende su pernicioso influjo sobre criaturas humanas, y cuando todo lo inficiona y corrompe. María Antonia Fernández, aunque arrepentida y llorosa, tenía el consuelo de no haber pecado nunca en éste segundo sentido. Cuantos habían caído en sus redes y habían sido con ella pecadores, estaban pervertidos muy de antemano, de modo que ella no agostó ninguna virtud en flor, ni remedando al demonio robó ángeles al cielo para llevárselos consigo. A María Antonia no remordía la conciencia, sino de su propia perdición y no de haber procurado la ajena.
Sólo en una ocasión se mostró ella propicia a cometer tan doble y feo delito, pero se frustró y quedó en conato, gracias a la entereza de un sujeto, y sobre todo, gracias a la misericordia divina. Con horror recordaba
La Caramba
aquel caso.
El duque de Campoverde, a quien llamo así para ocultar su verdadero título, protegía y albergaba en su casa a un sobrino suyo, tan ilustre como pobre, llamado don Jacinto de la Mota, gallardo mancebo en la florida edad de veinticuatro años, elegantísimo, discreto y agradable por todo extremo. Y lo más singular y raro que en él había era su espiritual e inmaculada limpieza. No pocas damas desaforadas tenían el descoco de reír y burlar sobre su condición arisca, apellidándole el nuevo Hipólito y tal vez sintiendo el prurito de remedar a Fedra con mejor éxito y ventura.
El duque, viejo alegre y algo librepensador, y dos amigos suyos, muy curtidos y versados en aventuras ligeras y galantes, mortificaban de continuo a don Jacinto, ridiculizando su honesto recato y urdiendo tramas y buscando ocasiones peligrosas en que de todo punto le perdiese.
Conjurados para tan inicuo fin, buscaron el poderoso auxilio de
La Caramba
. Hubo una cena, a la que asistió don Jacinto, ignorando lo que iba a haber en ella, y le sentaron al lado de la seductora actriz, bella como nunca aquella noche, con leves y casi transparentes vestiduras, y adornados sus brazos y su desnuda y cándida garganta con ricos brazaletes y espléndido collar de perlas.
Pasaré aquí de largo, a fin de que nadie tilde de licencioso este escrito, sobre las infernales artes con que
La Caramba
, industriada por los tres libertinos, excitado su amor propio, anhelante de la victoria, y prendada además de la gallardía e inocencia del casto mozo, se esforzó por avasallarle y rendirle a todo su talante. Don Jacinto estuvo más firme que una roca; eclipsó casi la memoria del hijo predilecto del patriarca Jacob, todo ello con tal dignidad y tan sin melindres ni remilgos, que la risa y la chacota que el tío y sus dos amigos empezaron a mostrar, hubo pronto de trocarse en admiración y respeto. Desde entonces dejaron tranquilo al mozo, sin fastidiarle y sin embromarle más con disolutas disertaciones e impuras acechanzas.