Lo que resultó de este frustrado delito, del que no pudo menos de tener noticia la sociedad elegante y aristocrática de Madrid, fue la fama casi de santidad con que resplandeció don Jacinto, a quien se dieron a reverenciar las señoronas devotas, citándole como modelo. Y resultó también, y este fue más profundo resultado, un alto aprecio, una amistad sublime y una extraordinaria gratitud en el generoso corazón de la mujer desdeñada. Porque el mozo, al rechazarla con energía, no faltó en lo más mínimo a cuanto cumple a todo cortés caballero, y nada dijo ni hizo que exacerbase el desdén y que pudiera ser considerado como injuria. Antes bien, con dulces y piadosas palabras suavizó lo agrio del desvío, y vertió en la herida que acababa de abrir bálsamo celestial de consuelo.
Con tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María Antonia Fernández estos sentimientos delicados, que me atrevo a sospechar que predispusieron a aquella mujer para que a poco, estimulada por la tempestad, por el sermón elocuentísimo del padre Atanasio, y hasta por la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito su conversión milagrosa. Aquellos nobles sentimientos fueron como abejas, que empezaron por clavar sus punzantes aguijones en el pecho de
La Caramba
, y después labraron en su centro panal suave de místicas flores.
Lo cierto es que María Antonia y don Jacinto quedaron amigos y que la amistad hubo de estrecharse no bien se convirtió María Antonia. Nadie la veía ni en paseos, ni en teatros, ni en toros, ni en verbenas y veladas. Iba sólo a las iglesias, humildemente vestida con basquiña y negro manto de beata. Sólo un hombre, además de su confesor, hablaba ya en ocasiones con ella. Este hombre era don Jacinto. Ora se hablaban en la misma iglesia de Capuchinos, donde fue la conversión de ella y donde ambos solían asistir; ora acudía él a casa de la actriz, si bien con prudente recato para evitar la maledicencia.
No podía ésta tener el menor fundamento, pero la malicia humana levanta en el aire castillos de torpes embustes y conviene evitar que la malicia los levante y se haga fuerte en ellos.
María Antonia Fernández se sentía atraída hacia don Jacinto por un afecto angelical y todo del espíritu, y se lisonjeaba, además, de que afecto no menos puro impulsaba a don Jacinto a venir a visitarla.
Sus pláticas eran edificantes y propendían a lo místico; pero María Antonia distaba mucho de caer ni de tropezar siquiera en el error de los
alumbrados
. Para precaverse, leía con frecuencia los
Desengaños
, del padre Arbiol. Y por otra parte, si algo había en su mente y en su corazón de que, después de examinarlo, su conciencia pudiera tener escrúpulos, era un leve asomo de complacencia al imaginar o al notar que, si no había triunfado pecaminosamente de aquel mozo por los sentidos, había logrado elevar su alma ya purificada hasta el alma de él, enlazándolas con amistoso y casto lazo.
Aquel nuevo género de vida daba al espíritu de María Antonia grata paz y regalo; pero la austera crueldad con que trataba ella su cuerpo, los ayunos, las largas vigilias, el cilicio con que maceraba su carne, y acaso la dura disciplina con que se atormentaba en su más secreto retiro, quebrantaron tanto su salud, que cayó gravemente enferma, y estuvo, durante tres meses, postrada en el lecho y a punto de exhalar el último suspiro.
La ciencia de un buen médico y el cuidadoso esmero de su criada Juana, lograron conservar su vida y devolverle la salud.
Durante la enfermedad y más aún en la convalecencia, en voz baja, al oído, tiñéndose sus pálidas mejillas de leve color de rosa, preguntaba ella con frecuencia a Juana:
—¿Ha venido a saber cómo estoy? ¿No le has visto? ¿No ha hablado contigo?
Contrariada y afligida Juana, tenía que confesar que don Jacinto no había parecido por aquella casa; no había enviado, al menos a un criado, a informarse de cómo estaba la enferma.
Por último,
La Caramba
supo una novedad imprevista. La marquesa viuda de Montefrío, prendada de las virtudes de don Jacinto, y después de oír los consejos e informes del padre Atanasio, su confesor, había decidido tomar a don Jacinto para yerno, casándole con su hija, la marquesita, heredada ya y señora de una renta anual de más de veinte mil ducados. Se afirmaba que la marquesita era fea y tonta; pero prevaleció la razón de estado; todo se concertó pronto y bien, y don Jacinto de la Mota era ya rico y marqués de Montefrío.
Honda melancolía se apoderó del alma de María Antonia. Y, sin embargo, ella se esforzaba por disculpar a su amigo. El matrimonio, pensaba, no es para santificar por medio del Sacramento el deleite y la satisfacción de una pasión amorosa; es, en todos los que le contraen, para cumplir con una obligación y servir a Dios en aquel estado; y es, además, en los nobles, para conservar y perpetuar el lustre y decoro de sus familias, y sus apellidos y títulos, gloria y ejemplo de la patria e inmediato sostén de las bien concentradas monarquías. Así se explicaba María Antonia que don Jacinto, severamente, sin amor y en cumplimiento de deberes impuestos por su nobleza, se hubiese al fin casado.
Esto discurría para disculpar a su amigo, pero se afligía de no verle, de no conversar con él y de la soledad y del abandono en que la había dejado.
En medio de su pena, pudo tanto aún la briosa mocedad de María Antonia, fortalecida por el modo de vivir, menos duro y penitente que su larga convalecencia le había impuesto, que vino al cabo a encontrarse de nuevo sana y hermosa.
Vehemente deseo de volver a ver a don Jacinto dominó entonces su alma. Sin dejar su humilde traje de beata, pero, con extremada, pulcra e inconsciente diligencia, peinado el undoso cabello y acicalada toda su gentil persona
La Caramba
acudió de diario a rezar en la iglesia de Capuchinos y a pasar allí largas horas.
No se confesaba, no quería confesárselo; pero tal vez recelaba con miedo que no era sólo la devoción la que allí le llevaba, sino también la esperanza de volver a ver a don Jacinto.
Y la esperanza se cumplió. María Antonia volvió a verle; mas, ¡ay, cuán diferente del que antes era! Había descendido de un coche lujoso y llevaba al lado a la señora marquesa, su mujer, muy engalanada y muy fea.
María Antonia cerró involuntariamente los ojos para no ver aquello; y para no ser vista, se echó muy a la cara el manto y se arrimó a la pared en el lugar del templo que le pareció más sombrío.
María Antonia volvió, no obstante, a la iglesia de Capuchinos. No deseaba ya ver a don Jacinto en compañía de la marquesa. Deseaba verle solo y hablarle. Tardó en cumplirse su deseo, mas se cumplió por último.
Don Jacinto, saliendo de la sacristía, atravesó el templo. Ella le vio y salió antes que él y le aguardó a la puerta entre varios mendigos que pedían limosna. La palidez limpia y mate de su rostro tenía soberano hechizo y sus negros y rasgados ojos brillaban como dos soles de luto.
Iba tan distraído el flamante marqués que no reparó en ella, hasta que al ir a pasar la tocó con el hombro. Viola entonces y se paró, encarnado como la grana.
—¡Ingrato! —exclamó ella—. Te aguardaba aquí para cerciorarme de que no me has olvidado del todo y para pedirte la limosna de una mirada y el favor y la honra de que te dignes hablarme todavía.
—Estoy casado —dijo él; y en el tono con que pronunció aquellas palabras, se mostraba el temor de que alguien le viese con ella.
Don Jacinto, con todo, parecía más mundano y menos timorato que de soltero. Se diría, y ella lo sospechó de repente, que don Jacinto casi había desechado su mojigatería, logrado ya el fin principal que le habla movido a tenerla. María Antonia, por primera vez después de su conversación y olvidada de su conversión, le dirigió entonces una mirada larga, fogosa, dulce y llena de promesas. Aproximando luego su rostro al de él, hasta el punto de que penetró por su boca y por sus narices el aliento de ella, dijo ella quedito y con desmayada dulzura:
—Ven de noche a casa. Nadie te verá y no lo sabrá nadie.
Enseguida María Antonia le volvió la espalda y se apartó de aquel sitio.
Salieron a relucir las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo del arca. María Antonia no parecía ya la penitente. Estaba vestida, harto ligeramente vestida, como en la noche de la tentación y de la cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al diablo. Estaba perfumada su estancia, y lucían en ella los primorosos presentes de sus antiguos amadores y el lujo de la plata labrada.
Don Jacinto no dejó de acudir a la cita. Era ya otro hombre. Había desechado la máscara del misticismo. Hasta el recuerdo de la fealdad y, de la tontería de su consorte estimulaba su liviano deseo. Para disculpar su ingratitud, brotaron de sus labios entrecortadas frases. Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el freno de su bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda boca y dejando ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos hilos de perlas.
Él la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de ella con sus labios.
Con ambas manos, María Antonia le rechazó tan violentamente, que faltó poco para que le derribase por el suelo. No parecía mujer, sino furibunda leona. No era la lánguida y complaciente enamorada; ni era tampoco la penitente mística; era la maja de rompe y rasga, insolente y soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos y capaz de matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales.
—Vete, huye —exclamó—, apártate de mi presencia. No pienses que la amistad y la admiración que me infundiste con tus embustes, se han trocado en amor lascivo. Se han trocado en asco. Si continúas aquí, corres peligro de que te asesine. Sólo muriendo a mis manos y no gozándome conseguirás ya arrojarme en el infierno. Vete, repito; es un hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para siempre y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y dinero.
Don Jacinto pensó que
La Caramba
se había vuelto loca. Si no de su material violencia, tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la resonancia ridícula que podía tener aquella escena si se prolongaba. Huyó, pues, casi despavorido. Y como era hombre que entendía bien su interés y su conveniencia, pero que de almas sabía poco, jamás llegó a comprender ni a darse cuenta de las singulares transformaciones del alma de María Antonia, convertida de súbito de libre cortesana en austera penitente, y de austera penitente en algo a modo de vengadora y aterradora Furia.
Cuando María Antonia se vio libre de la presencia de don Jacinto, quedó inmóvil y de pie por algunos instantes; rompió luego en insana risa y en descompuesta y nerviosa carcajada; y por último, se arrojó al suelo, retorciéndose, derramando un mar de lágrimas y balbuceando entre dientes el
yo, pecadora
.
De allí en adelante no volvió a pecar María Antonia, ni en pensamiento ni en acto. Persistió en sus rezos, redobló sus vigilias, ayunos y mortificaciones, y logró pocos meses después, temprano y dichoso tránsito a mejor vida.
(Palinodia)
En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefrío en las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta obra al ilustre escultor don Manuel Álvarez, a quien sus contemporáneos llamaron
el griego
, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la Antigüedad clásica. Elegante ornato del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El santo está representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Álvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del santo con la consideración de que él, no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo. Asimismo se nota en el rostro del santo cierto vergonzoso rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere el padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que quiso tentar y rendir al santo y dio ocasión para que se le llamase
el que no se quemó en medio del fuego
y para que se le comparase a los tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.
La efigie, en suma, sobre poseer muy notable valer artístico, es digna de consideración por causas nada comunes. En el pecho, en el sitio bajo el cual debe estar el corazón, lleva clavado un puñalito de fuerte acero y agudísima punta. Todo él, menos la empuñadura de oro, ha penetrado en la madera, impulsado por mano sacrílega. Y cuenta la gente piadosa que todavía a principios de este siglo se realizaba en la mencionada efigie un singular milagro. Todos los años, el 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen Nuestra Señora, una gotita de color rojo, a modo de sangre, manaba de la herida. No ha de extrañarse que el prodigio no se realice hoy, porque no merecen verle los que de fe carecen.
Como quiera que ello sea, la linda efigie atrae mucho la atención, y más cuando llega a saberse que entre los documentos existentes en el archivo de la casa del marqués hay un escrito de don Melchor de la Mota, tío del marqués actual y cuarto hijo del abuelo de éste, don Jacinto, donde se refiere la historia de la imagen y se explica el suceso de la herida que lleva en el pecho. El escrito que pongo aquí, ya copiando y ya extractando o saltando no pocos párrafos, es como sigue:
«La admirable escultura de don Manuel Álvarez, que representa a San Vicente Ferrer, vino a poder de mi madre en el año 1801. Se la legó al morir el reverendo padre capuchino fray Atanasio, que la custodiaba en su celda desde el año de 1785. Mi madre, que era discreta y callada, o no sabía o aparentaba no saber del San Vicente sino el nombre del autor, su mérito como objeto de arte y la inmediata procedencia por donde llegó a sus manos, de sobra reconocía además, y no lo disimulaba, que el artista había tomado para modelo de su santo el bello rostro del marqués, marido de ella, y le había retratado con fidelidad pasmosa.