Junto a la ventana principal había un bufete, con recado de escribir, y muchos libros y papeles.
Silveria, arrellanada en un sillón, se comía un bizcocho de los que Juan le presentaba en una bandeja de plata.
—Está muy rico —dijo, y se comió dos más.
Cuando se fue el criado y Silveria se quedó sola con el amo, contestó con sencilla naturalidad a varias preguntas que éste le hizo. Juzgándose así autorizada a preguntar también, sometió al forastero a un chistoso interrogatorio:
—¿Cómo se llama su merced? —le preguntó.
—Me llamo Ricardo, para servirte.
—Para servir a Dios —repuso ella—. Y dígame su merced, ¿en qué emplea su tiempo, encerrado aquí todito el día y sin ver a nadie?
—En escribir.
—¿Y qué escribe?
—Comedias, novelas…; soy poeta.
—Vamos, ya entiendo…, tramoyas y líos de enredo divertido para entretener a la gente ociosa.
—Así es, hija mía.
—Oiga usted, ¿y cómo se arregla su merced a fin de inventar tanta maraña, sacándola de la cabeza? Difícil ha de ser el oficio. ¿Quién se le enseñó?
—El Hechicero, de quien tantas cosas has oído.
—¿Y dónde y cómo le vio su merced?
—Le vi hace años. Le perdí luego, y me temo que no he de volverle a hallar nunca.
Silveria no comprendió nada de esto, y se lo confesó al forastero con inocente franqueza.
—Con el tiempo lo comprenderás —le dijo él—; eres muy niña todavía.
Y como no le dio más explicaciones, ella se sintió lastimada y picada en el fondo de su alma, de que él, no sólo la creyese ignorante, sino por lo pronto, y Dios sabía hasta cuándo, incapaz de aprender, indigna de que se le revelase misterio alguno.
Y en su sentir había allí misterio. A la verdad, la idea inmediata y distinta que ella se formaba del oficio de Ricardo, era la de que inventaba embustes ingeniosos e inofensivos que pudiesen servir de diversión apacible. Pero Silveria cavilaba mucho y su pensamiento iba deprisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Sólo vagamente, discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones del poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y de lo inaudito, y haciendo patentes mil tesoros que esconde la naturaleza en su seno. Pero ¿quién prestaba al poeta la llave para abrir el arca en que esos tesoros se custodian? ¿Quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿De qué cantan los pajarillos? ¿Qué cuentan, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo había de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandado.
Tales ensueños, y otros mil, enteramente inefables, surgían en la imaginación de Silveria y aguijoneaban su curiosidad.
Ricardo, no obstante, había dicho que era muy niña para entender en otros asuntos al parecer de menor importancia. ¿Cómo, pues, había ella de considerarse apta para iniciarse e instruirse en algo, a su vez, más recóndito y obscuro?
Silveria era modesta y prudente, a pesar de su desenfado y de su audacia, y no insistió en preguntar.
Para su consolación y sosiego, puso en lo inexplicado extraño deleite y buscó y halló en lo desconocido inagotable venero de suposiciones fantásticas, que la divertían y embelesaban.
Sus visitas a Ricardo no fueron en lo sucesivo muy frecuentes. Silveria era orgullosa, y no quería estar de más ni ser importuna o cansada; pero Ricardo la trataba bien, como a una chiquilla despejada, mimada y graciosa, y ella siguió visitándole de vez en cuando, trayéndole flores y comiéndole sus bizcochos.
Alentada por él, que le dijo que le mirase como a su hermano mayor, Silveria acabó por tutearle.
Cuando, a solas, pensaba en Ricardo, a veces le tenía grande envidia por el trato íntimo en que se figuraba que había de estar con los genios del aire o con otros seres e inteligencias sobrehumanas; a veces le tenía muchísima lástima al contemplar el aislamiento y abandono en que él vivía, sin padre ni madre que le cuidasen y mimasen como a ella la cuidaban y mimaban.
De esta suerte, fueron pasando días y días hasta que llegó el invierno con sus escarchas y hielos.
La Nochebuena quiso el Indiano obsequiar a su hija, y le compró y le trajo de la menos distante ciudad un precioso Nacimiento. Jerusalén con el templo de Salomón y el palacio de Herodes, todo de cartón pintado, estaba en lo más alto, sobre muchos peñascos, de cartón también; pedacitos de vidrio imitaban ríos y arroyos; la estrella que guiaba a los Reyes Magos aparecía atada a un alambre, y el portal de Belén figuraba en primer término.
Más de cuarenta muñequitos de barro animaban el paisaje. Herodes conversaba con la reina, asomados ambos a un balcón; Melchor, Gaspar y Baltasar iban a caballo, trotando por una vereda y guiados por la estrella maravillosa; el Niño Jesús se veía en el portal con la Virgen, San José, el buey y la mulita; pastores y zagalas se prosternaban adorando al Niño; otros cuidaban de las ovejas o de una manada de pavos; y seis o siete ángeles, vistosísimos y con alas desplegadas, al parecer de oro, anunciaban la Buena Nueva al mundo tocando sendas trompetas.
Iluminado todo esto por dos docenas lo menos de cerillas, tomaba un aspecto deslumbrador; semejaba un ascua de oro.
En extremo se holgó Silveria al ver encendido su Nacimiento. Hubo en la alquería fiesta familiar. La nodriza tocó la zambomba, y amos y criados cantaron villancicos, y patriarcal y primitivamente cenaron juntos sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas, y para postre castañas cocidas, olorosos peros y otras frutas bien conservadas desde el otoño.
Terminada la fiesta, todos se recogieron a dormir, mucho antes de media noche; pero Silveria se sentía harto desvelada, y mil ensueños y fantasías tenían alerta y alborotaban su espíritu.
Sola en su cuarto, abrió las maderas de la ventana y se puso a mirar el cielo y los campos solitarios y silenciosos. Ni la más ligera ráfaga de viento movía las ramas. El aire, sin nubes, consentía que la luna bañase con su pálido fulgor los montes y las copas de los árboles. Misteriosa obscuridad prevalecía donde éstos proyectaban su sombra. Alguna nieve, en el ramaje y extendida por el suelo, relucía cual bruñida plata, y al quebrarse en ella los rayos de la luna, ya lanzaban destellos diamantinos, ya formaban iris fugaces.
Silveria contempló todo lo dicho, pero miró también el castillo, que sobresalía entre los árboles, y vio luz al través de los vidrios de la ventana principal. La lámpara ardía aún sobre el bufete, y su amigo sin duda estaba escribiendo o leyendo.
Ella tuvo entonces muy grande compasión de la soledad de su amigo; y, al pensar en que ella se había divertido tanto, mientras él había estado tan solo, se le saltaron las lágrimas. Allá en sus adentros, ponderó y encareció además la magnificencia y primor de su Nacimiento, y se afligió sobremanera de que Ricardo no le hubiese visto. Se sintió dominada por un irresistible deseo de lucir ante su amigo aquella maravilla artística de que era poseedora, gracias a la generosidad de su padre y sin premeditarlo nada, tomó la resolución más atrevida.
Se abrigó lo mejor que pudo, bajó la escalera de puntillas, se apoderó de la llave de la puerta, abrió y volvió a cerrar, y se encontró al raso, con bastante frío, y llevando en las manos el Nacimiento, apagado, que, por dicha, si bien tenía alguna balumba, pesaba muy poco.
Como era robusta y ágil, en menos de diez minutos se plantó en la puerta del castillo, cargada con magos, ángeles, Niño Dios, ovejas, pavos, Jerusalén y pastores.
Depositando su carga en el suelo, dio dos aldabonazos, y pronto oyó la voz del viejo Juan, diciendo:
—¿Quién llama?
—Gente de Paz. ¡Ábreme, hombre!
Juan conoció la voz, y abrió, todo espantado y santiguándose y persignándose.
—¡Ave María Purísima! ¿Qué ha sucedido? Muchacha, ¿te has vuelto loca?
—No seas tonto —replicó ella—. Yo estoy en mi juicio. Vengo a que vea tu amo esta preciosidad. Vamos a encender a escape.
Y, valiéndose de la luz que Juan traía, encendió sin detenerse las candelas todas.
—Cállate, no digas que estoy aquí. Voy a sorprender a tu amo.
Y cargando de nuevo con el Nacimiento, ya todo refulgente, subió Silveria la escalera.
El poeta, con los codos sobre la mesa y absorto en sus meditaciones, no había sentido nada.
Silveria entró, se acercó a él sin hacer ruido, y cuando estuvo a cortísima distancia, recordó lo que el ángel principal llevaba escrito en un cartoncillo, pendiente de la trompeta, y con voz argentina y melodiosa, lo dijo como saludo:
—¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
Maravillado el poeta, se puso de pie de un salto, y la muchacha, adelantándose rápidamente, colocó sobre la mesa la luminosa y sencilla representación del sagrado misterio.
—¡Vamos! —exclamó—. Confiesa que es muy bonito.
Ricardo lo miró todo, por un breve instante, sin decir palabra. Luego miró a Silveria y dijo:
—¡Ya lo creo…, es un prodigio!
Y asiendo a la chica por la cintura con ambas manos, la levantó a pulso en el aire, la chilló, la brincó y le dio en las frescas mejillas media docena de besos sonoros.
Enseguida la reprendió suave y paternalmente por el audaz desatino de haberse escapado de su casa, viniéndose sola a media noche por entre los pinos. Ella le oyó compungida, pero no arrepentida.
No por eso dejó él de mirar de nuevo el Nacimiento, celebrándole mucho. Después apagó a soplos todas las candelas, se puso la capa y el sombrero hizo que Juan le acompañase, cargado con el Nacimiento, y, tomando a Silveria de la diestra, y en su izquierda una linterna encendida, llevó a la chica a casa de sus padres, donde la hizo entrar, donde Juan dejó el Nacimiento y de donde no se retiró hasta que Silveria quedó dentro y echó la llave.
Pasó tiempo, y las visitas de Silveria y sus coloquios con el poeta no se hicieron más frecuentes. Harto notaba ella, apesadumbrada, aunque sin enojo, que él le hablaba siempre de niñerías, que no se dignaba leerle nada de sus obras, y que no llegaba nunca a explicarle los arcanos procedimientos de su arte.
Pero Silveria, que tenía mucho orgullo, culpaba de todo a sus cortos años, y se afligía poco, porque era confiada, jovial y alegre, y no se afligía sino con sobrado motivo.
Jamás hablaba el poeta de sus escritos, contentándose con saber, por Juan, que en la capital del reino eran cada vez más celebrados, proporcionando a su autor envidiable fama.
Ricardo se ausentaba con frecuencia; iba a la capital, pasaba allí algunos meses y volvía a su retiro.
Apenas volvía, acudía Silveria a verle, y él la encontraba tan niña, tan graciosa y tan inocente como la había dejado.
Aconteció, no obstante, que en una de esas excursiones, Ricardo tardaba mucho en volver. Silveria preguntaba a Juan, que había quedado guardando el castillo, cuándo volvería su amo, y, por las respuestas que de Juan recibía, calculaba que iba el Poeta a tardar mucho, que acaso ya no volvería jamás.
Así transcurrieron, no dos o tres meses, como en otras ausencias, sino más de cinco años; pero Silveria distaba infinito de olvidar al poeta. Siempre le tenía presente en la memoria, y aun le veía en sueños. Y si bien le causaba amarga tristeza la desesperanza de volver a verle en realidad, la energía sana y la noble serenidad de su espíritu se sobreponían a todas las penas. Por Juan sabía además, y esto la consolaba, que Ricardo estaba bien de salud y que alcanzaba brillantes triunfos allá en remotos países.
Ella también triunfaba, a su modo, en aquel apartado retiro en que vivía. Gloriosa transformación y vernal desenvolvimiento hubo en todo su ser. Estaba otra, aunque más bella. Creció hasta ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda, sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás, hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía divina de sus formas se revelaban al través de la ceñida vestidura, y, agitándose su firme pecho, se levantaba en curva suave.
En resolución, Silveria era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña.
La madre, al ver a Silveria en edad tan sazonada y florida, excitó al Indiano a salir de aquella soledad y a irse a vivir en la aldea o en población mayor y más rica, a fin de hallar un buen novio con quien la chica se casase; pero el Indiano se oponía siempre a tal proyecto y le condenaba como profanación abominable. Aunque valiéndose de términos más rudos, él razonaba de esta suerte. Algo dormía aún en Silveria, y era cruel romper bruscamente su sueño de ángel; era impío, sin aguardar a que ella misma bajase del cielo a cumplir su misión, lanzarla de repente en la tierra, por grandes que fuesen las venturas con que la tierra le brindara.
Convenía, por otra parte, que aquella rosa temprana desplegase sus pétalos con todo reposo y no diese precipitadamente el aroma y la miel de su cáliz. El Indiano alegaba, por último, que no era de temer que su hija perdiese la ocasión. Por su simpar belleza podía aspirar a enlazarse con un príncipe; y como, además, el Indiano había administrado bien su caudal, había ahorrado bastante y podía dotar a Silveria con generosa esplendidez; siempre que se lo propusiese acudirían los novios a bandadas como los gorriones al trigo.
No se sabe si los razonamientos del Indiano convencieron o no a su mujer; pero ella hubo de someterse, según tenía de costumbre.
Silveria continuó, pues, selvática y casi retraída de toda convivencia y trato de gentes, como paloma torcaz, como escondida flor del desierto.