Entre las jaras, tarajes, lentiscos y durillos, en la espesura de la fragosa sierra, á la sombra de los altos pinos y copudos alcornoques, discurren valerosos jabalíes y ligeros corzos y venados; por toda la feraz campiña abundan la liebre, el conejo, la perdiz y hasta el sisón corpulento, y toda clase de palomas, desde la torcaz hasta la zurita. No bien empieza á negrear y á madurar la aceituna, acuden de África los zorzales, cuajando el aire con animadas nubes. El jilguero, la oropéndola, la vejeta y el verderón alegran la primavera con sus trinos amorosos. El gran Guadalquivir da mantecosos sábalos y sollos enormes; y dan ancas de ranas y anguilas suaves todos los arroyos y riachuelos. Sería proceder en infinito si yo contase aquí los productos del reino vegetal, la Flora de aquella tierra predilecta del cielo, sobre la cual, según popular convencimiento y arraigada creencia, está verticalmente colocado, en el cénit, el trono de la Santísima Trinidad. Baste saber que las mil y tantas huertas de Cabra son un Paraíso. Allí, si aún estuviese de moda la mitología, pudiéramos decir que puso su trono Pomona; y extendiéndonos en esto, y sin la menor hipérbole, bien añadiríamos que Palas tiene su trono en las ermitas, Ceres en los campos que se dilatan entre Baena y Valenzuela, y Baco el suyo en los Moriles, cuyo vino supera en todo al de Jerez.
La cordobesa mira con desdén todo esto, ó bien porque le es habitual y no le da precio, ó bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo, algunas señoras se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el fénix, el grifo ó el águila bicípite.
Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia á sus paisanas, pudieran con más razón aplicarse á las mías. No es la alemana la que describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia ó de mi lugar:
Ella en el reino aquél prudente manda;
Reprime al hijo y á la niña instruye;
Nunca para su mano laboriosa,
Cuyo ordenado tino
En rico aumento del caudal influye.
¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero á la bodega, y de la bodega á la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario ó guarda en el arca ó en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama, sahumada con alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes, calados, dobladillos y vainicas que en la
miga
le enseñaban, y que hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No queda camisa de hilo ó de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón ó pañolón de Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de terciopelo, una faja de seda encarnada ó amarilla, un marsellé remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla, y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro. Sobre todo esto, para ir á misa ó á cualquier otra ceremonia ó visita de cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un desacato, presentarse sin ella, aunque señale el termómetro 30 grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y rozagante, presta á la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la abandonaba jamas; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para tomar el pulso, tomándole por cima del embozo. Claro está que quien no se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se le quita, trayéndole hacia la cara para defenderla del sol ó de la luz, si duerme la siesta al aire libre; así como se le lleva hacia el morrillo ó cogote, sosteniéndole con la mano, para saludar á las personas que más respeto y acatamiento le merecen. Pero volvamos á nuestra cordobesa.
Pobre ó rica se esmera, como he dicho, en la casa. En algunas hay ya habitaciones empapeladas; pero lo común es el enjalbiego, lo cual será grosero y rústico si se quiere, mas alegra con la blancura y da á todo un aspecto de limpieza. La misma ama, si es pobre, y si no la criada, enjalbiega á menudo toda la casa, incluso la fachada. Esta manía de enjalbegar llega á tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años há, enjalbegaba su piano: el primero que apareció por allí. Ahora hay ya muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las señoras y señoritas que tocan y cantan.
Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo ó de tertulia en el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La hiedra, la pasionaria, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa enredadera y otras plantas trepadoras, tejen ese tapiz con sus hojas entrelazadas y le bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta de un frondoso emparrado una buena parte del patio; y en su centro, de suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas ó escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas, albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que se entretejen aquellas rejas ó verjas, suelen tener por adorno sendos cascarones de huevo ó lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da música por la noche.
En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja perenne hermoseen su habitación. Canarios ó jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen á colocarse los galgos y los podencos.
Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como bufón ó gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades: caza zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga ó red, y pesca anguilas metiéndose en los charcos y arroyos y cogiéndolas con la mano. Alguno de éstos suele tener su poco de poeta: da los días á la señora en décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales ó contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene á los niños, y sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.
La criada de lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores: y todos éstos son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de chascarrillos picantes.
Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba, era el de Doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama indio de Kalidasa, titulado
Sacuntala
. Los árabes, sin duda, trajeron este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.
La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la voluntad y se convierte siempre en la acompañanta ó favorita del ama, ó de la niña ó señorita soltera. Viene á semejarse á la confidenta de las tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enone. De todos modos va con su ama á visitas, á misa y á paseo, le lleva y le trae recados, y procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.
Á esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.
Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice:
Al andaluz hacedle la cruz, y al cordobés de manos y pies
, bien puede afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas de lo levantiscos, alborotados y amigos de correrla que son generalmente los maridos. Ya dice uno que va al campo á ver las viñas ó los olivares y á inspeccionar la poda, la cava ú otra labor cualquiera; ya supone otro que va á cazar
sub Jove frigido, tenerae conjugis inmemor
; ya éste tiene que ir á negocios á la cabeza de partido, ó á Córdoba, ó á Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir á Jerez á llevar muestras de vino, ó á alguna feria, á ver si vende ó compra ganado; en suma, jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto, queda en la soledad y en el abandono, y si á menudo se ve asediada por los pretendientes, imita á Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo su marido, ni fué á pasar trabajos y á aventurar la vida en la guerra de Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones, hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.
Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de la cordobesa. No negaré, con todo, que á veces agota la cordobesa la resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que su marido tenía con todo sigilo á una muchacha en su casa de campo, á donde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas á la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y sin que su marido lo notase, se fué por aquellos vericuetos hasta llegar á la casería. Terrible fué la entrevista con la pecadora, á quien echó de allí á pescozones.
Debo advertir que en éste y otros casos se avivan los celos con poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas suele ser muy costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que hay que comprar á la muchacha, ni del boato y pompa con que es menester sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se gasta también. La
hetera
de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas
heteras
parisinas; pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los cuñados, la madre, las tías, todos, en suma, se creen con derecho á cuanto hay: con derecho al trabajo; y por consiguiente, con derecho á la asistencia y á la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa; las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan. La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora á costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela y no te las pagará; si eres cosechero de vino ó aguardiente, menudearán las botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.
No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se dedican muchas mujeres á él y abaratan el mercado con la competencia. En todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y harto difícil en puntos de honra. Colonia en lo antiguo de verdaderos ciudadanos romanos, y no de libertos, como otras, mereció y obtuvo el título de
patricia
; cuando la invasión mahometana, no vinieron á poblarla rudos y plebeyos berberiscos, sino claros varones de pura sangre arábiga; los linajes más ilustres de Medina y de la Meca; los descendientes de los
ansares
,
tabies
y
muadjires
. Y por último, habiendo sido mi provincia, durante dos siglos, fronteriza con el reino de Granada, ha debido tener y ha tenido para custodia y defensa de sus lugares fuertes, y para tomar el desquite de cualquier ataque, entrando en algarada por los dominios del alarbe, talando sus mieses y haciendo otras mil insolencias y diabluras, una población de hombres recios y valerosos,
Todos hidalgos de honra
Y enamorados de veras,
como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su bien cimentada reputación; y no por vana jactancia, sino con sobra de motivo, lleva por mote, en torno de los rapantes leones de su limpio escudo: «
Corduba militiae domus, inclyta fonsque sophiae
». Lucano, Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros, dan testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable, los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado Córdoba; ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas-Reales, Navarro el de Lucena y Caparrota el de Doña Mencía.
No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho padre complaciente y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo á fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrita. Tal vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como para designar su origen forastero; y de éstas he conocido yo á la Murciana, á la Manchega y á la Tarifeña.