Donde viene de repente, donde la rigidez del invierno la hace más deseable, es donde se muestra con más pompa y estruendo, donde da más alta razón de sí, donde resplandece más benigna en el trono de su gloria, donde más se la admira y donde merece ser más admirada. El hielo que cubre los ríos se quebranta, se rompe, y baja en gruesos témpanos hacia la mar con descompuesta furia. Casas, palacios, chozas, árboles y cielo, vuelven á mirarse con ansia y con amor en el líquido espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas. Los pájaros acuden á bandadas, guiados por infalible instinto. Turban las grullas el silencio de la noche con sus agudos gritos, cuando vienen avanzando en falange simétrica y bien ordenada. Las golondrinas y mil aves cantoras, al volver de su larga emigración, saludan con blando pío, ó con chirrido alegre, ó con trinos variados, sus antiguas conocidas viviendas. La cigüeña zancuda inmigra de Oriente o de África, y busca el nido en el viejo torreón o en el alto mirador de la alquería. Tal vez allí la rubia y joven campesina alemana le puso al cuello, antes de que se fuese, una cinta con algún romántico letrero. Cuando vuelve, se pasma la muchacha de ver que le contesta algún muftí del Cairo ó algún santón de la Meca con otro letrero escrito en arábigo. Entre tanto, se ha liquidado la escarcha apretada que cubría los prados, y la hierba y las flores, como si hubiesen estado oprimidas bajo aquel peso, surgen por ensalmo. La anémona nemorosa es una de las más tempranas que abren por allí su cáliz para anunciar la Primavera. Pero otras mil flores, más olorosas y no menos bellas, aparecen después, llamando y excitando al céfiro á que respire los aromas que exhalan.
El céfiro viene, semejante al atrevido Príncipe del cuento de hadas, y atraviesa por la esquiva floresta, y penetra en el silencioso palacio, y llega hasta el lecho de la encantada y dormida Princesa, y le da un beso de amor. Entonces se desbarata el maléfico hechizo: el silencio y el reposo de muerte se truecan de súbito en movimiento, música, agitación y vida. Como si fuesen á celebrarse divinas bodas, todo se entapiza y hermosea. Se abren los tesoros, se despliegan las galas, se ponen las mesas y aparadores del regio banquete, y luce sobre el ancho tálamo la cubierta de púrpura, esmeralda y oro. Los convidados peregrinos ya hemos dicho que acuden de lejos cruzando los aires. Otros, que no peregrinan, despiertan de prolongado sueño, se revisten de sus vestimentas más ricas, y acuden también. Todos, como buenos vasallos, procuran imitar á los Príncipes. Y como los Príncipes están enamorados y van á casarse, todos se enamoran y se casan. Se diría que apenas hay sér vivo que no se embriague con el zumo de mágicas hierbas o con el perfume de extrañas flores, las cuales mueven al amor, al deleite y al regocijo, induciendo á la vida para que se acreciente y se difunda y abra nuevos caminos de sér. Ciertas ficciones poéticas parece que tienen entonces realidad, y se cree en el
dudain
, que buscaba Raquel harta de ser estéril; en el loto, que hacía olvidarse de todo á los compañeros de Ulises, y en el
nepentes
, que alegraba el alma, y que dió á Telémaco Elena.
Claro está que al decir yo todo esto de los climas del Norte, no niego igual ó mayor belleza á la primavera del Sur: lo que insinúo es que quizás la rapidez del cambio hace que por allá se sienta mejor.
Pero aquí se renueva también la vida, y llega la estación de los amores, y los gérmenes dormidos se agitan, y nacen las larvas, y, después de sus completas metamorfosis, les brotan alas de gasa de colores diversos, y elictras metálicas y resonantes, y trompas ligeras con que recogen la miel de las flores. Aquí también las plantas desnudas, los álamos, los chopos, las acacias y otros mil árboles de sombra vuelven á vestirse de hojas verdes, y florecen el almendro y la higuera y los demás frutales, y nos dan el fruto con la poesía de la esperanza.
Todo esto es cierto; pero lo es también que los hombres del Norte sienten ahora con más profundidad, describen y retratan mejor la Primavera que los del Mediodía.
¿Será, como hemos dicho, porque la Primavera viene por allí con más ímpetu, ó porque los hombres están por allí más cerca de la naturaleza y más en comunión con ella; porque llevan menos siglos de civilización; porque están menos gastados; porque no es entre ellos tan marcado el divorcio y tan crudo el antagonismo entre el mundo de los espíritus y el mundo de los cuerpos?
Profunda cuestión es ésta. Yo no quisiera entrar en ella, pero se me pone por delante á pesar mío.
Yo veo desde luego que en las antiguas edades sentían los hombres del Mediodía y celebraban, por lo menos con igual entusiasmo que hoy los del Norte, la vuelta de la Primavera. Atis resucitado, Osiris resucitado y Adonis resucitado lo atestiguan. Los misterios de Samotracia y de Eleusis eran en el fondo inspirados por la Primavera.
Cuando renacía la vegetación, cuando brotaban las hierbas y las flores, cuando las selvas se cubrían de pompa y de verdura, cuando subía la savia por los troncos, era cuando la madre desconsolada enjugaba sus lágrimas y desechaba el traje de luto, porque la hija, hundida en las entrañas lóbregas de la tierra, surgía fecunda, hermosa y resplandeciente de inmortales fulgores; porque Cora, fugitiva del tenebroso amante que la había tenido aprisionada en sus brazos, aparecía de nuevo á bañarse en las ondas de luz del sol enamorado, quien, por contemplarla y besarla, se detenía más tiempo sobre nuestro horizonte, é iba difundiendo por más horas y con mayor tino y eficacia, en este hemisferio boreal, la lluvia dorada de sus rayos ardientes.
Si esto se sentía con tal profundidad, y ya no, es sin duda porque nos hemos hecho muy espirituales. Desdeñamos la naturaleza por amor del espíritu. ¿Qué vale la selva florida, qué vale el árbol más lozano y eminente, al lado del árbol místico, de quien dice el himno sagrado:
Crux fidelis, inter onmes
Arbor una nobilis:
Silva talem nulla profert
Fronde, flore, germine?
No es en el florecimiento de la Primavera, no es en el árbol más fecundo, no es en el huerto más feraz donde recordamos el perdido Paraíso: donde más nos maravillamos, bendiciéndolas, de la potencia del Altísimo y de su bondad infinita, es en aquel árbol que sirve como de solio al mismo Dios:
Arbor decora et fulgida,
Ornata Regis purpura,
Electa digno stipite
Tan sacra membra tangere.
Pero yo no me inclino á creer que sea el misticismo ó el espiritualismo cristiano quien nos haga tan poco sensibles á la naturaleza y nos lleve tanto en pos del espíritu.
El amor de Cristo lo comprende todo, sin excluir la naturaleza material. Con Él y por Él subió al cielo la carne purificada y gloriosa. Él miró con afecto á todas las criaturas. Él no desdeñó los ramos floridos de oliva y las gallardas y vencedoras palmas con que le recibieron el día de su triunfo. Sus fieles, más sencillos y candorosos, aman los objetos materiales por amor suyo, y rodean de rosas y de hierbas de olor, en los días primeros de mayo, ese árbol sagrado, que fué su patíbulo; y cuando, ya más adelantada la Primavera, en el momento más rico del desenvolvimiento vernal, celebra su Iglesia el sacrosanto misterio en cuya virtud quiso Él comunicarse á nosotros, infundiéndose en el licor que alegra los corazones y en el pan que nos alimenta, el pueblo cristiano alfombra con gayomba olorosa y verde y fresca juncia la vía por donde pasa, y las mujeres vierten una lluvia de flores sobre el artístico y áureo templete, arca de la nueva alianza, donde va Él en custodia.
Menester es confesarlo: es infundada, es injusta la acusación de los impíos. No vino la doctrina de Cristo á condenar ó á endiablar la naturaleza. Los tres enemigos capitales de esa doctrina no tienen menor influjo, jurisdicción y mando en el reino del espíritu que en el de la materia. También siguiéndolos pueden las gentes ser espirituales. No hay sólo concupiscencia en la carne: la hay en el espíritu. Y si hay espiritualismo divino, no deja de haberle diabólico, y más común y frecuente por desgracia.
Ahora bien: yo entiendo que este espiritualismo diabólico, y no el divino, es el que nos aparta de la naturaleza y de su amor inocente.
Aunque se me acuse de pánfilo, de sobrado benigno, de querer disculparlo todo, voy á declarar aquí una cosa en confianza.
A mi ver, hasta el propio diablo no nos seduce y extravía así, de repente y sin más ni más. Se guardarla muy bien de hacerlo: no le traería cuenta ninguna. El diablo se funda al principio en algo razonable: nos lleva por buenos términos y caminos, hasta que llegamos á cierto punto, donde ya, con mucha suavidad, empieza aquel maldito de Dios á engolosinarnos llevándonos por los atajos, y así nos extravía y nos pierde.
En el caso del espiritualismo, á que nos referimos, es evidente que no son malos los principios y fundamentos. La naturaleza hizo mucho por el hombre; pero el espíritu ha venido á completar la obra natural, tomándola más propia, más bella, más útil y más ajustada á nuestras necesidades y aspiraciones. Al hombre, más débil y más inerme que el cordero, el espíritu, convertido en herrero y en pirotécnico, le ha dado armas y fuerzas mil veces mayores que las del león; al hombre, más desnudo que el perro chino, el espíritu convertido en tejedor, en sastre, en zapatero y en sombrerero, le ha vestido más primorosos trajes que al pavón, al colibrí y al papagayo; al hombre, poco más listo que el topo ó el mochuelo en punto á ver, el espíritu, convertido en fabricante de catalejos, le ha dotado de vista más penetrante que la del águila; al hombre, que jamás hubiera hecho natural é instintivamente algo que valiese media colmena, el espíritu, convertido en arquitecto, le ha enseñado á construir alcázares soberbios, torres esbeltas, pirámides ingentes, columnas airosas, cómodas viviendas, catedrales, teatros, y en suma, ciudades maravillosas; al hombre, que en el estado de naturaleza selvática es propenso á comerse á sus semejantes, y que se regalaba, y aun suele regalarse en algunas regiones, con ásperas bellotas, con cigarrones machacados ó con pescado crudo y putrefacto, el espíritu, convertido en cocinero, le prepara artísticamente manjares agradables, hasta á la vista, y hace que uno de los actos que más le recuerdan lo que tiene de común con el animal sea un acto solemne, de corbata blanca y condecoraciones, donde tal vez se celebran los triunfos más transcendentales de la religión, de la ciencia, de la filosofía y de la política, al hombre, en fin, que después del pecado, se entiende, y en el estado de naturaleza y ya sin gracia, debió de ser casi tan feo como el mono, y más sucio que el cerdo, y más pestífero que el zorrillo, el espíritu, convertido en ortopédico, en pescador de esponjas, en fabricante de baños, en civilización para decirlo en una palabra, le ha hecho limpio, oloroso, aseado y bastante bonito para servir de modelo á la Minerva y al Júpiter de Fidias, al Apolo del Vaticano y á las Venus de Milo y de Médicis.
Sería cuento de nunca acabar el ir refiriendo aquí cuanto ha hecho el espíritu para completar, hermosear y ensalzar la obra de la naturaleza.
Así es que, á ojo de buen cubero, bien se puede asegurar, sin recelo de ser exagerado, que hasta en las cosas que más naturales parecen, la naturaleza, si bien se examina, ha hecho de seis partes una, y el espíritu del hombre ha hecho las otras cinco. ¿Podría, por ejemplo, alimentar nuestro globo, en estado de mera naturaleza, 200.000.000 de hombres? Yo me temo que no. Es así que hay, á lo que dicen, pues yo no los he contado, 1.200.000.000: luego 1.000.000.000 son hijos del arte, pura creación del espíritu, producto de nuestro fecundo ingenio.
Pongamos, pues, que una sexta parte de cuanto hay, y quizás sea mucho poner, lo ha dado, lo ha regalado la naturaleza. Las otras cinco sextas partes han costado mucho trabajo al espíritu. Y este trabajo del espíritu, este complemento á la naturaleza, es lo que tiene valor y precio, y se mide y se representa y se mueve bajo la figura redonda de la moneda metálica, ó bien toma la traza de unos papeluchos mugrientos que se llaman billetes; los cuales, así como los discos ó tejuelos de metal, vienen á ser encarnación del espíritu, lo más sutil y animado y circulante de su valor, la esencia imperecedera de su trabajo secular acumulado.
Hasta aquí las cosas van bien; pero ya aquí el diablo, como vulgarmente se dice, empieza á meter la pata. El espiritualismo nos induce y excita á querer, á adorar casi esta encarnación, ó mejor expresado, esta empapelación y metalización del espíritu. Por este espiritualismo, y no por el cristianismo, desdeñamos lo natural: no sentimos toda la hermosura de la Primavera. Si no tienes, ni en tu arca, ni en tu bolsillo, algunos de esos tejoletes o algunos de esos papeluchos espirituales, todas las flores te parecerán abrojos, y la Primavera, invierno; los claveles te apestarán como la flor de la sardina; el almoraduj, el serpol, el toronjil y la albahaca, te inficionarán como la ruda; las hojas aterciopeladas de la begonia te punzarán al las manos como si fuesen cardos borrriqueros; al tocar la mimosa púdica creerás tocar aliagas y ortigas; serán para ti como tártago la hierbabuena y la manzanilla; la caña dulce te amargará el paladar como retama; á la roja flor del granado preferirás el jaramago amarillo; confundirás el canto del ruiseñor con el de la rana; se te antojaran cuervos las tórtolas y búhos las palomas; y las pintadas y aéreas mariposas, y los esbeltos caballitos del diablo, y los fulgentes cocuyos y luciérnagas, y la aromática mosca macuba te causarán más asco que los gorgojos, cucarachas y escarabajos peloteros.
Una vez dominado el hombre por el susodicho espiritualismo, aborrece la vida rústica y el idilio y la égloga. Aminta y Silvia, Dafnis y Cloe, y Baucis y Filemón le parecen entes insufribles.
Lo que se opone, pues, á lo natural es lo artificial. Lo que tira á destruir el encanto poético del mundo es el espíritu de la industria, no el de la ciencia, ni el de la religión, ni el de la filosofía.
Mil veces lo tengo dicho y nunca dejo de pensarlo: los más ladinos y sutiles sabios experimentales no descubrirán jamás el secreto de la vida; siempre escapará á sus análisis químicos la fuerza misteriosa que une, traba y combina los átomos y crea los individuos; el amor, la conciencia, el pensamiento, la causa de moverse, de crecer orgánicamente, de sentir y de representarse en uno á los demás seres, no quedará jamás en el fondo de las retortas ni saldrá por la piquera de los alambiques. ¿Qué red delicadísima inventará el sabio para pescar ondinas, cazar silfos ó sacar á los infatigables gnomos de las entrañas de la tierra? La única razón que tendrá para negar su existencia será que no logra cogerlos; que se sustraen á la inspección de sus groseros sentidos. Por lo demás, las ninfas, las diosas, todos los seres sobrenaturales, que poblaron el aire, la tierra y el agua en las primeras edades del mundo, pueden vivir y es probable que vivan ahora como entonces.