En uno de estos momentos de reposo sacó de su zurrón algunos mendrugos de pan bazo y varias rajas de queso, y, al borde de una fuentecilla, compartió con la joven su poco apetitosa y rústica merienda. En otros momentos, Silveria se rindió al sueño y se recobró de su cansancio.
La noche llegó al cabo, con aterradora lobreguez.
—Todavía nos queda bastante que andar —dijo el viejo.
Y sacando del zurrón una linternilla y de la faltriquera eslabón, pedernal, yesca y pajuela, encendió un cabo de vela que dentro de la linternilla estaba colocado. Después entregó a Silveria la linternilla y otros cabos de vela, de que venía provisto, para cuando el que estaba ardiendo se consumiera.
De esta suerte siguieron caminando.
Sería ya cerca de media noche, cuando oyó Silveria ruido de aguas abundantes, que corrían con rapidez, despeñándose entre las rocas.
—Ya estamos a pocos pasos de mi casa —dijo el ciego—. Yo vivo con mi hermana, que es más vieja que yo. Su carácter es violento y avinagrado. Odiaba a tu madre. No quiero que te vea. Podría reconocerte y hacerte daño. Sus hijos, además, son dos forajidos, y de ellos debo recelar lo peor. No bien lleguemos a la orilla del río, es necesario que me dejes. Yo, siguiendo la corriente, me iré sin dificultad a la casa, que dista de allí poquísimo. Tú, ya sola, seguirás andando con valor contra el curso del agua, y procurando no encontrar a ningún ser humano. La linternilla te alumbrará. Al fin llegarás al nacimiento del río, que brota entre las peñas. A poca distancia del gran manantial, si buscas bien, verás la entrada de la caverna. Entra denodadamente; llega hasta el fondo, y yo te aseguro y anuncio que encontrarás al hechicero, según lo deseas.
Pronto llegaron, en efecto, a la misma margen de aquel riachuelo apresurado. Allí se escabulló el vicio; se desvaneció en la obscuridad como soñada visión aérea. Silveria se quedó completamente sola.
Su peregrinación fue más penosa y más arriesgada que antes, por espacio de algunas horas. El casi borrado sendero por donde Silveria iba se levantaba, en no pocos puntos, sobre el nivel del agua, de la que le separaba un negro precipicio. La garganta de las sierras, en que el río había abierto su cauce, se estrechaba cada vez más, y la cima de los montes parecía elevarse, dejando ver menos cielo y menos estrellas.
Amaneció, por último, y penetró en aquella hondonada la incierta luz de la aurora.
Todo se alegró y animó al ir disipándose la obscuridad. Despertaron las aves y saludaron con sus trinos el naciente día.
Silveria llegó entonces al manantial. Brotaba con ímpetu y en gran cantidad la cristalina masa de agua entre enormes y pelados peñascos. Por todas partes se alzaban como colosales paredes los escarpados cerros. La joven se creía sumida en un grande hoyo, porque las revueltas del camino le encubrían el lugar de su ingreso.
Buscó ella con ansia la gruta, y apartando ramas y zarzas, que la celaban algo, vino al fin a dar con la entrada.
Sin vacilar un instante, y con heroica valentía, penetró en el subterráneo, espantando a los búhos y murciélagos que allí anidaban, y que oseados huyeron.
Transcurridos ya más de veinte minutos de marchar en las sombras, un tanto iluminadas por la linternilla, y de seguir un camino tortuoso, viendo Silveria que no llegaba al término, se impacientó, recordó su evocación y gritó con coraje:
—¡Acude, acude, hechicero, para sanar y consolar a mi poeta!
Nadie respondió a la evocación, que retumbó repercutiendo en aquellos huecos y recodos.
El último cabo de vela que en la linterna ardía chisporroteó y acabó de consumirse. La audaz peregrina quedó envuelta en las tinieblas más profundas.
Se adelantó a tientas; iba cuesta arriba; la cuesta era más empinada mientras más se elevaba. El techo de la gruta se hacía más bajo. Silveria tenía que andar agachadísima y tocando en el techo con las manos para no tocarle con la cabeza.
De pronto notó en el techo, en vez de piedra, madera. Palpó con cuidado, y advirtió que eran tablas trabadas con dos barras de hierro. Palpó con mayor atención, y descubrió que las tablas estaban asidas al techo de la gruta por cuatro fuertes goznes.
Subió entonces tres escalones en que terminaba la cuesta, aplicó la espalda al tablón y empujó con brío.
El tablón no tenía candado ni cerradura. No había llave que pudiese estar echada; pero el tablón se resistía al empuje de Silveria, que casi desesperó de levantarle.
Hizo, no obstante, un supremo esfuerzo, y el tablón se levantó, girando sobre los goznes, volcándose de un lado y dejando entrar por la ancha abertura alguna tierra con ortigas, jaramagos y otras pequeñas plantas de que estaba cubierta. La hermosa luz del claro día bañó al mismo tiempo aquella extremidad de la gruta.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Silveria.
Y, saltando alborozada, se encontró en un abandonado e inculto jardincillo, cercado de muy altas murallas, sin ventana alguna.
Sólo divisó, junto a un ángulo de aquel cuadrado recinto, un pequeño arco ojival, y bajo el arco, las primeras gradas de una angostísima escalera de caracol.
A escape pasó ella bajo el arco y subió por la escalera hasta una puertecilla, cerrada con la llave, en que la escalera terminaba.
A pesar de las penalidades y emociones de la aventurada peregrinación, Silveria estaba preciosa de beldad, en su mismo desorden. La rubia cabellera, medio destrenzada y caída; las mejillas, rojas con la agitación; el pecho, levantándose con fuertes latidos, y los ojos, con más brillantez que de ordinario, por leve cerco morado con que la fatiga le había teñido los párpados, al borde de las largas y sedosas pestañas.
Impaciente y contrariada Silveria por el obstáculo que se le ofrecía, golpeó la puertecilla con furor, sacudiendo sobre ella, con la pequeña y linda mano que parecía inverosímil que tamaña fuerza tuviera, los más desaforados y resonantes puñetazos.
Tardaron en abrir, y creció su impaciencia. Volvió a golpear. Luego recordó la evocación, y empezó a recitarla gritando:
—Acude, acude, hechicero…
No tuvo tiempo para concluirla. La puertecilla se abrió de súbito, de par en par, y Silveria vio delante a su poeta, lleno del mismo júbilo que ella sentía.
Lanzó Silveria alrededor una rápida mirada, y reconoció la sala del castillo donde escribía Ricardo y donde ella le había visitado tantas veces.
Quiso entonces, por gracia, repetir la evocación, y empezó a decir nuevamente:
—Acude, acude, hechicero…
Pero tampoco pudo terminar.
Ricardo le selló la boca con un beso prolongadísimo y la ciñó apretadamente entre los brazos para que ya no se le escapase.
Ella le miró un instante con lánguida ternura, y cerró después los ojos como en un desmayo.
Los pájaros, las mariposas, las flores, las estrellas, las fuentes, el sol, la primavera con sus galas, todas las pompas, músicas, glorias y riquezas del mundo imaginó ella que se veían, que se oían y que se gozaban, doscientas mil veces mejor que en la realidad externa, en lo más íntimo y secreto de su alma, sublimada y miríficamente ilustrada en aquella ocasión por la magia soberana del hechicero.
Silveria le había encontrado, al fin, propicio y no contrario. Y él, como merecido premio de la alta empresa, tenaz y valerosamente lograda, hacía en favor de Silveria y de Ricardo sus milagros más beatíficos y deseables.
No nos maravillemos, pues (y hasta válganos lo expuesto para disculpar a Silveria y al poeta), de que no fuesen, sino tres horas más tarde, a ver al Indiano y a su mujer, y a sacarlos de la angustia en que vivían.
Indescriptibles fueron la satisfacción y el contento de ambos cuando volvieron a ver sana y salva a su hija, y asimismo se enteraron de que, sin necesidad de ir a la cercana aldea ni a ninguna otra población, como la madre pretendía, sino en el centro de aquellas esquivas soledades, Silveria había hallado novio muy guapo, según su corazón, conforme con su gusto, y con aptitud y capacidad harto probadas, para toda poesía y aun para toda prosa.
Ojalá que cuantos busquen con inocencia y con buena fe al hechicero, le hallen tan benigno como le hallaron Silveria y Ricardo, y le conserven la vida entera en su compañía, como le conservaron ellos.
Viena, 1894.
Nada hay en el hombre tan grato á Dios como el arrepentimiento; pero en ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.
Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos que eso. Yo presumo de muy sensible á los encantos naturales. Me apuesto con el más pintado á sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles praderas, la lozanía de los verjeles, el apartamiento silencioso de los sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan á la blanca aurora cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.
Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De este segundo don es del que carezco.
El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas, con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta Gracián y desde Virgilio á D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores, cuanto tiene sér en la estación vernal, y trasladarlo á este papel, y de este papel á la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.
La Primavera es como fiesta espléndida que dan los espíritus elementales; como sagrada orgía, en que el aire, la tierra, la luz, el agua y cuantas inteligencias o misteriosos genios en el seno de los elementos viven ocultos, lucen su hermosura, se revisten de sus más ricos adornos, y se enamoran, y se acarician, y cantan, y bailan. ¡Vaya usted á describir esto sin conocer los nombres de dichos genios, ignorando sus lances de amor y fortuna, y no acertando á distinguirlos bien unos de otros!
Lo que más se parece á la Primavera, en mezquino y pobre trasunto, por artificio humano realizado, es un bonito baile. Pues declaro que yo no sé describirle. Los nombres de las señoras más lindas y elegantes se me borran de la memoria no bien tomo la pluma, y sólo sé decir que me gustan, lo cual es muy
sujetivo
, sin atinar á describir los trajes que llevan, los diamantes que fulguran en sus cabezas airosas, las perlas que ciñen lascivas sus desnudas gargantas, y todo aquello, en suma, que las determina y diferencia. Así es que, no pudiendo yo empezar por este analítico y circunstanciado estudio, no llego jamás á la síntesis, esto es, á dar una idea cabal, exacta y adecuada del baile.
Si esto me sucede con un espectáculo que no dura más de algunas horas y que se limita al breve recinto de uno ó dos salones, ¿qué se puede esperar de mí como describidor del baile divino, al aire libre, que dura meses, que se extiende por todo un hemisferio del mundo, y donde cantan y bailan los inmortales al son de la concertada harmonía de las esferas? Está visto, yo tengo que hacerlo muy mal.
Hasta el mismo entusiasmo, hasta el mismo semi-religioso fervor con que miro el asunto, es en mí daño y me le hace más difícil. Si yo le mirase con frialdad, ya me las compondría, tomando de aquí y de allí, no del natural, sino de libros, que me servirían de guía y modelo; ya lo compaginaría y arreglaría todo lo menos mal posible. Por desgracia mi entusiasmo es grande y no me deja acudir con serenidad á mi escasísima ciencia.
Lo primero que no sé es qué plan seguir; dentro de qué términos encerrarme. Porque á la verdad, si el más rastrero de los seres humanos da suelta á su imaginación y la echa á volar por esos campos verdes y por ese cielo sereno, durante los meses de abril y mayo, sólo Dios sabe dónde su imaginación ira á parar, y qué rico botín traerá cuando vuelva á casa, si vuelve y no se queda embobada, de estrellas y flores, de mariposas y calandrias, de perfumes y harmonías, de luz y sombras, de amores y de cánticos, todo tan en desorden y tan enmarañado, que no habrá manera de cifrarlo en un libro en folio y mucho menos en 20 ó 30 cuartillas.
Al considerar esto me entra temblor como de calentura, y pido al numen método y plan para mi obrilla; pero al numen le incomoda el método, y lo que es yo por mí no le trazo sino muy vulgar, sin atinar á aventurarme por nuevos caminos, y sin resignarme á seguir los muy trillados y seguidos por todos.
Para saber el día en que empieza y el día en que acaba la Primavera, remito al lector al almanaque. Para saber la causa inmediata y natural de su vuelta periódica, le remito á cualquier compendio de Astronomía.
¿Qué me queda, pues, que decir acerca de la Primavera?
¿Sacaré á relucir las manoseadas y trivialísimas moralidades de que dicha estación responde á la juventud en nuestra vida, y de que conviene no gastar las flores á fin de que haya luego sazonados frutos en el otoño? ¿O daré lección de política ó de filosofía de la historia, con ocasión de la Primavera, afirmando que las naciones tienen también la suya, o sea su juventud, durante la cual aman y cantan y dan flores; pero que, no bien llegan á su otoño, ó dígase á su edad madura, deben dejarse de tales devaneos y trabajar mucho, que esto es dar el fruto que importa, á fin de pagar las deudas y proporcionarse las comodidades y el bienestar que el invierno y la vejez reclaman?
Imposible. Esto sería lo peor que se me pudiera ocurrir. Esto sería un sermón inaguantable. Hablemos, pues, de la Primavera, aunque sea sin orden. Ojalá tuviese yo á mano al Pegaso ó al Hipógrifo, para imitar á Perseo ó á Astolfo, montar en él, y correr á rienda suelta á donde y por donde el monstruo quisiera llevarme.
En otras tierras más al Norte que la nuestra, la Primavera, fuerza es confesarlo, si no es, parece más hermosa: el cambio de escena tiene mayor rapidez y doble hechizo; la mudanza hiere más la fantasía; se nos presenta como súbita y milagrosa resurrección de los seres. A orillas del Rhin ó del Elba, la Primavera nos da concepto superior de la potencia creadora, de lo que debió de ser el nacer el aparecer de la vida sobre nuestro globo. En nuestros climas más cálidos apenas hay mutación, ó es tan lenta que no se percibe. En las huertas de Murcia y Valencia, en la hoya de Málaga, en las márgenes del Guadalquivir y hasta en la misma vega de Granada, la Primavera se deslíe, se esfuma con el invierno; es una Primavera difusa o harto desvanecida.