—No me pone nada en particular. De hecho no sé cómo ha llegado eso hasta aquí.
—A todo el mundo le pone algo —dijo Lee, y por supuesto tenía razón. Ig había pensando prácticamente lo mismo cuando Lee le dijo que no sabía qué música le gustaba—. Pero meneársela con cómics..., eso no es sano.
—Lo dijo tranquilamente, con cierto tono comprensivo—. ¿Nunca te ha hecho nadie una paja?
Por un momento la habitación pareció agigantarse en torno a Ig, como si se encontrara en el interior de un balón que se estuviera llenando de aire. Se le pasó por la cabeza que Lee se estaba ofreciendo a hacer el trabajo. En ese caso le diría que no tenía nada en contra de los gays, pero que él no lo era.
Sin embargo Lee siguió hablando:
—¿Te acuerdas de la chica que estaba conmigo el lunes? Me ha hecho una. Cuando terminé soltó un gritito, lo más raro que he oído en mi vida. Ojalá lo hubiera grabado.
—¿En serio? —preguntó Ig, aliviado e impresionado al mismo tiempo—. ¿Hace mucho que es tu novia?
—No es esa clase de relación. No somos novios. Sólo se pasa por mi casa de vez en cuando para hablar de los tíos y de la gente que se porta mal con ella en el colegio y esas cosas. Sabe que mi puerta está siempre abierta.
Ig casi rió al escuchar esta última afirmación, que supuso irónica, pero se contuvo. Lee parecía hablar en serio. Continuó:
—Las pajas que me hace son una especie de favor. Y menos mal, porque creo que acabaría machacándole el cráneo, con esa manía que tiene de cotorrear todo el tiempo.
Lee depositó con cuidado el
X-Men
en la caja e Ig recogió el tragabolas y lo volvió a meter en el armario. Cuando regresó a la cama, Lee tenía la cruz en la mano; la había cogido de la funda de la trompeta. Al verlo a Ig se le cayó el alma a los pies.
—Esto está chulo —dijo Lee—. ¿Es tuyo?
—No —respondió Ig.
—Ya lo suponía. Parece un collar de chica. ¿De dónde lo has sacado?
Lo más fácil habría sido decir que pertenecía a su madre, pero a Ig le crecía la nariz cada vez que decía una mentira y además Lee le había salvado la vida.
—De la iglesia —dijo consciente de que Lee deduciría el resto. No entendía por qué al decir la verdad sobre algo tan insignificante tenía la sensación de estar cometiendo un error catastrófico. Decir la verdad nunca era malo.
Lee había enroscado los dos extremos de la cadena alrededor de su dedo índice, de forma que la cruz se balanceaba sobre la palma de su mano.
—Está rota —dijo.
—Por eso la encontré.
—¿Es de una pelirroja? ¿Una chica de nuestra edad más o menos?
—Se la dejó olvidada y pensaba arreglársela.
—¿Con esto? —pregunto Lee tocando la navaja multiusos con la que Ig había estado intentando manipular el broche—. Con esto es imposible. Para arreglarla necesitas unos alicates de punta fina. Mi padre tiene toda clase de herramientas. Yo la arreglaría en cinco minutos. Se me da bien arreglar cosas.
Lee miró a Ig por fin y éste se dio cuenta de que no hacía falta que le preguntara lo que quería hacer. Sólo la idea de darle la cadena le ponía enfermo y empezó a notar una presión en la garganta, como cuando estaba a punto de darle un ataque de asma. Pero sólo había un respuesta que le permitiría sentirse como una persona decente y generosa.
—Claro —dijo Ig—. Llévatela y mira a ver si puedes arreglarla.
—Vale —dijo Lee—. Si la arreglo se la devolveré el domingo que viene.
—¿No te importa?
Ig se sentía como si alguien le hubiera clavado un cigüeñal en la boca del estómago y estuviera dándole a la manivela, estrujándole poco a poco las entrañas.
Lee asintió:
—Claro que no. Me encantará. Te estaba preguntando por lo que te pone. Ya sabes, el tipo de chica que te gusta. A mí me gustan como ella. Tiene algo, no sé. Estoy seguro de que nunca ha estado desnuda delante de ningún tío, aparte de su padre. ¿Sabes que vi cómo se le rompía? El collar, digo. Estaba de pie junto al banco justo detrás de ella e intenté ayudarla. Está buena pero es un poco creída. Aunque la verdad es que casi todas las tías buenas se lo tienen creído hasta que las desvirgan. Porque es lo más valioso que tienen, lo que hace que los chicos las persigan y estén pensando en ellas, imaginándose que pueden ser el primero. Pero cuando alguien las desvirga ya se pueden relajar y portarse como chicas normales. Pero en serio, gracias por darme esto, así tengo una excusa para entrarla.
—No hay problema —dijo Ig con la sensación de que le había entregado algo mucho más importante que una cruz y una cadena de oro. Era justo. Lee se merecía algo bueno después de salvarle la vida y que nadie se lo reconociera. Lo que le extrañaba era por qué sentía que no era justo.
Le dijo a Lee que volviera otro día que hiciera bueno para bañarse en la piscina y Lee dijo que de acuerdo. Al hablar, a Ig le parecía estar escuchando una voz extraña, procedente de algún lado de la habitación. La radio, tal vez.
Lee estaba dirigiéndose hacia la puerta con su cartera al hombro cuando Ig se dio cuenta de que se había dejado los CD.
—Llévate los discos —dijo. Se alegraba de que Lee se marchara ya. Quería tumbarse un rato en la cama y descansar.
Lee miró los CD y dijo:
—No tengo dónde escucharlos.
Ig se pregunto hasta qué punto sería pobre Lee, si vivía en un apartamento o tal vez en una caravana, si por la noche lo despertaban gritos y portazos, o la policía, que había ido a arrestar a su vecino por pegar otra vez a su novia. Otra razón más para no guardarle rencor por haberse llevado la cruz. Odiaba no sentirse bien por Lee, no alegrarse del hecho de darle algo, pero lo cierto es que no podía, porque estaba celoso.
La vergüenza le hizo volverse y rebuscar en su mesa. Cogió el walkman portátil que le habían regalado por Navidad y unos auriculares.
—Gracias —dijo Lee cuando se lo dio—. No tienes por qué regalarme todo esto. No hice nada. Estaba ahí y eso...
A Ig le sorprendió la intensidad de su reacción, una punzada de alivio, una oleada de afecto por aquel chico pálido y flaco que apenas sabía sonreír. Cada minuto de vida que le quedaba por delante era un regalo que Lee le había hecho. La presión del estómago desapareció y pudo volver a respirar con normalidad.
Lee metió el reproductor portátil, los auriculares y los CD en su cartera antes de colgársela al hombro. Desde una ventana del piso de arriba Ig le observó bajar por la pendiente subido en el monopatín bajo la lluvia mientras las gruesas ruedas trazaban surcos de agua en el brillante asfalto.
* * *
Veinte minutos más tarde escuchó el Jaguar detenerse junto a la casa con ese sonido que tanto le gustaba, ese suave zumbido al acelerar que parecía salido de una película de acción. Volvió a la ventana del piso de arriba y miró hacia el coche negro esperando que de un momento a otro las puertas se abrieran y su hermano saliera acompañado de Eric Hannity y algunas chicas entre risas y humo de cigarrillos. Pero Terry salió solo y permaneció un rato junto al coche. Después caminó despacio hacia la puerta, como si le doliera la espalda y fuera un hombre mayor que llevara horas en la carretera en lugar de haber ido y vuelto a la ciudad.
Ig estaba bajando las escaleras cuando entró su hermano con los cabellos revueltos y brillando por el agua. Al comprobar que Ig le miraba le dirigió una sonrisa fatigada.
—Eh, tío —dijo—, tengo algo para ti.
Y le lanzó una cosa redonda y oscura del tamaño de una manzana.
Ig la cogió con las dos manos y después miró la silueta blanca de la chica desnuda con la hoja de arce tapándole el pubis. El petardo bomba pesaba más de lo que había imaginado, tenía una textura áspera y la superficie estaba fría.
—Tu recompensa.
—Ah —dijo Ig—. Gracias. Con todo lo que pasó supuse que Eric se había olvidado de pagar su apuesta.
De hecho hacía días que Ig había aceptado que Eric Hannity no iba a pagar, que se había partido la nariz para nada.
—Ya, bueno. Se lo he recordado.
—¿Hay algún problema?
—Ahora que ya ha pagado no.
—Terry se quedó callado con una mano apoyada en el poste de la escalera. Después siguió—: No quería dártela diciendo que cuando bajaste llevabas las zapatillas puestas o una gilipollez del estilo.
—¡Qué cutre! Es lo más cutre que he oído en mi vida —dijo Ig.
Terry no contestó y siguió frotando el dedo pulgar contra el poste de la escalera.
—De todas maneras espero que no os pelearais. Es sólo un petardo.
—De eso nada. ¿No viste lo que le hizo al pavo?
Ésta le pareció a Ig una respuesta extraña, señal de que su hermano no le había entendido. Terry le dirigió una sonrisa entre culpable y comprensiva, y dijo:
—No sabes lo que pensaba hacer con él. Hay un chico en el instituto al que Eric odia. Yo le conozco de la banda. Un tío legal, Ben Townsend. El caso es que su madre trabaja en una aseguradora. Contestando el teléfono o algo así. Así que Eric le odia.
—¿Sólo porque su madre trabaja en una compañía de seguros?
—Sabes que el padre de Eric no está bien, ¿verdad? Que no puede coger peso, no puede trabajar y tiene problemas... Le cuesta hasta cagar. Es una pena. Se supone que iba a cobrar el dinero de un seguro, pero todavía no han visto un duro y me temo que nunca lo van a ver. Así que Eric quiere vengarse con alguien y la ha tomado con Ben.
—¿Sólo porque su madre trabaja en la compañía de seguros que está puteando a su padre?
—¡No! —exclamó Terry—. Ésa es la cosa. ¡La madre trabaja en otra compañía completamente distinta!
—Pues es absurdo.
—Desde luego. Pero no te rompas la cabeza intentando encontrarle algún sentido, porque no lo tiene. Eric quiere usar el petardo para volar algo de Ben y me llamó para ver si quería ayudarle.
—¿Qué quería volar?
—Su gato.
Ig se sintió como si él mismo hubiera volado en pedazos, presa de un horror que bordeaba el asombro.
—Bueno, a lo mejor eso es lo que Eric ha dicho, pero seguro que te estaba tomando el pelo. ¡Venga ya! ¿Un gato?
—Cuando se dio cuenta de lo cabreado que estaba, hizo como que estaba bromeando. Y no me dio el petardo hasta que le amenacé con contarle a su padre lo que habíamos estado haciendo. Entonces me lo tiró a la cara y me mandó a tomar por culo. Sé de buena tinta que su padre ha practicado varios actos de brutalidad policial en el culo de Eric.
—¿Aunque no tiene fuerzas ni para cagar?
—No puede cagar, pero sí manejar un cinturón. En serio, espero que Eric nunca llegue a ser policía. Es igualito que su padre. Ya sabes, del tipo «Tiene derecho a guardar silencio mientras le pisoteo la cabeza...».
—¿Y le habrías contado a su padre lo de... ?
—¿Qué? Para nada. ¿Cómo le iba a contar lo que hemos hecho si yo también estaba implicado? Sería faltar a la regla de oro del chantaje.
Terry guardó silencio un momento y luego añadió:
—Eric es una mala persona. Y siempre que he estado con él me he sentido mala persona. Tú no estás en la banda, así que no puedes saberlo, pero es complicado gustar a las tías o que los tíos te respeten cuando tu principal habilidad es tocar
América la bella
a la trompeta. Me gustaba cómo nos miraba la gente, por eso iba con Eric. Lo que no sé es por qué iba él conmigo. Quizá sólo porque tengo dinero y conozco a gente famosa.
Ig hizo rodar la bomba entre sus dedos con la sensación de que debería decir algo, sólo que no se le ocurría nada. Cuando por fin habló fue para decir algo de lo menos apropiado: —¿Qué se te ocurre que podría volar con esto?
—No tengo ni idea, pero no lo hagas sin mí, ¿eh? Espérate unas cuantas semanas a que me haya sacado el carné y entonces iremos a Cape Cod con más gente. Podemos hacer una fogata en la playa y tal vez encontremos algo.
—La última gran explosión del verano —dijo Ig.
—Exacto. Lo ideal sería arrasar algo que se vea desde el espacio. Pero si no podemos, al menos cargarnos algo importante y bonito que luego no se pueda reemplazar —dijo Terry.
D
e camino a la iglesia le sudaban las manos, se sentía raro y pegajoso. Tenía el estómago revuelto. Sabía la razón, y era una ridiculez, ni siquiera sabía su nombre y jamás había hablado con ella.
Aunque le había enviado señales. Una iglesia llena de gente, gran parte de la cual eran chicos de su edad, y sin embargo le había mirado a él y le había enviado un mensaje con su cruz de oro brillante. Incluso ahora no entendía por qué había renunciado a ella, por qué se la había dado a otra persona como si fuera un cromo de béisbol o un CD. Se dijo que Lee era un chico pobre y solitario que vivía en una caravana y estaba necesitado de alguien, que estas cosas sucedían porque así debía ser. Trató de sentirse bien por lo que había hecho, pero en lugar de ello en su interior iba creciendo una muralla de oscuro horror. No lograba imaginar qué le había empujado a dejar que Lee se llevara la cruz. Hoy la traería. Se la daría y ella le daría las gracias y se quedarían hablando después de misa. Ya les veía caminando juntos; cuando pasaban a su lado la pelirroja miraba hacia él, pero sin gesto alguno de reconocerle y con la cruz, ya arreglada la cadena, brillando sobre su garganta.
Lee estaba allí, en el mismo banco, y se había colgado la cruz del cuello. Fue lo primero en que reparó Ig y su reacción fue pura bioquímica. Como si se hubiera bebido de un trago una taza de café ardiendo. La sangre le circulaba con furia, como estimulada por una sobredosis de cafeína.
El banco que estaba delante de Lee permaneció vacío hasta pocos momentos antes de que empezara la misa, y entonces tres señoras corpulentas ocuparon el sitio donde se había sentado la chica una semana antes. Lee e Ig se pasaron la mayor parte de los veinte primeros minutos alargando el cuello buscándola, pero no estaba allí. Su pelo, esa gruesa ristra de trenzas cobrizas, no podía pasar desapercibido. Finalmente Lee miró a Ig desde el otro lado del pasillo y encogió los hombros en un gesto cómico, e Ig le devolvió el gesto, como si fuera cómplice de Lee en sus intentos por establecer contacto con la chica del código Morse.
Sin embargo, no lo era. Cuando llegó el momento de rezar inclinó la cabeza, pero su plegaria no tenía nada que ver con el padrenuestro. Lo que pidió fue recuperar la cruz. No le importaba que aquello estuviera mal. Lo deseaba más de lo que había deseado nada jamás, más incluso de lo que había deseado respirar cuando se encontraba perdido en aquella vorágine mortal de aguas negras y almas rugientes. No conocía su nombre, pero sabía que los dos estaban destinados a divertirse juntos, a estar juntos; los diez minutos en los que ella le había lanzado destellos a la cara habían sido los mejores diez minutos que jamás había pasado en la iglesia. Hay cosas a las que no se puede renunciar, independientemente de lo que le debas a alguien.