Cuernos (32 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
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Lee seguía teniendo la llave y la usó para golpear a Ig en el estómago, lo que le causó un violento ataque de tos. Trastabilleó, pero justo cuando iba a caer de lado, sus dedos se aferraron a la cruz de oro, que colgaba con una cadena del cuello de Lee y que se rompió sin hacer ruido. La cruz salió volando y se perdió en la oscuridad.

Lee salió de debajo de él y logró ponerse de pie. Ig estaba a cuatro patas luchando por respirar.

—Intenta estrangularme, saco de mierda —dijo Lee y le dio una patada en un costado. Una costilla crujió e Ig se estrelló de cara contra el suelo con un aullido de dolor.

Lee le dio una segunda patada y una tercera. Esta última le dio en la parte baja de la espalda y le causó un espasmo de dolor que le irradió a los riñones y los intestinos. Algo le mojó la nuca. Saliva. Luego Lee se detuvo unos segundos y ambos aprovecharon para recuperar el resuello.

Por fin Lee dijo:

—¿Qué coño es eso que te ha salido en la cabeza? —parecía verdaderamente sorprendido—. Joder, ¿son cuernos?

Ig temblaba por el dolor que sentía en la espalda, el costado, la cara, la mano. Arañó el suelo con la mano izquierda, excavando surcos en la tierra negra, aferrándose a un atisbo de lucidez, luchando por no perder el sentido. ¿Qué acababa de decir Lee? Algo sobre los cuernos.

—Eso era lo que salía en el vídeo —dijo Lee—. Cuernos. Me cago en la puta. Y yo pensando que la cinta estaba defectuosa. Pero el problema eras tú. El caso es que ayer me pareció verlos cuando te miraba con mi ojo malo. Sólo veo sombras con él pero cuando te miré, pensé: Joder...

—Se llevó dos dedos a la garganta desnuda—. Mira tú.

Cuando Ig cerró los ojos vio una sordina dorada Tom Crown insertada en una trompeta para amortiguar el sonido. Por fin había encontrado una sordina para los cuernos. La cruz de Merrin había interceptado su señal, había trazado un círculo protector alrededor de Lee que los cuernos no podían traspasar. Sin ella Lee era por fin vulnerable a los cuernos. Claro que ya era demasiado tarde.

—Mi cruz —dijo Lee todavía con la mano en el cuello—. La cruz de Merrin. La has roto cuando tratabas de estrangularme. Eso ha sido innecesario, Ig. ¿Es que crees que disfruto haciendo esto? Pues no. La persona a la que me gustaría hacerle esto es una chica de catorce años que vive en la casa contigua a la mía. Le gusta tomar el sol en su jardín trasero y a veces la miro desde la ventana de mi dormitorio. Parece una guinda, con su biquini de la bandera estadounidense. Pienso en ella de la misma manera en que pensaba en Merrin. Pero no voy a hacerle nada, sería demasiado arriesgado. Somos vecinos y sospecharían de mí. Donde tengas la olla no metas la polla. A no ser que... ¿Crees que tengo alguna posibilidad de hacerlo sin que sospechen de mí? ¿Tú qué opinas, Ig? ¿Crees que debería ir a por ella?

A pesar del dolor taladrante que le irradiaban su costilla rota, la mandíbula hinchada y la mano destrozada, percibió que algo había cambiado en la voz de Lee. Que ahora parecía hablar para sí mismo, como en una ensoñación. Los cuernos estaban empezando a hacer su efecto en él, como lo habían hecho con todas las demás personas.

Sacudió la cabeza y profirió a duras penas un sonido que expresaba negación. Lee pareció decepcionado.

—No es una buena idea, ¿verdad? Te diré algo, sin embargo. Estuve a punto de venir aquí con Glenna hace un par de noches. No sabes las ganas que tenía. Cuando salimos juntos de la Station House Tavern estaba borracha como una cuba y dispuesta a que la llevara a casa en mi coche, así que pensé que en lugar de ello podría traérmela aquí y follarme sus tetas gordas, después abrirle la cabeza a golpes y dejarla tirada. Te lo habrían atribuido a ti también.
Ig Perrish actúa de nuevo, asesina a otra de sus novias.
Pero entonces va Glenna y me hace una mamada en el aparcamiento, delante de tres o cuatro tíos, y ya no pude seguir con el plan. Demasiados testigos nos habían visto juntos. En fin, otra vez será. Lo bueno de las chicas como Glenna, chicas con antecedentes y tatuajes, chicas que beben y fuman demasiado, es que desaparecen continuamente y seis meses más tarde nadie se acuerda ni siquiera de su nombre. Y esta noche..., esta noche por fin te tengo a ti, Ig.

Se inclinó y, agarrándole de los cuernos, le arrastró entre los matojos. Ig no tenía fuerzas ni para patalear. La sangre le manaba de la boca y la mano derecha le latía como un corazón.

Lee abrió la puerta delantera del Gremlin y, cogiéndole por las axilas, le metió dentro. Ig cayó de bruces sobre los asientos y las piernas le quedaron colgando en el aire. El esfuerzo de meterle en el coche hizo que Lee se tambaleara —también él estaba cansado, Ig podía notarlo— y estuvo a punto de caer también dentro del coche. Apoyó una mano en la espalda de Ig para recuperar el equilibrio mientras le mantenía sujeto apoyando una rodilla en su trasero.

—Eh, Ig, ¿te acuerdas del día en que nos conocimos? Aquí, en la pista Evel Knievel. Si te hubieras ahogado entonces, yo me habría tirado a Merrin cuando todavía era virgen y seguramente no habría pasado nada de todo esto. Aunque no estoy seguro. Incluso entonces era una perra frígida. Hay algo que quiero que sepas, Ig. Todos estos años me he sentido culpable. Bueno, culpable exactamente no. Porque no sé cuántas veces te lo dije y tú nunca me creías. Saliste del agua tú solo, yo ni siquiera te golpeé en la espalda para ayudarte a respirar. En realidad te di una patada por accidente, cuando trataba de escapar. Había una serpiente gigantesca justo a tu lado. Odio las serpientes, les tengo fobia. Oye, igual fue la serpiente la que te sacó del agua. Desde luego era lo suficientemente grande, como una puta manguera de incendios.

—Le dio una palmadita con una mano enguantada en la cabeza—. Bueno, ya está. Por fin lo sabes todo. Ya me siento mejor, así que lo que dicen debe de ser cierto. Eso de que la confesión es buena para el alma.

Se levantó, agarró a Ig por los tobillos y le empujó las piernas hasta meterlas dentro del coche. Una parte de Ig, la que estaba más cansada, se alegraba de estar a punto de morir allí precisamente. Casi todos los momentos felices de su vida los había pasado dentro del Gremlin. En él había hecho el amor con Merrin, habían tenido sus mejores conversaciones, le había cogido la mano mientras daban largos paseos por la noche, los dos sin hablar, disfrutando del silencio compartido. La sentía ahora cerca, tenía la impresión de que, si levantaba la cabeza, la vería en el asiento del pasajero alargando una mano para acariciarle la cabeza.

Escuchó movimiento a sus espaldas y después esa mezcla de tintineo y chapoteo que por fin consiguió identificar. Era el sonido de un líquido llenando una lata metálica. Acababa de conseguir incorporarse sobre los codos cuando sintió que algo le salpicaba la espalda, mojándole la camisa. Un olor penetrante a gasolina inundó el interior del coche haciéndole lagrimear.

Se dio la vuelta y luchó por incorporarse. Lee terminó de rociarle, agitó la lata para vaciar del todo su contenido y la tiró a un lado. Los fuertes vapores hicieron parpadear a Ig y el aire a su alrededor se impregnó de olor a gasolina. Lee sacó una cajita del bolsillo. Al salir de la fundición había cogido las cerillas Lucifer de Ig.

—Siempre he querido hacer esto —dijo mientras encendía la cerilla y la tiraba por la ventanilla abierta.

El fósforo encendido rebotó en la frente de Ig y cayó. Éste tenía las manos atadas con cinta aislante por las muñecas, pero delante del cuerpo, así que pudo atrapar la cerilla mientras caía. Fue un acto reflejo, lo hizo sin pensar. Por un solo instante —sólo uno— tuvo en las manos una llama brillante y dorada.

Después su cuerpo se tiñó de rojo, convertido en una antorcha humana. Gritó pero no oyó su voz, porque fue entonces cuando el interior del coche prendió, con un
fluosss
que pareció succionar todo el oxígeno del aire. Vio a Lee de refilón tambaleándose detrás del coche cuando las llamas iluminaron su cara de asombro. Aunque se había preparado para ello le pilló desprevenido. El Gremlin se había convertido en una gran torre de fuego.

Ig trató de abrir la puerta y salir, pero Lee se adelantó y la cerró de una patada. El plástico del salpicadero se ennegreció y el parabrisas empezó a derretirse. A través de él veía la noche, la caída de la pista Evel Knievel, al final de la cual, en algún lugar, estaba el río. Tanteó a ciegas entre las llamas hasta encontrar la palanca de cambios y la puso en punto muerto. Con la otra mano quitó el freno de mano. Al retirar la mano de la palanca se desprendieron con ella trozos pegajosos de plástico fundidos con piel.

Miró de nuevo por la ventanilla abierta del lado del conductor y vio a Lee apartándose del coche. El infierno sobre ruedas alumbró su rostro pálido y perplejo. Después vio cómo lo dejaba a sus espaldas y también dejaba atrás árboles a gran velocidad conforme el Gremlin se precipitaba colina abajo. No necesitaba los faros para ver lo que tenía delante, el interior del coche emanaba una luz suave y dorada, era un carro de fuego que proyectaba un resplandor rojizo en la oscuridad y, sin saber por qué, le vino a la cabeza el verso del himno góspel: «Dulce carro, guíame a casa».

Las copas de los árboles se cerraron sobre el coche y los arbustos lo zarandearon. Ig no había regresado a la pista desde aquel día en el carro de supermercado, hacía más de diez años, y nunca la había bajado de noche ni en un coche, quemándose vivo. Pero a pesar de todo conocía el camino, la sensación de estar descendiendo le decía que estaba en la pista. La pendiente se volvió más y más inclinada conforme bajaba hasta que pareció que el coche se había precipitado desde lo alto de un acantilado. Los neumáticos traseros se despegaron del suelo y después bajaron otra vez de golpe con gran estruendo. La ventanilla del asiento del pasajero explotó por efecto del calor y las hojas de los árboles zumbaban al paso del coche. Ig sujetaba el volante, aunque no recordaba en qué momento lo había cogido. Notaba cómo se reblandecía al tacto, derritiéndose como uno de los relojes de Dalí, plegándose sobre sí mismo. La rueda delantera del lado del conductor chocó con algo y notó cómo intentaba librarse del obstáculo haciendo escorarse el coche a la derecha. Pero maniobró con el volante y logró mantenerla dentro de la pista. No podía respirar. Todo era fuego.

El Gremlin rebotó en la pequeña pendiente de tierra al final de la pista y salió catapultado hacia el cielo por encima del agua, igual que un cometa, dejando una estela de humo, como un cohete. El impulso separó las llamas frente a Ig, como si unas manos invisibles hubieran descorrido un telón rojo. Vio un torrente de agua que avanzaba hacia él, como una carretera asfaltada en mármol negro brillante. El Gremlin cayó con una gran sacudida que hizo estallar el parabrisas delantero y después todo fue agua.

Capítulo 30

L
ee Tourneau permaneció de pie en la orilla mirando cómo la corriente hacía girar lentamente al Gremlin hasta situarlo apuntando río abajo. Sólo la parte trasera sobresalía del agua. El fuego se había extinguido, aunque todavía salía humo blanco de las esquinas del maletero. Se quedó allí con la llave inglesa en la mano mientras el coche se escoraba y se hundía un poco más, siguiendo la corriente. Lo miró hasta que algo deslizándose a sus pies distrajo su atención. Bajó la vista y después saltó con un grito de asco, y le dio una patada a una culebra de agua que había en la hierba y que reptó hasta sumergirse en el Knowles. Lee reculó con una mueca de asco cuando vio una segunda culebra, y después una tercera, que se arrastraban sinuosas hasta el agua, haciendo añicos el reflejo plateado de la luna en la superficie del río. Dirigió una última mirada al coche que se hundía y después se volvió y emprendió el camino colina arriba.

Se había ido ya cuando Ig salió del agua y trepó por la orilla hasta la hierba. Su cuerpo humeaba en la oscuridad. Dio seis pasos temblorosos por el suelo y cayó de rodillas. Mientras se impulsaba de espaldas hacia los helechos escuchó una puerta de coche cerrarse en lo alto de la colina y a Lee poniendo en marcha su Cadillac y alejándose en él. Permaneció allí descansando bajo los árboles que jalonaban la orilla.

Ya no tenía la piel pálida como el vientre de un pez, sino teñida de un rojo oscuro como el de algunas maderas barnizadas. Nunca había respirado con tanta facilidad, nunca había sentido los pulmones tan henchidos de aire. Sus costillas se ensanchaban con cada inhalación. No hacía ni veinte minutos que había oído cómo una de ellas se partía, pero no sentía dolor alguno. Pasó un tiempo antes de que reparara en la leve decoloración causada por contusiones que parecían ya viejas en los costados, la única prueba de que alguien le había atacado. Abrió y cerró la boca moviendo la mandíbula, pero tampoco ésta le dolía, y cuando buscó con la lengua la cavidad de los dientes que había perdido los encontró en su sitio, tersos e intactos. Dobló la mano. Nada tampoco. Veía los huesos del dorso, los nudillos lisos e incólumes. En un primer momento no se había dado cuenta, pero ahora supo que en realidad no había sentido dolor mientras ardía. En lugar de ello había salido del fuego indemne y restablecido. La cálida noche olía a gasolina, a plástico derretido y a hierro quemado, una fragancia que le excitó vagamente, como lo hacía antes el aroma a limones y menta de Merrin. Cerró los ojos y respiró tranquilo unos minutos. Cuando los abrió, había amanecido.

Notaba la piel tirante sobre los huesos y los músculos. Limpia. De hecho nunca se había sentido tan limpio. Supuso que de eso iba el bautismo. La orillas del río estaban pobladas de robles, cuyas anchas hojas temblaban y se mecían contra un cielo de un azul hermoso e imposible, sus bordes brillando con una luz verde dorada.

* * *

Merrin había visto una casa en un árbol cuyas hojas habían brillado exactamente de la misma manera. Ella e Ig empujaban sus bicicletas por un sendero en el bosque, de vuelta del pueblo donde habían pasado la mañana trabajando en un equipo de voluntarios, pintando la iglesia. Ambos vestían camisetas amplias y pantalones cortos salpicados de pintura. Habían recorrido ese sendero muchas veces, a pie y en bicicleta, pero nunca habían visto la casa antes.

Era fácil no verla. Estaba construida a más de cuatro metros del suelo, en la copa amplia y frondosa de un árbol de una especie que Ig no logró identificar, escondida detrás de un millar de hojas de color verde oscuro. Al principio, cuando Merrin la señaló, Ig no pensó siquiera que estuviera allí. Y no estaba. Sólo que de repente sí. Un rayo de sol se abrió paso entre las hojas e iluminó una de sus paredes de madera blanca. Cuando se acercaron y se situaron debajo del árbol lo vieron con más claridad. Era una caja blanca con amplios cuadrados a modo de ventanas de las que colgaban cortinas de nailon barato. Parecía construida por alguien que sabía lo que se hacía, y no por cualquier carpintero improvisado; aunque no tenía nada de especial. No había una escalera para acceder a ella y tampoco hacía falta. Varias ramas bajas hacían las veces de escalones que conducían hasta la trampilla de entrada. Pintada sobre ésta en letras blancas había una frase supuestamente cómica: «Bienaventurado el que traspase el umbral».

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