—¿Le conoce? —preguntó Heathcliff a Cati.
—¿Es su hijo? —dijo ella, mirando, dudosa, a los dos.
—Sí, pero ¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria. Linton, ¿no te acuerdas de tu prima?
—¿Linton? —exclamó Catalina agradablemente sorprendida—. ¿Es éste el pequeño Linton? ¡Pero si está más alto que yo!
Él se dirigió a ella, se besaron y ambos se miraron asombrados del cambio que habían experimentado los dos. Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y esbelta, flexible como el junco y rebosaba de animación y salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las miradas y era muy endeble de complexión, pero la gracia de sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor Heathcliff que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera, pero en realidad observando exclusivamente lo que pasaba dentro.
—¿Así que es usted tío mío? —dijo la joven abrazándole—. ¿Y por qué no va a vernos a la «Granja de los Tordos»? Es raro vivir tan próximos y no visitarse nunca. ¿Por qué sucede así?
—Antes de que tú nacieras, yo iba alguna vez. Anda, déjate de besos… Dáselos a Linton. Dármelos a mí es perder el tiempo.
—¡Qué mala eres, Elena! —exclamó Cati viniendo hacia mí para prodigarme también sus zalamerías—. ¡Mira que no dejarme entrar! En adelante vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo, tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará vernos?
—Claro que sí —repuso él disimulando la mueca de aversión que le inspiraban los dos presuntos visitantes—. Pero es mejor que te diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le cuentas que me visitas, es muy fácil que te lo prohíba. Así que si quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a tu padre.
—¿Por qué riñeron? —preguntó Catalina disgustada.
—Porque él creyó que yo era demasiado pobre para casarme con su hermana —explicó Heathcliff—. Se disgustó conmigo cuando lo hicimos y no me perdonó jamás.
—Eso no está bien —dijo la joven—. Pero Linton y yo no tenemos la culpa. En vez de venir yo, es mejor que él venga a la «Granja».
—Está demasiado lejos para mí, Cati —respondió su primo—. Andar cuatro millas me mataría. Ven tú cuando puedas, por lo menos una vez a la semana.
Heathcliff miró con desdén a su hijo.
—Me temo que voy a perder el tiempo, Elena —rezongó—. Catalina verá que su primo es tonto, y le mandará al diablo. ¡Si hubiera sido Hareton! Te aseguro que me lamento continuamente de que no sea como él, a pesar de lo degradado que Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no hay miedo de que ella se enamore. No creo que pase de los dieciocho años. ¡Maldito imbécil! No se ocupa mas que de secarse los pies, y ni mira a su prima. ¡Linton!
—¿Qué, papá?
—¿No hay nada que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal conejo o un nido de comadrejas? Anda, hombre, deja de cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu caballo.
—¿No prefieres sentarte aquí? —preguntó él a Cati indicando en su tono la poca gana que tenía de moverse.
—No sé… —contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que indicaba claramente que prefería hacer algo a sentarse.
Pero él se repantigó en su silla y se aproximó más al fuego. Heathcliff se fue a buscar a Hareton. Se notaba que el joven acababa de lavarse, en sus mejillas brillantes y su cabello mojado.
—Quiero hacerle una pregunta, tío —dijo Catalina—. Este no es primo mío, ¿verdad?
—Sí —contestó él—. Es sobrino de tu madre. ¿No te agrada?
Catalina le miró con extrañeza.
—¿No es un buen mozo? —siguió Heathcliff.
La joven se levantó sobre las puntas de los pies y habló a Heathcliff al oído. Él se echó a reír. Hareton se puso sombrío, y yo reparé en que era muy suspicaz para algunas cosas. Pero Heathcliff le tranquilizó al decirle:
—¡Ea, Hareton, te preferiremos a ti! Me ha dicho que eres un… ¿un qué? Bueno, no me acuerdo… Una cosa muy agradable. Acompáñala a dar una vuelta y pórtate como un caballero. No digas palabrotas, no la mires cuando ella no te mire a ti, ruborízate cuando se ruborice ella, háblale con dulzura y no lleves las manos en los bolsillos. Anda, trátala todo lo mejor que puedas.
Y miró a la pareja cuando pasó ante la ventana. Hareton no miraba a su compañera y parecía tan atento al paisaje como un pintor o un turista. Cati le miró a su vez de un modo muy lisonjero. Después se dedicó a encontrar objetos que atrajesen su interés y, a falta de conversación, tarareaba.
—Con lo que le he dicho —indicó Heathcliff— verás cómo no pronuncia ni una palabra. Elena, cuando yo tenía su edad o poco menos, ¿era tan estúpido como él?
—Era usted peor —precisé—, porque era usted aún más huraño.
—¡Cuánto me satisface verle así! —siguió Heathcliff, expresando sus pensamientos en voz alta—. Ha colmado mis esperanzas. Si hubiese sido un tonto de nacimiento, ello no me satisfaría tanto. Pero no es tonto, no, y yo comprendo todos sus sentimientos, ya que yo mismo antes que él los he experimentado. Ahora mismo me hago cargo de cuánto padece, aunque no es, por supuesto, más que un principio de lo que padecerá después. Y no logrará desprenderse jamás de su tosquedad y su ignorancia. Le he hecho todavía más vil de lo que su miserable padre quiso hacerme a mí. Le he acostumbrado a despreciar cuanto no es brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su rudeza. ¿Qué pensaría Hindley de su hijo si pudiera verle? ¡Estaría tan orgulloso de él como yo del mío! Con la diferencia de que Hareton es oro en bruto que hace el papel de loza, y éste otro es latón que hace menesteres de vajilla de plata. El mío no vale nada, y sin embargo le haré que prospere todo cuanto se lo permitan sus cualidades. El otro tiene excelentes cualidades, que le he hecho desperdiciar. ¡Y lo grande es que Hareton me quiere como un condenado! En esto he vencido a Hindley. ¡Si el granuja pudiera levantarse de su sepultura para venir a echarme en cara el mal que he hecho a su hijo, éste sería el primero en venir a defenderme, ya que me considera como el mejor amigo que pudiera tener en el mundo!
Esta idea hizo soltar a Heathcliff una carcajada acre. No le repliqué, ni él lo esperaba. Mientras tanto Linton, que estaba sentado harto lejos de nosotros, para poder oír nuestra conversación, empezó a agitarse y a dar muestras de que lamentaba no haber salido con Cati. Su padre distinguió las miradas que dirigía a la ventana. La mano del muchacho se dirigía, irresoluta, hacia su gorra.
—¡Vamos, holgazán, levántate! —dijo con fingida bonachonería—. Vete con ellos. Están junto a las colmenas.
Linton reunió sus energías y abandonó el hogar. Cuando salía, oí por la ventana, que estaba abierta, cómo Cati preguntaba a Hareton el significado de la inscripción que había sobre la puerta. Pero Hareton levantó los ojos y se rascó la cabeza como hubiera hecho un verdadero patán.
—No sé leer ese condenado escrito —contestó.
—¿Que no puedes leerlo? —respondió Cati—. Yo sí que lo leo, pero lo que quiero es saber por qué está ahí.
Linton soltó una risotada, primera manifestación de alegría que daba.
—No sabe leer —comunicó a su prima—. Supongo que te asombrará saber que es un burro tan grande.
—¿Está bien de la cabeza? —preguntó Catalina seriamente—. Sólo le he hecho dos preguntas, pero creo que no me entiende, y además me habla de un modo tal que tampoco le entiendo yo.
Linton rió de nuevo y miró despreciativamente a Hareton, que no pareció ofenderse por ello.
—¿Verdad que todo es cuestión de pereza, Hareton? —dijo—. Mi prima se imagina que eres un idiota. Entérate de a lo que conduce despreciar los libracos, como tú dices. ¿Has oído cómo pronuncia, Cati?
—¿
Pa
qué diablos necesito tener buena «pronuncia»? —respondió Hareton. Y siguió hablando a su manera, con gran regocijo de mi señorita.
—¿Y
pa
qué diablos necesitas mencionar al diablo en esa frase? —dijo Linton haciéndole burla—. Papá te ha ordenado hablar correctamente, y no dices dos palabras sin cometer una incorrección. Procura portarte como un caballero.
—Si no tuvieras más de chica que de chico, te largaba un puñetazo —contestó el otro, marchándose con el rostro encendido, ya que comprendía que le habían afrentado y no acertaba a reaccionar de otra manera.
Heathcliff, que lo había oído todo tan bien como yo, sonrió, mas enseguida miró con animosidad a la pareja, que se había quedado hablando en el portal. El muchacho se animaba al referir anécdotas relativas a Hareton. En cuanto a ella, celebraba sus comentarios, sin reparar en que denotaban un espíritu perverso. Con todo ello, yo empecé a aborrecer a Linton y me sentí inclinada a justificar el desprecio que sentía su padre hacia él.
Estuvimos hasta la tarde. El señor no salió de su habitación, y esta feliz circunstancia impidió que notara nuestra larga ausencia. Mientras volvíamos intenté explicar a la joven quiénes eran aquellos con los que habíamos estado, pero a ella se le antojaba que mi prevención era injusta.
—Ya veo que le das la razón a papá —me dijo—. No eres justa. La prueba es que me has tenido engañada todos estos años asegurándome que Linton vivía lejos de aquí. Estoy muy incomodada, mas como por otro lado me siento muy satisfecha, no te digo nada. Pero no hables mal de mi tío. Ten en cuenta que es mi pariente. Voy a reñir a papá por no tratarse con él.
Hube de renunciar a mi intento de disuadirla de su equivocación. No habló de la visita aquella noche, porque no vio al señor Linton. Pero al día siguiente lo soltó todo, y aunque por un lado esto me disgustaba, me complacía por otro pensar que el señor acertaría a aconsejarla mejor que yo.
—Papá —dijo Cati después de saludarle—, ¿a quién cree usted que vi ayer cuando salí de paseo? Ya noto que usted se estremece. Claro, como no obró bien… Escúcheme, y sabrá cómo he descubierto que usted y Elena me estaban engañando diciéndome que Linton vivía muy lejos, a la vez que afectaban complacerme cuando yo seguía hablando de él.
Narró lo sucedido. El señor no dijo nada hasta que ella terminó, y sólo de vez en cuando me miraba con expresión de reproche. Al final le preguntó si conocía las razones por las que le había ocultado la proximidad de Linton.
—Porque usted no quiere al señor Heathcliff —contestó ella.
—¿De modo que piensas, Cati, que me preocupan más mis sentimientos que los tuyos? No es que yo no quiera al señor Heathcliff, sino que él no me quiere a mí. Además, es el hombre más diabólico que ha existido, y se goza en dañar y arruinar a los que odia aunque no le den motivos para ello. Yo sabía que no podías tratar a tu primo sin tratarle a él, y me constaba que él te odiaría por ser hija mía. Por eso y por tu propio bien procuré impedir que le vieses. Me proponía explicártelo cuando fueras mayor, y lamento no habértelo dicho antes.
—El señor Heathcliff se portó muy atentamente conmigo —insistió Cati—. Me dijo que puedo ver a mi primo cuando quiera, y que es usted quien no le ha perdonado que él se casara con la tía Isabel. El tío está dispuesto a permitir que me trate con Linton, y usted no.
Entonces el amo le explicó, en breves frases, lo sucedido con Isabel y el procedimiento por el que las «Cumbres» habían pasado a manos de Heathcliff. No se extendió en muchos detalles, pero, por pocos que fueran, bastaban para ilustrar a Cati, dada la animosidad con que los expresó su padre, que seguía odiando a su enemigo, a quien consideraba como el causante de la muerte de la señora, sentimiento que no le abandonaba jamás. La señorita Cati, que era incapaz de hacer mal a nadie salvo pequeñas faltas de desobediencia, quedó asombrada al oír explicar el carácter de aquel hombre capaz de prolongar durante años enteros sus planes de venganza sin sentir remordimiento alguno. Tan afectada nos pareció, que el señor creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo agregó:
—Ya te diré más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas a su casa. Ahora ocúpate de tus cosas, y no pienses más en eso.
Cati dio un beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos horas a sus lecciones. Dimos una vuelta por el parque y no hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras yo la ayudaba a desnudarse, empezó a llorar.
—¿No le da vergüenza, niña? —la recriminé—. Si tuviera usted aflicciones de veras no lloraría por una contrariedad tan insignificante. Figúrese que su padre y yo faltáramos y que usted se quedara sola en el mundo. ¿Qué sentiría usted entonces? Compare lo que sufriría en un caso así con esta pequeña contrariedad, y dará usted gracias a Dios, que le concede suficientes amigos lo bastante buenos para no tener que suspirar por otros.
—No lloro por mí, Elena —respondió—. Lloro por Linton, que me espera, y que tendrá mañana el desengaño de no verme ir.
—No se figure —repuse— que él piensa en usted tanto como usted en él. Ya tiene a Hareton para hacerle compañía. Nadie en el mundo lloraría por dejar de tratar a un primo al que ha visto dos veces en toda su vida. Linton comprenderá lo que ha pasado y no se acordará más de usted.
—Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena?
—No —respondí—, porque él entonces le contestarla a usted y sería el cuento de nunca acabar. Hay que cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá.
—Pero una notita… —dijo suplicante.
—Nada de notitas —dije—. Acuéstese.
Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota que escondió al verme entrar.
—Voy a apagar la bujía —dije—. Y si le escribe usted, no encontrará quién le lleve la carta.
Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones después de las cuales Cati se encerró con cerrojo en su cuarto. La carta, con todo, fue terminada y enviada por un lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los rincones. Si, cuando estaba leyendo, me acercaba a ella, se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sueltos entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina y andaba por allí como en espera de algo. Adquirió la costumbre de echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su uso.