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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Cuna de gato (4 page)

BOOK: Cuna de gato
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—Es el famoso químico de superficie, ese que hace maravillas con películas.

—¿Qué novedades hay en la química de superficie? —le pregunté a Miss Pefko.

—Por Dios —dijo—, a mí no me lo pregunte. Yo sólo escribo a máquina lo que él me dice que escriba. —Y después pidió disculpas por haber dicho «por Dios».

—Creo que ustedes entienden más de lo que nos dan a entender —dijo el doctor Breed.

—Yo no. —Miss Pefko no tenía costumbre de conversar con gente tan importante como el doctor Breed y se encontraba violenta. Llevaba un paso afectado, por lo que iba tiesa como un pollo. Tenía una sonrisa vidriosa y escarbaba en su mente a la búsqueda de algo que decir, pero no encontraba nada excepto kleenex usados y bisutería.

—Bueno... —retumbó la voz del doctor Breed, como dándole confianza— ¿qué le parecemos los científicos ahora que lleva usted con nosotros... cuánto tiempo? ¿Casi un año?

—Ustedes los científicos
piensan
demasiado —soltó Miss Pefko, y se rio tontamente. La cordialidad del doctor Breed había fundido todos los fusibles de su sistema nervioso. Ya no era responsable de sus actos—.
Todos
ustedes piensan demasiado.

Una mujer gorda, sin aliento y con aire derrotado, vestida con una bata mugrienta, caminaba a nuestro lado con dificultad, oyendo lo que decía Miss Pefko. Se volvió para examinar al doctor Breed, con un gesto de censura impotente. Odiaba a la gente que pensaba demasiado. En ese momento, creí ver en ella al representante apropiado de casi toda la humanidad.

La expresión de la mujer gorda daba a entender que se volvería loca allí mismo si alguien seguía pensando durante un minuto más.

—Creo que ya se dará usted cuenta —dijo el doctor Breed— que todo el mundo viene a pensar en cantidades iguales. Los científicos sólo se plantean las cosas en un sentido, y otra gente se las plantea en otro.

—Agg —dijo Miss Pefko a modo de gorgoteo—. Cuando copio lo que me dicta el doctor Horvath, todo me suena igual que si fuera chino. Creo que no le entenderé nunca, aunque fuera a la facultad. Y es posible que esté hablando de algo que vaya a ponerlo todo patas arriba, algo como la bomba atómica.

»Cuando volvía del colegio a casa, mi madre me preguntaba lo que había hecho durante el día y yo se lo contaba —dijo Miss Pefko—. Ahora vuelvo del trabajo a casa y mi madre me hace la misma pregunta, pero todo lo que puedo decir es —Miss Pefko meneó la cabeza e hizo aletear sus labios color carmesí—: Ni idea.

—Si hay algo que no comprenda usted —le recomendó el doctor Breed—, dígale al doctor Horvath que se lo explique. Es muy bueno explicando. —Se volvió hacia mí— El doctor Hoenikker solía decir que un científico incapaz de explicarle a un niño de ocho años lo que estaba haciendo, era un charlatán.

—Entonces soy más tonta que un niño de ocho años —se lamentó Miss Pefko—. Ni siquiera sé lo que es un charlatán.

16
De vuelta al jardín de infancia

Subimos los cuatro escalones que había frente al Laboratorio de Investigaciones. Era un edificio de ladrillo sin adornos y constaba de seis pisos. Pasamos ante dos guardas fuertemente armados que había junto a la entrada.

Miss Pefko le mostró al guarda de la izquierda el distintivo rosa de
confianza
que llevaba en la punta del pecho izquierdo.

El doctor Breed le mostró al guarda de la derecha el distintivo negro de
alto secreto
que llevaba en su solapa. Ceremoniosamente, el doctor Breed me pasó el brazo por los hombros sin llegar a tocarme, para indicarle a los guardas que yo estaba bajo su augusta protección y bajo su control.

Le sonreí a uno de los guardas, pero no me correspondió. No había nada divertido en la seguridad nacional, nada de nada.

El doctor Breed, Miss Pefko y yo nos dirigimos pensativamente hacia los ascensores a través del imponente vestíbulo del Laboratorio.

—Dígale al doctor Horvath que alguna vez le explique algo —le dijo el doctor Breed a Miss Pefko—. Verá usted cómo le da una respuesta clara y bonita.

—El doctor Horvath tendría que empezar por el primer curso, o quizás incluso por el jardín de infancia —dijo—. Se me han escapado muchas cosas.

—A
todos
se nos han escapado muchas cosas —asintió el doctor Breed—.
Todos
haríamos bien en volver a empezar de nuevo, preferiblemente desde el jardín de infancia.

Observamos cómo la recepcionista del Laboratorio accionaba los numerosos objetos educativos que llenaban las paredes del vestíbulo. La recepcionista era una chica delgada, alta, gélida, pálida. Hizo un movimiento seco, y las luces parpadearon, las ruedas giraron, los matraces borbotaron, las campanas sonaron.

—Magia —afirmó Miss Pefko.

—Lamento tener que oír a un miembro de la familia del Laboratorio esa palabra nauseabunda y medieval —dijo el doctor Breed—. Cada uno de esos objetos se justifica a sí mismo. Están diseñados para que
no
resulten desconcertantes. Estos objetos son la mismísima antítesis de la magia.

—¿La mismísima qué de la magia?

—Lo exactamente opuesto a la magia.

—Pues no lo será para mí.

El doctor Breed pareció irritarse sólo un poco.

—Bueno —dijo—, nuestra
intención
no es desconcertar. Al menos, concédanos usted eso.

17
El departamento de las chicas

La secretaria del doctor Breed estaba subida a la mesa de la antesala atando una campana de Navidad, plegada como un acordeón, al techo.

—Cuidado, Naomi —exclamó el doctor Breed—, hemos pasado seis meses sin ningún accidente mortal. ¡Ahora no lo estropee usted cayéndose de la mesa!

Miss Naomi Faust era una ancianita alegre y disecada. Supongo que había estado al servicio del doctor Breed casi toda su vida, la de él y la suya. La viejecita se rio:

—Soy indestructible. E incluso si me cayera, los ángeles navideños me recogerían.

—Se sabe de algunas veces que han fallado.

Dos ramificaciones de papel, también plegadas en acordeón, caían del badajo de la campana. Miss Faust tiró de uno. Se desplegó pegajosamente, convirtiéndose en una larga pancarta con un mensaje escrito.

—Tome —dijo entregándole el extremo libre al doctor Breed—, estírelo todo y clávelo con una tachuela al panel de anuncios.

El doctor Breed obedeció, dando un paso hacia atrás para leer el mensaje de la pancarta.

—«Paz en la Tierra...» —leyó en voz alta, ardientemente.

Miss Faust bajó de la mesa con la otra ramificación, desplegándola: «A los hombres de buena voluntad», decía la otra ramificación.

—¡Caramba! —se rio bajito el doctor Breed—, ¡han deshidratado la Navidad! ¡Qué festivo está todo, muy festivo!

—Y también me he acordado de las chocolatinas para el departamento de las chicas —dijo la anciana— ¿No están orgullosos de mí?

El doctor Breed se llevó la mano a la frente, consternado por su mala memoria.

—¡Gracias a Dios! Se me pasó por completo.

—Nunca hay que olvidarse de esto —dijo Miss Faust—. Ya es una tradición, el doctor Breed y sus chocolatinas para el departamento de chicas en Navidad. —Me explicó que el departamento de chicas era la oficina de mecanografiado que estaba en el sótano del Laboratorio—. Las chicas pertenecen a cualquiera que tenga acceso a un dictáfono.

Durante todo el año, dijo Miss Faust, las chicas del departamento escuchaban las voces sin rostro de los científicos en las grabaciones del dictáfono, grabaciones que les llevaban las chicas del correo. Una vez al año, las chicas dejaban su claustro de bloques de cemento para ir a cantar villancicos, y para recoger las chocolatinas que el doctor Breed les daba.

—También contribuyen a la ciencia —declaró el doctor Breed—, aunque no entiendan una sola palabra. Que Dios las bendiga a todas.

18
El bien más valioso sobre la superficie de la Tierra

Cuando pasamos al despacho del doctor Breed, traté de ordenar mis ideas con el fin de llevar a cabo una entrevista razonable. Me di cuenta de que mi salud mental no había mejorado y cuando empecé a interrogar al doctor Breed sobre el día de la bomba, me di cuenta de que el alcohol y la piel de gato ardiendo habían ahogado los centros de relaciones públicas de mi cerebro. Cada una de mis preguntas daba a entender que los creadores de la bomba atómica habían sido cómplices del más repulsivo de los crímenes.

El doctor Breed estaba atónito y se ofendió mucho. Se echó hacia atrás y refunfuñó:

—Ya veo que a usted no le gustan mucho los científicos.

—Yo no diría eso, señor.

—Todas sus preguntas parecen dirigidas a hacerme admitir que los científicos son tontos, con pocas luces, inconscientes y sin corazón, indiferentes al destino del resto de la raza humana, o quizá ni siquiera miembros de la raza humana.

—Lo pone usted demasiado fuerte.

—No más fuerte, por lo visto, de lo que pondrá usted en su libro. Yo pensaba que lo que usted pretendía era una biografía objetiva e imparcial de Felix Hoenikker, una tarea todo lo importante que un escritor joven podría proponerse a sí mismo en nuestros días. Pero no, usted viene aquí con unas ideas preconcebidas sobre científicos locos. ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¿De los tebeos?

—Del hijo del doctor Hoenikker, por nombrar una fuente.

—¿Qué hijo?

—Newton —dije. Llevaba conmigo la carta de Newt y se la enseñé—. A propósito, ¿cómo era Newt de pequeño?

—No era más alto que un paragüero —dijo el doctor Breed, leyendo la carta de Newt y frunciendo el ceño.

—¿Los otros dos hijos son normales?

—Por supuesto. Detesto decepcionarle, pero los científicos tienen niños iguales a los de cualquier otra persona.

Hice todo lo que pude para apaciguar a Breed, para convencerle de que realmente estaba interesado en hacer un retrato exacto de Hoenikker.

—No he venido con otro propósito que el de poner por escrito lo que usted me diga sobre Hoenikker. La carta de Newt fue sólo el principio y sopesaré esa carta contrastándola con cualquier otra cosa que usted me diga.

—Estoy harto de que la gente tenga una idea errónea de lo que es un científico, de lo que hace un científico.

—Haré lo que esté en mis manos por aclarar las ideas erróneas.

—En este país, la mayoría de la gente ni siquiera tiene una mínima idea de lo que es la investigación pura.

—Le agradecería que me dijera lo que es.

—No se trata de buscar un filtro de cigarrillo mejor o una toallita para la cara más suave, o una pintura para casas que dure más, ¡que Dios nos libre! Todo el mundo habla de investigación y prácticamente nadie en este país investiga. Somos una de las pocas empresas que de hecho emplea a gente para hacer investigación pura. Cuando la mayor parte de las empresas se jacta de sus investigaciones, de lo que hablan es de técnicos industriales de pacotilla que visten batas blancas, trabajan con libros de cocina e idean un limpiaparabrisas inmejorable para el Oldsmobile del siguiente año.

—Pero ¿aquí...?

—Aquí y en escandalosamente otros pocos sitios de este país, a los hombres se les paga para que aumenten el saber, para que trabajen sin ningún otro fin excepto ese.

—Muy generoso por parte de la Compañía General de Forjas y Fundiciones.

—No se trata de generosidad. Saber cosas nuevas es el bien más valioso que hay sobre la superficie de la Tierra. Con cuantas más verdades trabajemos, más ricos nos haremos.

Si entonces yo hubiese sido bokononista, tal razonamiento me habría hecho estallar en alaridos.

19
Acabar con el fango

—¿Quiere usted decir —le dije al doctor Breed—, que a nadie en este Laboratorio se le dice sobre qué debe trabajar? ¿Que nadie
sugiere
siquiera qué tipo de trabajo?

—La gente sugiere cosas todo el tiempo, pero el prestar atención a las sugerencias no va con la naturaleza de un investigador puro. Su cabeza está llena de proyectos propios, y es así como queremos que sea.

—¿Intentó alguien alguna vez sugerirle un proyecto al doctor Hoenikker?

—Desde luego. En concreto, almirantes y generales. Le tenían por una especie de mago capaz de hacer invencibles a los americanos con sólo mover su varita. Traían todo tipo de proyectos absurdos y aún los siguen trayendo. Lo único malo de los proyectos es que, dado nuestro actual estado de conocimientos, no sirven. Se supone que científicos de la talla de Hoenikker deben rellenar los pequeños vacíos. Recuerdo que poco antes de que muriera Felix, había un general de la Marina que le acosaba para que hiciese algo con el fango.

—¿El fango?

—Los marines, después de casi doscientos años de estar revolcándose en el fango, estaban ya hartos —dijo Breed—. El general, en tanto que su portavoz, creía que uno de los aspectos del progreso debería ser que los marines no tuviesen que seguir luchando en el fango.

—¿Qué es lo que tenía el general en mente?

—La ausencia de fango. Acabar con el fango.

—Supongo —teoricé— que sería posible con montañas de alguna clase de producto químico o de algún tipo de máquinas.

—Lo que el general tenía en mente era una pildorita o una maquinita. Los marines no sólo estaban hartos del fango, también estaban hartos de cargar con trastos pesados. Para variar, querían algo
pequeño
para poder transportar.

—¿Qué dijo Hoenikker?

—A su modo chistoso, y
todos
sus modos eran chistosos, Felix sugirió que podría haber un solo grano de algo, un grano microscópico incluso, que pudiese hacer tan sólido como esta mesa extensiones infinitas de heces, pantanos, ciénagas, riachuelos, charcas, arenas movedizas y fango.

El doctor Breed le dio un golpe a la mesa con su puño lleno de manchas de vejez. La mesa tenía la forma de un riñón, era una cosa de acero verde mar.

—Un solo marine podría llevar una cantidad más que suficiente de esa materia para rescatar a una división blindada que se hubiese atascado en el lodo de las Everglades. Según Felix, un marine podría llevar la cantidad suficiente para tal cometido bajo la uña de su meñique.

—Eso es imposible.

—Es lo que usted diría, lo que yo diría, prácticamente lo que diría todo el mundo. Para Felix, a su modo chistoso, era totalmente posible. El milagro de Felix, y sinceramente espero que ponga usted esto en su libro, era que siempre consideraba los viejos enigmas como si fuesen nuevos.

BOOK: Cuna de gato
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