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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Cuna de gato (9 page)

BOOK: Cuna de gato
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El principal momento en que su razón y su sentido del humor le abandonaban era cuando consideraba la pregunta de en qué se suponía realmente que la gente debía emplear su tiempo en la Tierra.

Creía firmemente que la gente debía construir bicicletas para él.

—Espero que San Lorenzo esté todo lo bien que usted ha oído —dije.

—No tengo más que hablar con un solo hombre para averiguar si está o no tan bien —dijo—. Si «papá» Monzano da su palabra de honor en todo lo que concierne a esa islita, es que es así. Así es como es y así es como será.

—Lo que me gusta —dijo Hazel— es que todos hablan inglés y todos son cristianos. Eso lo hace todo mucho más fácil.

—¿Sabe cómo castigan a los criminales ahí abajo? —me preguntó Crosby.

—No.

—Pues es que no hay criminales. «Papá» Monzano ha hecho del crimen algo tan poco atrayente que no hay nadie que piense en el crimen sin ponerse enfermo. He oído que puede usted dejar una cartera en medio de la acera, y ya puede volver una semana más tarde que la cartera sigue en el mismo sitio y con todo dentro.

—Uhmm.

—¿Sabe cuál es el castigo por robar algo?

—No.

—El gancho —dijo—. Nada de multas, nada de libertad condicional, nada de treinta días de cárcel. El gancho. El gancho por robar, por matar, por incendiar, por traición, por estupro, por ser un mirón. Infrinja usted una ley, poco importa la maldita ley que sea, y venga, al gancho. Es algo que todo el mundo entiende. Por eso San Lorenzo es el país del mundo que mejor se porta.

—¿Qué es el gancho?

—Levantan una horca, ¿ve usted? Dos postes y una viga cruzada. Y entonces cogen una especie de anzuelo de hierro enormemente grande y lo cuelgan de la viga. Entonces cogen a alguien que haya sido lo bastante estúpido para infringir la ley, y le meten la punta del anzuelo por un lado de la barriga y la sacan por el otro, y ahí lo dejan. Y le juro que el pobre maldito infractor se queda allí colgando.

—¡Por Dios!

—No digo que esté bien —dijo Crosby—, pero tampoco digo que esté mal. A veces me pregunto si algo así no acabaría con la delincuencia juvenil. Quizá el gancho sea un poco excesivo para una democracia. Colgar en público es más decoroso. Ahorque usted a unos cuantos ladronzuelos de coches en una farola, frente a sus casas, con unos carteles al cuello que digan: «Mamá, aquí está tu nene.» Haga eso unas cuantas veces y creo que los antirrobos se irían por el mismo sitio que los antiguos asientos traseros o que los pescantes.

—La cosa esa la vimos en el sótano del museo de cera de Londres —dijo Hazel.

—¿Qué cosa? —le pregunté.

—El gancho. En la Cámara de los Horrores, en el sótano. Había una persona de cera colgando del gancho. Parecía tan real que casi vomito.

—Harry Truman no se parecía en nada a Harry Truman —dijo Crosby.

—¿Perdone?

—En el museo de cera —dijo Crosby—. La figura de Truman no se le parecía realmente.

—Pero la mayoría sí se parecen —dijo Hazel.

—¿El que colgaba del gancho era alguien en particular? —le pregunté a Hazel.

—Creo que no. Sólo era un tipo.

—¿Sólo servía de muestra? —pregunté.

—Bueno, sí. Había una cortina de terciopelo negro delante y había que correr la cortina para verlo. Y había una nota sujeta a la cortina que decía que los niños no podían mirar.

—Pero los chiquillos miraban —dijo Crosby—. Allí había algunos chiquillos y todos miraban.

—Un letrero de ese tipo no es más que caramelo para los niños —dijo Hazel.

—¿Cómo reaccionaban los niños cuando veían a la persona en el gancho? —pregunté.

—Oh —dijo Hazel—, reaccionaban exactamente igual que los adultos. Se quedaban mirándolo sin decir nada y luego seguían andando para ver qué había después.

—¿Qué había después?

—Una silla de hierro en la que habían achicharrado vivo un hombre —dijo Crosby—. Lo habían achicharrado por asesinar a su hijo.

—Sólo que después de achicharrarlo —recordó Hazel tranquilamente— averiguaron que al fin y al cabo no había asesinado a su hijo.

44
Simpatizantes comunistas

Cuando volví a mi sitio junto al
duprass
Claire y Horlick Minton, tenía sobre ellos nueva información. Me la habían proporcionado los Crosby.

Los Crosby no conocían a Minton, pero sí conocían su reputación. Estaban indignados por su nombramiento como embajador. Me dijeron que en una ocasión, a Minton le echaron del Departamento de Estado por ser un blando con los comunistas, y que unos comunistas embaucadores o algo peor le habían restituido.

—Es muy agradable el saloncito de ahí detrás —le dije a Minton al sentarme.

—¿Uhmm? —Él y su esposa seguían leyendo el manuscrito que tenían en medio.

—No está mal el bar de atrás.

—Me alegro.

Los dos siguieron leyendo, al parecer, sin ningún interés en hablarme. Entonces Minton se volvió de pronto hacia mí, con una sonrisa agridulce y me preguntó:

—Y bien, ¿quién era ese?

—¿Quién era quién?

—El hombre con el que estaba usted hablando en el bar. Fuimos a tomar algo y justo cuando estábamos fuera, les oímos hablar a usted y a un hombre. El hombre hablaba muy fuerte. Decía que yo era un simpatizante comunista.

—Un fabricante de bicicletas llamado H. Lowe Crosby —dije. Me sentí enrojecer.

—Me echaron por pesimista. Los comunistas no tuvieron nada que ver.

—Fue culpa mía que le echaran —dijo su mujer—. La única prueba auténtica que se alegó contra él fue una carta que yo escribí al
Times
de Nueva York, desde Pakistán.

—¿Y qué decía la carta?

—Decía un montón de cosas —dijo Claire— porque me molestaba mucho que los americanos no lograsen imaginar que se puede ser distinto; ser algo distinto y sentirse orgulloso de ello.

—Ya veo.

—Pero había una frase que no cesaron de repetir una y otra vez en el juicio —suspiró Minton—. «Los americanos —dijo citando la carta de su esposa al
Times
— siempre están buscando el amor en formas que este nunca adopta, en lugares donde no puede existir nunca. Debe tener algo que ver con el antiguo espíritu de frontera.»

45
De por qué se odia a los americanos

La carta de Claire Minton al
Times
fue publicada durante el peor momento de la era del senador McCarthy, y su marido fue despedido doce horas después de que se imprimiera la carta.

—¿Pero qué había de tan terrible en la carta? —pregunté.

—La traición más alta posible —dijo Minton—, es decir que a los americanos no se les ama, vayan donde vayan, hagan lo que hagan. Claire quiso destacar que la política exterior americana debería reconocer que hay odio, antes que imaginar que hay amor.

—Creo que a los americanos
se
les odia en muchos sitios.

—A las
personas
se las odia en muchos sitios. Claire apuntó en esa carta que los americanos, al sufrir ese odio, sufrían simplemente el castigo normal por ser personas, y que era una necedad por su parte pensar que de algún modo podían quedar exentos de ese castigo. Pero el tribunal no prestó ninguna atención a este punto. No consideraron más que Claire y yo pensábamos que a los americanos no se les amaba.

—Bueno, me alegro de que la historia tuviera un final feliz.

—¿Uhmm? —dijo Minton.

—Al final salió todo bien —dije—. Están ustedes camino de su propia embajada, toda para ustedes.

Minton y su esposa intercambiaron otra de sus miradas compasivas de
duprass
. Entonces Minton me dijo:

—Sí, todo el mundo tiene su recompensa.

46
El método bokononista de tratar al César

Hablé con los Minton del estatus legal de Franklin Hoenikker, el cual era no sólo un pez gordo en el gobierno de «papá» Monzano, sino también un fugitivo de la justicia de los Estados Unidos.

—Todo ese asunto ya ha quedado anulado —dijo Minton—. Ya no es ciudadano de los Estados Unidos, y al parecer, está haciendo cosas buenas donde está ahora, de modo que así están las cosas.

—¿Renunció a su ciudadanía?

—Todo aquel que declara lealtad a un estado extranjero o que sirve en sus fuerzas armadas, o que acepta un cargo en su gobierno, pierde su ciudadanía. Lea su pasaporte. No se puede llevar esa clase de vida novelesca e internacional de tebeo como la que ha llevado Frank, y seguir siendo un polluelo del Tío Sam.

—¿Se le quiere mucho en San Lorenzo?

Minton sopesó en sus manos el manuscrito que él y su esposa habían estado leyendo.

—Aún no lo sé. Este libro dice que no.

—¿Qué libro es ese?

—Es el único libro académico que se haya escrito jamás sobre San Lorenzo.


Más o menos
académico —dijo Claire.

—Más o menos académico —dijo Minton haciendo eco—. Aún no ha sido publicado. Este es uno de los cinco ejemplares existentes. —Me lo entregó, invitándome a leer cuanto quisiera.

Abrí el libro por la primera página y vi que su título era
San Lorenzo: Su tierra, su historia, su gente
. El autor era Philip Castle, el hijo de Julian Castle, el hijo hotelero del gran altruista al que yo me dirigía a ver.

Dejé que el libro se abriera al azar. Dio la casualidad de que se abrió por el capítulo referente al hombre sagrado y marginado de la isla: Bokonon.

En la página que tenía frente a mí había una cita de
Los libros de Bokonon
. Aquellas palabras saltaron de la página para penetrar en mi mente, donde fueron bien recibidas.

Las palabras parafraseaban la sugerencia de Jesús: «Dad al César lo que es del César.»

La paráfrasis de Bokonon decía así:

«No hagáis ningún caso al César. El César no tiene la menor idea de lo que
realmente
pasa.»

47
Tensión dinámica

El libro de Philip Castle me absorbió tan profundamente que ni siquiera le quité los ojos de encima cuando bajamos a tierra en San Juan, Puerto Rico, durante diez minutos. Y tampoco le quité los ojos de encima cuando alguien por detrás me susurró, estremecido, que un enano había subido a bordo.

Al cabo de un rato miré a mi alrededor buscando al enano, pero no di con él. Y sí di, justo enfrente de Hazel y de H. Lowe Crosby, con una mujer rubia platino y con cara de caballo, una mujer nueva en la lista de pasajeros. A su lado había un asiento que parecía estar vacío, un asiento que muy bien podía albergar a un enano, sin que yo llegara a verle siquiera la coronilla.

Pero era San Lorenzo, su tierra, su historia, su gente, lo que me intrigaba en ese momento, de modo que no me esforcé en buscar bien al enano. Los enanos, después de todo, son una distracción para las horas muertas o tontas, y yo seguía en serio y con mucha impaciencia la teoría de Bokonon acerca de lo que él llamaba «Tensión Dinámica», su sentido de un equilibrio valiosísimo entre el bien y el mal.

La primera vez que vi el término «Tensión Dinámica» en el libro de Philip Castle, me reí dándome aires de superioridad. Según el libro del joven Castle, el término era uno de los favoritos de Bokonon, y pensé que yo sabía algo que Bokonon no sabía, y es que el término lo había popularizado Charles Atlas, un culturista por correspondencia.

Cuando seguí leyendo el libro, me enteré, en pocas palabras, de que Bokonon sabía perfectamente quién era Charles Atlas. Bokonon era, de hecho, alumno suyo en su escuela de culturismo.

Charles Atlas tenía la creencia de que se podían desarrollar los músculos sin pesas o aparatos de muelles, se podían desarrollar oponiendo simplemente un juego de músculos a otro.

Bokonon tenía la creencia de que se podía desarrollar una buena sociedad oponiendo el bien al mal, y manteniendo la tensión elevada entre ambas fuerzas constantemente.

Y en el libro de Castle, leí mi primer poema bokononista o «Calipso». Decía así:

Qué malo es «papá» Monzano,

Pero qué tristeza la mía, sin el «papá» malo.

Porque sin la maldad de «papá»,

¿Sabríais decirme cómo

El viejo Bokonon, tan perverso,

Iba a parecernos bueno?

48
Igual que San Agustín

Bokonon, según leí en el libro de Castle, había nacido en 1891. Era negro, episcopaliano de nacimiento y súbdito británico de la isla de Tobago.

Fue bautizado con el nombre de Lionel Boyd Johnson.

Nacido en el seno de una familia acomodada, era el más pequeño de seis hermanos. La fortuna de la familia procedía de un tesoro enterrado por unos piratas, un tesoro de un cuarto de millón de dólares que el abuelo de Bokonon había descubierto, probablemente un tesoro de Edward Teach, llamado Barbanegra.

La familia de Bokonon invirtió el tesoro de Barbanegra en asfalto, copra, cacao, ganado y volatería.

El joven Lionel Boyd Johnson se educó en colegios episcopalianos, fue un buen estudiante muy interesado en los ritos litúrgicos. Debido a su gran interés por el boato de la religión organizada, parece que de joven fue un juerguista, ya que en su «Decimocuarto Calipso» nos invita a cantar con él:

Cuando yo era joven,

Era muy alegre y ruin

Bebía y perseguía a las chicas

Igual que de joven San Agustín.

San Agustín

Llegó a ser un santo.

O sea, que si yo llego a tanto,

Por favor mamá, que no te dé un desmayo.

49
Un pez arrojado por un mar embravecido

Lionel Boyd Johnson fue lo bastante ambicioso intelectualmente como para que en 1911 navegara él solo desde Tobago hasta Londres en una corbeta llamada
Lady's Slipper
. Su propósito era acceder a una enseñanza superior.

Se matriculó en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Londres.

Sus estudios se vieron interrumpidos por la Primera Guerra Mundial. Se alistó en infantería, destacó en la lucha, fue nombrado oficial en el campo de batalla y en los partes apareció su nombre cuatro veces. En la segunda Batalla de Ypres le hirieron con gas, permaneció hospitalizado durante dos años, y finalmente le licenciaron.

Embarcó rumbo a casa, a Tobago, de nuevo solo en el
Lady's Slipper
.

Estando solamente a ochenta millas de casa, fue detenido y cacheado por un submarino alemán, el
U-99
. Le hicieron prisionero, y los hunos utilizaron su nave para prácticas de tiro. Cuando aún estaba en la superficie, el submarino fue sorprendido y capturado por un destructor británico, el
Raven
.

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