—Le encantaban las tiendas de baratijas —dijo Miss Faust.
—Ya lo veo.
—Algunos de sus más famosos experimentos los llevó a cabo con material que costaba menos de un dólar.
—Perra ahorrada, perra ganada.
También había numerosos objetos de material convencional de laboratorio, por supuesto, pero al lado de aquellos juguetitos alegres y baratos, parecían accesorios aburridísimos.
La mesa de Hoenikker estaba abarrotada de cartas.
—Creo que nunca contestó una sola carta —meditó Miss Faust—. Para obtener respuesta, la gente tenía que localizarle por teléfono o venir a verle.
En la mesa había una foto enmarcada. La tenía de espaldas, y me atreví a conjeturar de quién podría ser la foto.
—¿Su esposa?
—No.
—¿Uno de sus hijos?
—No.
—¿El mismo?
—No.
De modo que eché un vistazo. Vi que era una foto de un pequeño y humilde monumento a los caídos situado frente al palacio de Justicia de un pueblecito. Parte del monumento era un letrero donde venían los nombres de los lugareños que habían muerto en varias guerras y pensé que el letrero debía ser el motivo de la fotografía. Podía leer los nombres, y medio esperaba encontrarme con un Hoenikker entre ellos. No vi ninguno.
—Ese era uno de sus pasatiempos —dijo Miss Faust.
—¿El qué?
—Fotografiar cómo están amontonadas las balas de cañón en el césped de diferentes palacios de Justicia. Al parecer, el modo en que las han amontonado en esa foto es muy poco corriente.
—Ya veo.
—Era un hombre poco corriente.
—Estoy de acuerdo con usted.
—Quizá dentro de un millón de años todo el mundo sea tan inteligente como él, y vean las cosas como él las veía. Pero, comparado al hombre medio de hoy, era tan diferente como podría serlo un marciano.
—Quizá era realmente un marciano —insinué yo.
—Eso nos ahorraría mucho tiempo a la hora de encontrarle una explicación a sus tres extraños hijos.
Mientras Miss Faust y yo esperábamos un ascensor que nos llevase a la primera planta, ella dijo que esperaba que no fuese el número cinco. Antes de poder preguntarle a qué se debía ese deseo, llegó el número cinco.
El ascensorista era un negro pequeñito y muy mayor, cuyo nombre era Lyman Enders Knowles. Knowles era un demente, de eso estoy casi seguro. Y un demente ofensivo. Lo cual era obvio, por el hecho de que se agarraba el culo y exclamaba «¡Sí, sí!», cada vez que tenía la impresión de haber dicho una verdad.
—Hola, amigos antropoides, nenúfares y patinetes —nos dijo a Miss Faust y a mí— ¡Sí, sí!
—Primer piso, por favor —dijo ella fríamente.
Todo lo que Knowles tenía que hacer para cerrar la puerta y llevarnos al primer piso era pulsar un botón, pero no pensaba hacerlo todavía. No lo haría, quizá, durante años.
—Un hombre me contó —dijo— que estos ascensores que ven ustedes aquí eran de arquitectura maya. Nunca lo había sabido hasta hoy. Y yo le dije: «¿Qué es lo que me hace, mayonesa?» ¡Sí, sí! Y mientras se lo pensaba, le lancé una pregunta que le puso tieso y le hizo pensar el doble. ¡Sí, sí!
—¿No podríamos bajar, Mr. Knowles? —rogó Miss Faust.
—Yo le dije —prosiguió Knowles—: Esto es un laboratorio de investigación y
re
-conocimiento.
Re
-conocimiento significa
conocer de nuevo
, ¿no? ¿Significa que busca algo que tuvieron en otra época y de un modo u otro desapareció, y ahora tienen que volver a
re
-conocerlo? ¿Cómo llegaron a construir un edificio así, con ascensores mayonesa y todo, y llenarlo de toda esta gente chalada? ¿Qué es lo que están intentando conocer de nuevo? ¿Quién perdió qué? ¡Sí, sí!
—Muy interesante —suspiró Miss Faust—. Y ahora, ¿podríamos bajar?
—Lo único que
podemos
hacer aquí es bajar —soltó Knowles—. Aquí estamos arriba del todo. Si ustedes me dicen que suba, no creo que les pudiese ayudar. ¡Sí, sí!
—Entonces bajemos —dijo ella.
—Ahora mismo. ¿Este caballero viene a honrar al doctor Hoenikker?
—Sí —dije—. ¿Le conocía usted?
—
Íntimamente
—respondió—. ¿Sabe qué dije yo cuando murió?
—No.
—Dije: «El doctor Hoenikker no está muerto.»
—¿Ah sí?
—Sólo ha entrado en una nueva dimensión. ¡Sí, sí!
Le dio un puñetazo al botón y bajamos.
—¿Conocía usted a los hijos de Hoenikker? —le pregunté.
—Unos bebés rabiosos —dijo—. ¡Sí, sí!
Había otra cosa que quería hacer en Ilium. Deseaba hacerle una foto a la tumba del viejo. Así que volví a mi cuarto, vi que Sandra se había ido, cogí mi cámara y alquilé un taxi.
El aguanieve seguía cayendo, ácida y gris. Pensé que la lápida del viejo saldría muy bien en la foto con toda esa aguanieve, incluso podría resultar una buena foto para la sobrecubierta de
El día del fin del mundo
.
El guarda que estaba en las puertas del cementerio me dijo cómo encontrar el panteón de los Hoenikker.
—No hay pérdida —dijo—. Tiene la lápida más grande de todo el cementerio.
Y no mentía. La lápida era un falo de alabastro de seis metros de alto y uno de espesor. Estaba cubierto de aguanieve.
—¡Dios mío! —exclamé riendo al salir del taxi con mi cámara—, ¡vaya un monumento para el padre de la bomba atómica!
Le pregunté al taxista si le molestaría ponerse al lado del monumento para dar una idea de la escala. Y a continuación le pedí que quitase un poco de aguanieve para que pudiese verse el nombre del finado.
Así lo hizo. Y en el cuerpo central, en letras de quince centímetros de altura, que Dios me proteja, apareció la palabra:
M A D R E
—¿Madre? —preguntó el taxista incrédulamente.
Quité más aguanieve y dejé al descubierto este poema:
Madre, madre, escucha mi plegaria
Y protege por siempre nuestra alma.
ANGELA HOENIKKER
Y bajo este poema aún había otro más:
No estás muerta,
Sólo durmiendo.
Deberíamos sonreír,
Y cesar nuestros lamentos.
FRANKLIN HOENIKKER
Y debajo de este poema, grabado en el pilar, había un cuadrado de cemento con la huella de una mano de niño. Bajo la huella aparecían las palabras:
Baby Newt
—Si esta es la madre —dijo el taxista—, ¿qué coño le habrán puesto encima al padre? —E hizo una sugerencia obscena sobre lo que podría ser la lápida adecuada.
Encontramos al padre muy cerca. Su monumento, como venía especificado en su testamento, era un cubo de mármol de cuarenta centímetros de arista.
Y decía: «PADRE.»
Cuando ya abandonábamos el cementerio, el taxista se sintió preocupado por el estado de la tumba de su propia madre. Me preguntó si me molestaría desviarnos un poco para echarle un vistazo.
La tumba de su madre era una lapidita patética, pero esto ahora no viene al caso.
Y el taxista me preguntó si me molestaría desviarme otro poquito, esta vez en dirección a una tienda de lápidas al otro lado de la calle del cementerio.
Por entonces yo no era bokononista, de modo que me mostré conforme, aunque algo malhumorado. De haber sido bokononista, me habría mostrado encantado de ir a cualquier parte que me sugiriese cualquiera. Como dice Bokonon: «Si nos sugieren un viaje especial, es una clase de baile que Dios nos da.»
El nombre de la tienda de lápidas era «Avram Breed e hijos». Mientras el taxista hablaba con el vendedor, yo me di un paseo entre los monumentos, monumentos anónimos, monumentos en memoria de nada, hasta la fecha.
En la sala de muestras vi una bromita institucional: encima de un ángel de piedra colgaba una rama de muérdago. Sobre el pedestal había unas ramas de cedro apiladas, y un collar de lamparitas para árboles de Navidad rodeaba la marmórea garganta del ángel.
—¿Cuánto pide por ésta? —le pregunté al vendedor.
—No está en venta. Tiene cien años. Esa figura la talló mi bisabuelo, Avram Breed.
—¿Tantos años tiene este negocio?
—Sí.
—¿Y es usted un Breed?
—Pertenezco a la cuarta generación.
—¿Es usted pariente del doctor Asa Breed, el director del Laboratorio de Investigaciones.
—Soy su hermano.
Dijo llamarse Marvin Breed.
—¡Qué pequeño es el mundo! —exclamé.
—Si lo mete usted en un cementerio, sí lo es.
Marvin Breed era un hombre sentimental y listo, pulcro y vulgar.
—Vengo del despacho de su hermano. Soy escritor. Le he estado haciendo una entrevista acerca de Hoenikker —le dije a Marvin Breed.
—Vaya un hijo de perra raro. No me refiero a mi hermano, sino a Hoenikker.
—¿Le vendió usted el monumento para su esposa?
—Eso se lo vendí a sus hijos. Él no tuvo nada que ver en el asunto, ni pasó nunca por aquí para ponerle a su mujer una lápida del tipo que fuese. Fue más tarde, después de que la mujer llevara muerta un año o más, cuando los tres hijos de Hoenikker vinieron, la chica altísima, el muchacho y el niñito. Querían la lápida más grande que se pudiese comprar con dinero, y los dos mayores habían escrito unos poemas, que querían que apareciesen en la lápida.
—Usted ríase de esa lápida si le da la gana —dijo Marvin Breed—, pero a esos chicos les consoló más que cualquier otra cosa que hubiesen podido comprar con dinero. Solían venir a contemplarla y a ponerle flores no-sé-cuantas-veces al año.
—Debió costarles un montón.
—La pagaron con el dinero del Premio Nobel. Compraron dos cosas con ese dinero: una casita de campo en Cape Cod y ese monumento.
—Dinero de dinamita —dije maravillado, pensando en la violencia de la dinamita y en la calma absoluta de una lápida y una residencia de verano.
—¿Cómo?
—Nobel inventó la dinamita.
—Bueno, supongo que debe de haber gente para todo...
De haber sido entonces un bokononista, al reflexionar sobre la cadena de acontecimientos milagrosamente intrincados que había llevado el dinero de la dinamita a esa determinada empresa de lápidas, podría haber susurrado: «Tela, tela, tela.»
Tela, tela, tela
es lo que murmuramos nosotros, los bokononistas, cada vez que pensamos lo complicada e imprevisible que es realmente la maquinaria de la vida.
Pero entonces, todo lo que pude decir como cristiano, fue:
—¡Qué curiosa es la vida a veces!
—Y a veces no —dijo Marvin Breed.
Le pregunté a Marvin Breed si había conocido a Emily Hoenikker, la esposa de Felix, la madre de Angela, Frank y Newt, la mujer que yacía bajo aquel monstruoso pilar.
—¿Si la conocí? —Su voz se volvió trágica—. ¿Si la conocí, señor? Claro que la conocí. Conocí a Emily. Fuimos juntos al instituto de Ilium. Fuimos copresidentes del Comité de colores de la clase. Su padre era el propietario de la tienda de música de Ilium. Emily podía tocar todos los instrumentos. Me enamoré tanto de ella que dejé de jugar al fútbol y quise tocar el violín. Pero entonces, Asa, mi hermano mayor, vino del Instituto de Tecnología de Massachusetts a pasar las vacaciones de primavera en casa, y cometí el error de presentárselo a mi mejor chica. —Marvin Breed chasqueó los dedos—. La apartó de mí así de fácil. Y estampé mi violín de setenta y cinco dólares contra un saliente de latón que hay al pie de mi cama. Bajé a la floristería y encontré una de esas cajas donde meten las docenas de rosas, puse dentro el violín hecho pedazos y se lo envié a Emily mediante un mensajero de la Western Union.
—¿Era guapa?
—¿Guapa? —repitió como el eco—. Señor, cuando vea a un ángel mujer, si Dios estima conveniente mostrarme uno, serán sus alas y no su rostro lo que me deje con la boca abierta. Yo he visto el rostro más bonito que haya existido nunca. No había un solo hombre en el condado de Ilium que no estuviese enamorado de ella, secretamente o como fuese. Podría haber tenido al hombre que hubiese querido —escupió en su propio suelo—, y tuvo que ir a casarse con ese holandesito hijo de perra. Era la prometida de mi hermano y ese cobarde hijo de puta llegó a la ciudad... —Marvin Breed volvió a chasquear los dedos—. La apartó de mi hermano así de fácil.
»Supongo que es un acto de alta traición, de ingratitud, ignorancia, timidez y antiintelectualidad, llamar hijo de perra a un muerto tan famoso como Felix Hoenikker. Sé que tenía fama de inofensivo, apacible y soñador, de no haber roto nunca un plato, que no le importaba el dinero, el poder, las ropas buenas, los coches, que no era como el resto de la gente, que era tan inocente que prácticamente era un Jesucristo, excepto que no era hijo de Dios...
Marvin Breed consideró innecesario tener que completar su pensamiento. Tuve que pedírselo yo.
—Pero ¿cómo...? —dijo—, pero ¿cómo...? —Se dirigió hacia la ventana con la mirada puesta en las puertas del cementerio—. Pero ¿cómo...? —murmuró mirando la entrada y el aguanieve y el pilar de Hoenikker que apenas se entreveía.
»Pero... —dijo—, pero ¿cómo coño va a ser inocente un hombre que contribuye a la fabricación de algo como la bomba atómica? ¿Y cómo puede decir usted que un hombre era bueno de espíritu si ni siquiera se molestó en hacer algo cuando la mujer más hermosa y con mejor corazón del mundo, su propia esposa, se moría por falta de amor y comprensión...?
Se estremeció.
—A veces me pregunto si no nació ya muerto. Nunca he conocido a un hombre menos interesado por la vida. A veces pienso que lo que va mal en el mundo es eso: hay demasiada gente muerta y fría como una piedra en los lugares importantes.
Fue en la tienda de lápidas donde tuve mi primer
vin-dit
, un término bokononista que significa un impulso repentino y muy personal hacia el bokononismo, hacia la creencia de que, en definitiva, Dios Todopoderoso lo sabía todo acerca de mí, y de que ese Dios Todopoderoso me tenía reservados algunos planes muy estudiados.
El
vin-dit
estaba relacionado con el ángel de piedra que había bajo el muérdago. Al taxista se le había metido en la cabeza que tenía que conseguir ese ángel para la tumba de su madre, al precio que fuera, y allí estaba, de pie, frente a la estatua, contemplándola con lágrimas en los ojos.