En aquella estación se presentó para Cloe un enjambre de novios. De muchas partes acudían a Dryas, pidiéndosela por mujer; unos traían buenos presentes; otros los prometían mejores. Así fue que Napé, estimulada por las promesas, era de opinión de casar a Cloe cuanto antes, y no guardar por más tiempo a mozuela ya tan granada, la cual, el día menos pensado, perdería su doncellez en medio del campo y se casaría por manzanas y flores con un pastor cualquiera; que lo más conveniente sería hacerla pronto señora de su casa, aceptar los presentes y guardarlos para el hijo legítimo de ellos, que no hacía mucho les había nacido. Dryas se dejaba vencer a menudo de tales razones, ya que le ofrecían prendas de más valer que las que suelen ofrecerse por una pobre zagala; pero, pensando luego que la muchacha valía demasiado para casarse con un rústico, y que si hallaba un día a sus verdaderos padres, éstos los harían dichosos a todos, se resistía siempre a responder, y así iba dando largas al asunto, no sin aprovecharse mientras de no pocos presentes.
Al saber estas cosas tuvo Cloe gran pesar, si bien se le ocultó a Dafnis por temor de afligirle. Viendo, no obstante, que él la importunaba con preguntas, y que ya estaba más triste de no saber nada de lo que pudiera estar de saberlo todo, se atrevió al fin a contárselo. Le habló de los novios, muchos y ricos; de las razones que daba Napé para apresurar la boda, y de que Dryas no mostraba oponerse, sino lo demoraba para las próximas vendimias. Dafnis, con tales nuevas, estuvo a pique de perder el juicio; se echó por tierra, lloró y afirmó que él se moría si Cloe le faltaba, y no sólo él, sino también se morirían los carneros sin tal pastora. Después, reflexionándolo mejor, cobraba ánimo y resolvía hablar al padre de ella y ponerse en la lista de los pretendientes, esperando vencerlos. Sólo una cosa le sobresaltaba: que Lamón no era rico. Esto debilitaba mucho su esperanza. Decidiose, con todo, a pedir a Cloe, y ella convino en que lo hiciese. Nada al principio se atrevió a decir a Lamón; pero, confiando más en Mirtale, le descubrió su amor y le dijo que quería casarse con Cloe. Mirtale lo participó todo a Lamón por la noche. Este recibió con dureza la noticia, y regañó a su mujer porque quería casar con una hija de pastores a un muchacho que había de tener grandes riquezas, si no mentían las prendas halladas, y que a ellos, si venían a descubrirse los padres, los haría horros y dueños de mayores campos. Mirtale, temerosa de que Dafnis, por despecho amoroso, y perdida toda esperanza de boda, osara darse muerte, alegó otros motivos menos importantes que los que había dado Lamón. «Somos pobres —le dijo—, hijo mío, y necesitamos novia que más bien traiga algo que no que se lo lleve. Ellos son ricos, pero quieren novios ricos. Ve, no obstante; convence a Cloe, y haz que Cloe convenza a su padre, a fin de que no pidan mucho y te la den. Ella te ama, y sin duda gustará más de acostarse con un buen mozo pobre que no con un jimio rico».
No esperaba Mirtale que Dryas diese nunca su consentimiento, disponiendo, como disponía, de más ricos novios, que le ofrecían buenos presentes. Dafnis no tenía que argüir contra lo dicho por su madre; pero se afligió mucho, e hizo lo que suelen hacer los enamorados pobres; lloró, y pidió auxilio a las Ninfas. Ellas volvieron a aparecérsele por la noche, mientras dormía, en la propia forma que la primera vez, y la mayor le dijo: «A otro dios incumbe tratar de tu boda con Cloe. Nosotras te daremos con qué ablandar Dryas. La nave de los mancebos de Metimna, cuya amarra de mimbre se comieron tus cabras, se fue aquel día muy lejos de tierra, empujada por el viento: mas por la noche sopló viento contrario; alborotó la mar, y arrojó la nave contra unos altos peñascos. La nave pereció, y con ella cuanto encerraba, salvo una bolsa con tres mil dracmas, que con los restos de la nave trajo a la costa la onda, y está allí oculta entre algas, cerca de un delfín muerto, por lo cual nadie de los que pasan se han aproximado, huyendo del hedor de aquella podredumbre. Ve allí, toma la bolsa y dala. Así conviene, para acreditar, por lo pronto que no eres pobre. Ya vendrá tiempo en que seas rico».
Dicho esto, desaparecieron las Ninfas en la noche. Cuando vino el día, se levantó Dafnis rebosando de gozo; llevó sus cabras al pasto con la mayor premura, y después de besar a Cloe y de adorar a las Ninfas, se fue hacia la mar, como si quisiera ser rociado por las olas. Allí, por la orilla y sobre la arena, vagaba en busca de los tres mil dracmas. No empleó largo tiempo ni fatiga en hallarlos. El delfín no olía bien, y su podredumbre le dio en las narices y le guió por el camino hasta llegar al sitio indicado. Ya en él, apartó las algas y descubrió la bolsa llena de dinero. La recogió, la guardó en el zurrón, y antes de irse, dio gracias por todo a las Ninfas y a la misma mar, pues, aunque cabrero, parecíale la mar más dulce que la tierra, desde que le ayudaba para conseguir casarse con Cloe.
Dueño de los tres mil dracmas, nada creía que le faltaba ya. Se consideraba, no sólo más pudiente que los labriegos de por allí, sino más rico que todos los hombres. Se fue al punto donde estaba Cloe; le contó el sueño; le mostró la bolsa; le rogó que estuviese a la mira del ganado durante su ausencia, y corrió con gran denuedo en busca de Dryas, a quien halló en la era, trillando trigo con su mujer Napé, y a quien dijo estas valerosas palabras: «Dame a Cloe por mujer. Yo sé tañer la zampoña con maestría, podar viñas y plantar árboles. Sé también arar la tierra y aventar la mies con el bieldo. En lo tocante a pastoreo, pregúntale a Cloe. Cincuenta cabras me entregaron, y ya tengo doble número. He criado también grandes y hermosos machos, cuando antes era menester llevar las cabras a que otros las padreasen. Soy muy mozo aún, vecino vuestro y de irreprensible conducta. Me crió una cabra, como a Cloe una oveja. Si en todo esto me aventajo a los demás novios, en generosa largueza no he de quedarme tampoco atrás. Ellos te dan tal o cual cabra u oveja, o alguna yunta de bueyes con roña, o aechaduras de trigo para mantener unas cuantas gallinas. Yo, en cambio, te doy estas tres mil monedas. Pero no se lo digas a nadie, ni a mi padre Lamón». Y al dar el dinero, abrazó y besó a Dryas.
Este y Napé, al recibir, sin esperarlo, tamaña suma, prometieron enseguida a Dafnis que le darían a Cloe y que tratarían de persuadir a Lamón. Dafnis se quedó con Napé, haciendo andar a los bueyes sobre la parva y desmenuzando espigas con el trillo, mientras que Dryas, después de guardar la bolsa y el dinero, se fue más que deprisa a ver a Lamón y a Mirtale, contra todo uso y costumbre, para pedirles al novio.
Hallándose éstos midiendo cebada, que acababan de cribar, y lamentándose de que apenas habían cogido lo que sembraron. Dryas pensó consolarlos con asegurar que era general la mala cosecha, y luego pidió a Dafnis para marido de Cloe, diciendo que otros le daban mucho, pero que él prefería no tomar nada de Lamón y Mirtale, sino que se sentía inclinado a socorrerlos con su propia hacienda. «Además —añadió—, los chicos han crecido viéndose siempre; cuidando del hato se han encariñado de manera que no es fácil separarlos, y ya están ambos en edad de dormir juntos». Estas y otras razones, no menos persuasivas, alegó Dryas, como quien había tomado tres mil dracmas para persuadirlos.
Lamón no podía excusarse con la pobreza, porque los padres de la novia no le desdeñaban por pobre, ni con la poca edad de Dafnis, que era ya un garzón muy apuesto. La verdad no quería confesarla. No osaba decir con que consideraba a Dafnis mejor partido. Se calló, pues, por un rato, y al cabo respondió así: «Noble es vuestro proceder al dar a los vecinos preferencia sobre los extraños, y al poner por cima de la riqueza a la pobreza honrada. Que Pan y las Ninfas os concedan en premio su amor. En cuanto a mí, no deseo menos que vosotros la boda. Loco estaría yo si no desease amistad y unión con vuestra familia, cuando me hallo tan cerca de la vejez y necesita brazos y auxilio para mis faenas. De Cloe no hay más que pedir: linda zagala en la flor de su edad, y buena como pocas. Lo malo es que yo soy siervo, y de nada dispongo. Debo, pues, informar a mi amo para que dé su permiso. Diferamos la boda para el otoño. Para entonces dicen los que llegan de la ciudad que vendrá el amo por aquí. Para entonces serán marido y mujer; ámense entretanto como hermanos. Entiende con todo, ¡oh Dryas!, que vas a tener un yerno que vale más que nosotros». Dicho esto, le besó y le ofreció de beber, porque estaban ya en todo el fervor del mediodía, y le acompañó un buen trecho de camino, con mil atenciones y muestras de afecto.
No oyó en balde Dryas las últimas palabras de Lamón, y mientras caminaba iba cavilando así sobre quién sería Dafnis: «Le crió una cabra, cual si por él velasen los dioses. Es hermoso, y en nada se parece a ese vejete chato y a esa mujerzuela pelona. Se proporcionó tres mil dracmas, y no hay zagal que logre reunir otros tantos piruétanos. ¿Le expondría alguien como a Cloe? ¿Le encontraría Lamón como yo la encontré, con prendas parecidas y a propósito para un futuro reconocimiento? ¡Oh venerado Pan y Ninfas muy amadas, permitid que así sea! Tal vez, si él descubre a sus padres, logrará que Cloe sea también reconocida por los suyos».
Así iba Dryas discurriendo y soñando hasta que llegó a la era, donde esperaba Dafnis, ansioso de oír las nuevas que traía. Diole ánimo, llamándole yerno; le prometió que las bodas se celebrarían en el otoño, y le estrechó la mano en señal de que Cloe no sería de otro, sino suya. Más veloz que el pensamiento, sin comer ni beber, corrió Dafnis en busca de Cloe. Estaba ella ordeñando y haciendo quesos, y él le anunció la buena nueva. De allí en adelante la besaba, sin recatarse, como a su futura; compartía sus afanes; recogía la leche en colodras; apretaba los quesos en zarzos, y ponía a mamar bajo las madres a cabritillos y corderos.
Después de cumplir bien con su oficio, los dos se bañaban, comían, bebían e iban a coger fruta en sazón. Había entonces grande abundancia de ella, por ser el momento más feraz del verano: manzanas a manta, peras, acerolas y membrillos. Fruta había caída por el suelo: otra, pendiente aún en el árbol; la caída, más olorosa; más lozana y fresca a la vista la que de las ramas colgaba. Esta relucía como el oro; aquélla embriagaba con su olor como el vino.
Entre los frutales se veía uno, tan esquilmado ya, que no tenía ni fruta ni hoja. Desnudas estaban todas sus ramas. Una manzana sola pendía aún en la cima, grande, hermosa, y venciendo a las demás en fragancia. Quizá quien hizo el esquilmo no se atrevió a subir tan alto para cogerla; quizá la dejó por descuido; quizá la bella manzana se guardaba allí para un pastor enamorado. Apenas la vio Dafnis, quiso subir a alcanzarla. Cloe se opuso, pero él no hizo caso; y desatendida ella, se fue con enojo donde estaba el rebaño. Dafnis, en tanto, subió a alcanzar la manzana; se la trajo a Cloe, y le dijo para quitarle el enojo:
«Esta manzana, ¡oh virgen!, es creación de las Horas divinas; árbol fecundo le dio sustento; el sol la maduró y sazonó; nos la conserva la Fortuna. Ciego y necio hubiera sido yo si no la hubiera visto y si la hubiera dejado para que, o bien viniese a caer por la tierra, la pisoteasen las reses y la envenenasen los reptiles, o bien permaneciese en la cumbre hasta que el tiempo la acabara, sin más fin que admiración estéril. Venus recibió una manzana en premio de su hermosura. Toma tú ésta por galardón de igual victoria. Ambas sois bellas, y de condición semejante son vuestros jueces, pastor él y yo cabrero».
Esto dijo, y le echó la manzana en el regazo. No bien se acercó, le besó ella. Él no se arrepintió de la audacia de haber subido tan alto por un beso más rico que la manzana de oro.
Por aquel tiempo llegó de Mitilene un siervo, compañero de Lamón, a quien anunció que poco antes de la vendimia vendría el amo para ver qué daños había causado en sus tierras la incursión de los metimneños. Y como ya iba yéndose el verano, y el otoño se venía encima, Lamón se afanó por disponer un recibimiento en el que todo fuera grato a los ojos. Limpió las fuentes para que el agua corriese pura y cristalina; sacó el estiércol del establo y corrales para que no molestara su mal olor, y aderezó el huerto para que pareciese más ameno.
El huerto era de suyo lindísimo y digno de un rey. Medía en longitud más de un estadio; estaba en una altura, y contenía sobre cuatro yugadas de tierra. Semejaba extenso llano, y había en él toda clase de árboles: manzanos, arrayanes, perales, granados, higueras y olivos. En algunos puntos la vid trepaba a los árboles, y, enlazada a ellos, lucía sus frutos en competencia con manzanas y peras. Esto en cuanto a los frutales; pero también había allí árboles selváticos y de sombra, como cipreses, lauros, adelfas, plátanos y pinos; en todos los cuales, en vez de la vid, se entrelazaba la hiedra, cuyos corimbos, que eran grandes y negreaban ya, remedaban racimos de uvas. Las plantas que daban fruta estaban en el centro, como para mayor defensa; las estériles, en torno, como muralla. Lo rodeaba y amparaba todo una débil cerca o vallado. No había cosa que no estuviese con cierto orden y primor. Los troncos, separados de los troncos, y en lo alto, mezclándose las ramas y confundiéndose el follaje. Diríase que el Arte se había esmerado a porfía con la Naturaleza. Había en cuadros y eras multitud de flores, que la tierra daba de sí sin cultivo, o que la industria cultivaba; rosas, azucenas y jacintos, criados por la mano del hombre; violetas, corregüelas y narcisos, espontáneamente nacidos. Allí había, en suma, sombra en estío, flores en primavera, frutos en toda estación, y los más deliciosos y exquisitos en otoño. Desde allí se oteaba la ancha vega, y se contemplaba pastores y ganados, y se descubría la mar, y se veían los que por ella iban navegando, lo cual no era pequeña parte de los gustos con que brindaba aquel huerto. En el centro mismo, así de lo largo como de lo ancho, se levantaban un templo y un ara de Baco; el ara, revestida de hiedra, y de pámpanos el templo, por fuera. La historia del dios estaba dentro pintada: Semele, pariendo; Ariadna, dormida; encadenado, Licurgo; despedazado, Penteo; vencidos, los indios; los tirrenos, transformados. Por donde quiera, los sátiros; por donde quiera, las bacantes, que danzaban. Ni faltaba allí Pan, quien, sentado sobre una piedra, tañía la zampoña, y daba el mismo son y compás al pisoteo de los sátiros en el lagar y al baile de las ménades.
Tal era el huerto que Lamón se afanaba por cuidar, podando las ramas secas y enredando en festones la vid a los árboles. A Baco le coronaba de flores. Derivaba sin dificultad el agua por las limpias acequias. Había una fuente, que Dafnis había descubierto, la cual regaba las flores. Llamábanla fuente de Dafnis. Lamón, por último, encomendó a éste que engordase las cabras lo más que pudiera, porque el amo, que no había venido en tanto tiempo, iba ahora a verlo todo.