Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por vez primera.
Dorcón, entretanto, el boyero enamorado de Cloe, se fue a buscar a Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido juntos a apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por mujer, y le prometió grandes dones, como rico boyero que era: una yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse. Halagado por las promesas Dryas estuvo a punto de consentir en la boda; pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males, desechó la proposición de boda, y se disculpó como pudo, sin aceptar lo prometido en alboroque.
Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar a las manos, no bien hallase sola a Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían alternativamente a beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro había muerto con sus astas defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos a los talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero. Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fue a la fuente donde bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas, cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir a beber el ganado, y con grande esperanza de asustar a Cloe con su disfraz y de apoderarse de ella.
A poco llegó Cloe a la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían a Cloe, y como tenían buena nariz, sintieron a Dorcón, que ya se disponía a caer sobre Cloe; se pusieron a ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le rodearon, y antes de que volviese del susto, le mordieron. Al principio, con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo, Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de terror, había llamado a Dafnis para que le socorriese. Y los perros, destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón, el cual, a grandes voces, acabó por suplicar que le amparasen a Cloe y a Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los perros con las voces que tenían de costumbre. Después, llevaron a la fuente a Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas. Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos en punto a atrevimientos amorosos, les hizo considerar la empresa de Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta que le despidieron.
Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del lobo, sino de la del perro, fue a curarse las heridas.
Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse, hasta bien entrada la noche, para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron a los peñascos, y otras se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas a acudir a la voz, a congregarse al son de la zampoña y a venir oyendo sólo una palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi fue menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como a las liebres. Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con profundo sueño. La fatiga fue remedio del mal de Amor; pero, venido el día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía separarse; estaban desazonados; deseaban algo, e ignoraban qué. Sólo sabían él, que origen de su mal era un beso, y ella, que era un baño.
Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flauta al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces, ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con Dafnis de aquella bebida.
Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y cautividad de los ojos, porque ella miraba a Dafnis desnudo y su beldad floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle en parte alguna; y él, al verla con la piel del ciervo, coronada de pino y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver a una de las Ninfas de la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de pino, se coronaba a sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela, no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo negro, a la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las manzanas, por lo blanco y sonrosado. A veces le enseñaba a tocar la flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para besar a Cloe por medio de la flauta.
Tocando él así una siesta, y reposando a la sombra el ganado, Cloe hubo de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada, dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo a besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva. Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que alborotan peleando a cornadas? ¡Oh lobos, más cobardes que zorras! ¿Por qué no venís a robarlos?».
Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una golondrina que la quería cautivar, vino a refugiarse en el seno de Cloe. La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que había sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vio la golondrina, que aún volaba cerca, y a Dafnis, que reía del susto, el susto se le pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la cigarra se puso a cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera darla gracias por haberla salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en el seno de Cloe, y sacó de allí a la buena de la cigarra, que ni en la mano quería callarse. Ella la vio con gusto, la tomó y la besó, y se la volvió a poner en el pecho, siempre cantando.
Recreábase una vez en oír a una paloma torcaz que arrullaba en la selva. Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que reposando a la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía a cantar de Pan y de Pitis, toda la vacada pacía en torno oyéndola. No lejos de allí había un zagal, que también guardaba vacas y era hábil cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo los de él más briosos, como de varón y como de muchacho, no menos dulces. Así fue que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño a otro. La zagala se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con el vencimiento en los cantares, y suplicó a los dioses que, antes de volver a casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día, cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros huidos».
En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos. Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, a fin de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y petos, y garbearon cuanto pudieron hallar a su alcance: vino oloroso, trigo a manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se andaba solazando solo junto al mar, porque Cloe, como niña que era, sacaba más tarde a pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores insolentes. Viendo los piratas a aquel mozo gallardo y espigado, juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus correrías y robos, se le llevaron a la nave, mientras que él lloraba, no sabía qué hacer, y llamaba a voces a Cloe. Los piratas, en tanto desataron la amarra, pusieron mano a los remos, y se iban engolfando en la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente a Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y descarriadas, y oyendo a Dafnis, que la llamaba siempre a gritos, abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y a todo correr se fue hacia Dorcón, pidiéndole socorro. Hallole por tierra, cubierto de heridas que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha sangre. Cuando él vio a Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar aliento. «Cloe —le dijo—, pronto voy a morir. Esos inicuos piratas me han destrozado como a un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva a Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas a mis vacas a seguir el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen. Tómala, ve a la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé a Dafnis y que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas vacas. A ti hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda musical a muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún vivo, y llórame muerto. Y cuando veas a alguien apacentando bueyes, acuérdate de mí». Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues a par de beso y voz exhaló el alma.
Tomó la flauta Cloe, aplicó a ella los labios y sopló con cuanta fuerza pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas, y de consuno se tiraron con ímpetu a la mar. Con salto tan violento se ladeó la nave de un costado y al caer las vacas se abrió en la mar como una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse a juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían medias corazas escamosas y calzaban grebas, mientras que Dafnis iba descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la estación del calor. Así fue que los piratas, apenas bregaron un poco, se hundieron con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar, como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La necesidad le enseñó, obstante, lo que importaba hacer: se puso entre dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos y se dejó llevar tan cómodo y sin fatiga, como en una carreta, pues es de saber que las vacas nadan más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto a las aves de agua y a los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de bueyes.
Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de los peligros, piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló a Cloe, que reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón; la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo del beso.
Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro, exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó a las vacas dar lastimeros mugidos, y se las vio correr despavoridas y sin concierto; todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo de las vacas por el vaquero difunto.
Después del entierro de Dorcón, Cloe se fue con Dafnis a la gruta de las Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las que daba la estación, coronaron con ellas a las imágenes y colgaron como ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta.
Hecho esto, salieron a ver cabras y ovejas Todas estaban echadas, sin pacer ni balar, sino, a lo que yo entiendo, harto afligidas por la ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fue que en cuanto los vieron y oyeron que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron a pacer, y las cabras a brincar y a balar, celebrando que su cabrero se había salvado.
Con todo esto, Dafnis, no podía recobrar su antiguo contento desde que vio a Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y agitado, como de alguien a quien persiguen, ya desfallecido, como por el cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar, y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas; pues, como mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor.