De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones, florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos primitivos, donde a veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales, la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.
Para dar autoridad a alguna doctrina religiosa o filosófica, casi se forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris o la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio y la de Proclo por Marino. Hasta para dar una explicación racionalista a la historia divina, para traer a la tierra a los númenes que el vulgo adoraba y reducirlos a la condición y proporciones humanas, se inventaba fábulas no menos increíbles y absurdas que la misma religión, que tiraban a destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta hoy sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes y, sobre todo, el autor de un libro titulado
Dios y su tocayo
donde se pretende probar que Jehováh era el emperador de la China y Adán un súbdito rebelde, expulsado del Celeste Imperio.
Es evidente que, al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y a grandes rasgos, y no podemos ceñirnos a la cronología, ni marcar con precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos a afirmar que, hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que ahora podemos llamar
novela de costumbres
. Toda ficción es sobre algo que toca o interesa a la vida pública, ya religiosa, ya política, ya filosófica. La novela de casos domésticos estaba en germen y reducida al cuento oral, que hasta muy tarde no empezó a coleccionarse.
Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibaris y de Chipre, y eran a menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro, o posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.
Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la libertad de la democracia ateniense, olvida lo político y se emplea en representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia nueva aparece la verdadera vida interior y doméstica, y se pintan caracteres y pasiones de personajes privados.
En la novela, lo que responde a la comedia nueva en el teatro, esto es, lo que hasta cierto punto pudiéramos llamar
novela de costumbres
, vino mucho más tarde. Todo novelista de este género puede afirmarse que es posterior a la Era cristiana.
No por esto juzgo yo, como los clasicistas severos, que es época de decadencia ésta en que apareció la novela de dicha clase. Verdad que el siglo de oro de las letras griegas fue el de Pericles; pero autores eminentes hubo en épocas muy distintas, nuevos períodos de florecimiento y nuevos campos para luchar y vencer se abrieron después en repetidas ocasiones al ingenio helénico; ora bajo los Ptolomeos y otros sucesores de Alejandro, en filosofía, en ciencias exactas y naturales, y en poesía lírica y bucólica; ora bajo la dominación de Roma, en quien infundió Grecia su cultura ora con la aparición y difusión del cristianismo y el gran movimiento de ideas que trajo en pos de sí, aun hasta después de caer el Imperio de Occidente. Yo creo que no pueden llamarse épocas de decadencia en una literatura aquellas en que florecen poetas como Teócrito, Bión y Calímaco; prosistas como Polibio, Plutarco y Luciano; filósofos como Plotino, y escritores tan elocuentes y pensadores tan profundos como tantos y tantos padres de la Iglesia.
En esta última época, a saber, desde el primero al quinto o sexto siglo de la Era cristiana, es cuando escriben los principales novelistas griegos de la novela propiamente dicha, o dígase de la
novela de costumbres
, o más bien de la novela de amor y aventuras, ya que las costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se empleaba lo que hoy llamamos o podemos llamar
color local y temporal
, sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día, porque los hombres creían sin gran dificultad, por dónde era llano ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas filosóficas, religiosas, geográficas e históricas.
Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la
Eubea
, de Dión Crisóstomo; el
Asno
, de Lucio de Patras;
Las Efesiacas
, de Jenofonte de Éfeso;
Teágenes y Clariclea
, de Heliodoro;
Leucipe y Clitofonte
, de Aquiles Tacio, y
Las Pastorales
, de Longo, o
Dafnis y Cloe
, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor de todas, ya que el
Asno
, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la
Eubea
, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y después, como sucede por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro, el poema de Alejandro y las historias troyanas.
Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya a pasión de traductor
Dafnis y Cloe
es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo.
Contra los ataques que se han dirigido a su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyen: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar a Cloe, a quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso a veces y tremendo.
Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por
Dafnis y Cloe
y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rara hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.
Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentilicio, que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.
Dafnis y Cloe
, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado e idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos e ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él, sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es
shocking
, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto e insufrible.
La novela de
Dafnis y Cloe
es, pues, lo que debe y puede ser, y, tal como es, es muy linda.
Su autor imita, sin duda, a los antiguos poetas bucólicos, a Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.
Dafnis y Cloe
, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún,
mutatis mutandi
, no sólo a
Pablo y Virginia
, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de
Pepita Jiménez
.
De estas novelas en prosa se ha pasado también al componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas o burguesas que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan a pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar a los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos a sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días son
Hermann y Dorotea
, de Goethe, y
Evangelina
, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco o seis años. Así Campoamor, en los que llama
Pequeños poemas
, y Núñez de Arce, en otro que titula
Idilio
.
Grecia también nos dio el ejemplo de esto, al ir a expirar su gran literatura. En el siglo V, o después (porque así como nada se sabe de quién fue Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, a quien llaman el
gramático
o el
escolástico
, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de Hero y Leandro, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un pequeño poema precioso. Ganas se lo han pasado al productor de
Dafnis y Cloe
de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entretanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas.
Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y flores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, a dar culto a las Ninfas y a ver la pintura.
Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales a los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado a alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al Amor, a las Ninfas y a Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato a todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos otros.
Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, a la vista, ciudad, sino grupo de islas.
A unos doscientos estadios de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto a la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa.
En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló a un niño, a quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blanco césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía a menudo, y abandonando su cabritillo, asistía a la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vio deslizarse con cautela entre las matas, a fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vio que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado habla un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fue cargar con aquellas alhajas y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, a su mujer, Mirtale, a la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló a la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron a la cabra su crianza. A fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis.