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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (5 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Paula.

Lo de los zapatos es más que simple moda, es una filosofía. Paula siempre dice: «Los zapatos deberían ser como las parejas. Deberían complementarse, pero no ser iguales». De todas maneras, para poder lograr una postura con una cierta gracia, Paula ofrece la concesión de que los zapatos deben tener una altura idéntica, pero insiste en que comprar dos pares de diferentes colores e intercambiarlos es hacer trampa. No, la única manera de reunir realmente a un zapato con su alma gemela de suela es pasarse horas enteras en tiendas de segunda mano, rebuscando entre pilas de zapatos desechados y abandonados. Paula siempre deja los basureros más limpios que lo que los encontró.

Kelly y yo salimos del coche. Kelly lleva puestas unas mallas, una minifalda fucsia y un suéter de algodón rosa que le resbala por el hombro izquierdo, al estilo de
Flashdance
, contrarrestado por una coleta y un enorme lazo en la parte derecha de su cabeza. Normalmente, su piel de marfil no lleva nada de maquillaje, pero hoy se ha emperifollado especialmente para la ocasión.

—¿Mi vestuario está bien? —le pregunta a Paula—. Edward lo eligió.

(De acuerdo, lo reconozco: vivo a través de ella. Si los chicos pudieran llevar zapatos estilo elfo, como ellas, yo lo haría.)

Paula evalúa a Kelly de manera rápida.

—Barbie New Wave —dice—. Es una reacción tanto al consumismo como a la moda.

—¿Y eso es bueno? —pregunta Kelly.

—Las dos estáis geniales —digo, rodeándolas con mis brazos.

Yo llevo mi traje Willy Wonka en
Charlie y la fábrica de chocolate
: una chaqueta de frac de terciopelo violeta con tejanos y zapatillas rojas All Star. Sencillo, pero elegantemente descuidado.

Paula quita un pelo suelto de mi camisa.

—¿Estás seguro de que Natie lo ha entendido?

—Sí. Simplemente le expliqué que cinco es un número un tanto extraño.


Totalmente
—dice ella—. No es que esto sea
oficialmente
una cita de parejas, aunque Doug pueda pensarlo. —Tira de su falda, que está compuesta de los volantes de viejas camisas de esmoquin—. En realidad estoy pensando en los sentimientos de Natie. No queremos que se sienta fuera de lugar.

—Eso está bien —dice Kelly.

Paula abre una polvera y se asegura de no tener los dientes manchados de lápiz de labios.

—También me preocupa Doug. Para mí, ésta es simplemente otra noche en la ciudad. De hecho, apenas le he dado mayor importancia… —Eso es porque le ha dado toda la importancia necesaria durante horas, hablando conmigo por teléfono—. Sin embargo, para Doug es algo totalmente distinto. Esto podría ser una experiencia que le cambiara la vida.

Le interrumpe el bramido de un silenciador; al levantar la vista vemos cómo el viejo Chevy de Doug se salta un semáforo en rojo, se dirige sin frenar ni un ápice hacia el aparcamiento y se detiene súbitamente en la plaza señalizada con un letrero: «A
PARCAMIENTO DE
P
ERIODOS
C
ORTOS
».

—Dios mío, ¿llevo bien el pelo? —pregunta Paula.

Me fijo en sus rizos.

—Estilo prerrafaelista
new age
. Es una reacción tanto a…

—Cállate.

Doug sale del coche de un salto, con su pelo revuelto aún mojado de la ducha, y corre a través del aparcamiento, desabrochándose los pantalones, mientras se nos acerca trotando, y calzándose su par de zapatos formales.

—Siento llegar tarde —grita—. Tuve que pasar a buscar a Nate.

¿Nate?

Nos giramos todos a la vez, en dirección al coche, y vemos a Natie desencajándose del asiento del pasajero y bizqueando por la luz del sol, como si se tratara de una marmota después de haber hibernado. Entreabre los ojos, sonríe y nos saluda con la mano, como si no hubiera nada remotamente extraño en su presencia.

Paula me dirige una mirada de estrella del cine mudo, con los ojos abiertos y amenazadores.

—¡Ah! —dice Doug, riéndose de nada en particular—. Tenéis una pinta estupenda. Lo siento, no tenía nada guay que pudiera ponerme.

—No temas —dice Paula, elevando un brazo carnoso para darse importancia—. El taller de alta costura de Madame Paula nunca cierra. —Me dirige una última mirada furiosa y entrecierra los ojos, volviendo su vista hacia Doug, como un leopardo a punto de cazar a su presa—. Veamos…

Da vueltas en círculos a su alrededor, susurrando: «Lo que Lola quiere, Lola lo consigue», acompañándose con la percusión de sus brazaletes tintineantes y los chasquidos de sus dedos, al estilo flamenco. A plena luz del día resulta demasiado, pero me imagino que ya que interpreta a la señorita Lynch en
Grease
, le falta canalizar toda su energía expresiva.

En un rápido movimiento se quita el chaleco y lo sacude como un matador antes de colocarlo sobre los hombros de Doug. Después se deshace de su corbata pintada con teclas de piano y se la coloca alrededor del cuello, acercando a Doug un poco más de lo debido a su cuerpo. Le arrastra mientras improvisa unos pasos de tango, se abalanza sobre la fiambrera de
Perdidos en el espacio
que utiliza como bolso, arranca una chapa en la que se lee «I
NADAPTADO
E
XCLUSIVO
» y se la coloca en el pecho.

Tengo que aceptarlo. Ahora se parece a uno de nosotros.

—De todas maneras, me daba demasiado calor —le musita a Doug.

Acto seguido se desabrocha uno, dos y (agh) tres botones de la camisa, abriéndola para poder abanicarse y, evidentemente, darle una buena vista de sus melones del siglo diecinueve.

—¿Y qué hay de mí? —pregunta Natie.

—Vale, aquí tienes —le contesta Paula, encasquetándole el sombrero en su cabeza de queso.

Se ahueca los rizos, a la manera de una estrella del cine italiano de los años cincuenta, y carraspea como si fuera a pronunciar un discurso, pero justo entonces aparece un Jaguar color champán deslizándose por el aparcamiento y se detiene junto a nosotros. Todos nos damos la vuelta para observarlo.

Cuando de este libro hagan una película, éste será, sin duda, uno de esos momentos a cámara lenta.

No puedo verle el rostro a medida que sale del coche, porque lo mantiene oculto tras una reluciente mata lisa de pelo negro, pero quedo inmediatamente conmocionado por sus piernas interminables, esbeltas y firmes enfundadas en un par de pantalones Capri color marfil, y por un torso huesudo, casi aniñado, sin sujetador, cubierto por una camisola de seda, bajo la cual se perfilan un par de pechos pequeños pero alertas. Sacude la cabeza, como esas chicas de los anuncios de champú, y eleva su cara color cacao hacia el sol, dejando ver unos pómulos tan enormes como perfectos y una nariz larga y afilada sobre la que desliza un gigantesco par de gafas de sol a lo Jackie O.

—¿Quién es? —susurro.

Doug me lanza una sonrisa diabólica.

—Querido Ángel Adolescente, se trata de mi cita —informa—. Nate me contó lo de que cinco es un número poco adecuado, y todo eso.

No me atrevo a mirar a Paula, no podría hacerlo aunque quisiera. No puedo dejar de mirar a esta… modelo que tengo delante. La había visto una o dos veces en la oficina del taller, pero siempre había asumido que se trataba de una adulta.

—¿Quién es? —digo entre dientes.

—Se llama Ziba —contesta.

—¿Simbad? —pregunto, aturdido—. ¿Quién demonios pone a una chica el nombre de Simbad?

—No, Zi-ba. Se escribe con zeta, pero se pronuncia con ese. Se acaba de mudar. —Saluda a la chica con un gesto de admiración—. ¿A que está buena?

Pese a llevar un par de sandalias de gladiador que se atan alrededor de los tobillos, es más alta que cualquiera de nosotros, yo diría que se aproxima al metro ochenta, por lo que tiene que agacharse para hablar con su madre a través de la ventanilla del coche. Asumo que se trata de su madre, porque también es hermosa y elegante, y porque Ziba le da dos besos en las mejillas al despedirse, al estilo europeo. La señora Ziba le da una bufanda de seda de color marfil y un bolsito sin asas, bordado con cuentas, y después levanta una cuidada mano y la agita hacia nosotros, como si nos conociera (lo cual no es así) y el Jaguar se aleja, deslizándose.

Doug se arregla su nuevo chaleco y trota hacia ella, sonriendo como un niño pequeño al que le acaban de regalar un poni por Navidad. Ziba se toma su tiempo para envolverse la cabeza con la bufanda de seda, colocando los extremos junto a su cuello y sus hombros como en las películas de Audrey Hepburn. Inclina la cabeza hacia Doug, para que él también pueda hacer el rollo europeo de los dos besos, y debo admitir que él logra hacerlo sin parecer demasiado imbécil. Tomo nota mental de que debo practicar ese gesto hasta que lo pueda realizar con gracia y facilidad. Miro por primera vez a Paula, y veo que su ojo izquierdo parpadea como si acabara de beber algo agrio.

Ziba camina hacia nosotros, con las caderas balanceándose como las de una modelo de pasarela, y adelanta un brazo, con el que nos da un firme apretón de manos mientras Doug nos presenta, lo cual no he visto hacer jamás a ningún otro adolescente.

—Bueno —dice Paula, intentando parecer alegre—, más vale que nos vayamos o perderemos el tren.

Estoy a punto de sentir pena por ella, pero en ese momento agarra su fiambrera con una mano y a Ziba con la otra y le dice:

—Me tienes fascinada, ¿qué clase de nombre es Ziba? Déjame adivinar: ¿es indio?

—No, es persa —dice Ziba, dándole énfasis a la erre.


¡Persia!
—aúlla Paula, arrastrando a Ziba hasta la estación—. Debes contarme
todo
lo relativo a Persia.

Paula no ganó el Premio Nacional al Mérito Escolar porque sí. Al tener que enfrentarse a una competición insuperable por la atención de Doug, resuelve el problema de manera limpia, monopolizando a su vez la atención de Ziba. Sé que sus sentimientos han sido heridos, pero es demasiado justa para culpar a Ziba por ello, y me percato que no puede dejar de admirar a alguien que tiene el estilo suficiente para hacer lo de la bufanda a lo Audrey Hepburn y llevar un bolsito sin asas lleno de cuentas.

Sin embargo, aunque las bromas de Paula ocupan todo el trayecto en el tren, la presencia de Ziba lo domina todo, por lo que todos realizamos pequeños ajustes para integrarla. Natie parlotea sin parar, contando todo lo que ha leído en el
New York Times
sobre Oriente Medio, explicándonos a los que sólo leemos la parte de arte y ocio que Persia es el antiguo nombre de lo que hoy en día es Irán. También adivina correctamente que la familia de Ziba tuvo que huir en 1978 cuando el ayatolá se hizo con el poder, aunque ella no nos explica por qué, y nosotros no se lo preguntamos. Personalmente, yo prefiero deleitarme con su misterio, así que intento parecer divertido e indiferente. Doug, por el contrario, intenta parecer mundano y europeo, solamente porque ha pasado una temporada con la familia de su madre en Alemania, como si eso tuviera algo que ver con Persia.

Ziba no habla demasiado, simplemente permanece sentada con sus largas piernas cruzadas, con la cabeza inclinada en el mejor de los ángulos y con una sonrisa de labios sellados a lo Mona Lisa que parece indicar que puede que nos encuentre divertidos, o quizá ridículos, no logro adivinarlo. En el transcurso del trayecto en el tren, que dura una hora, logramos averiguar a través de respuestas reacias, que tras huir de Irán, Ziba vivió en las afueras de París, después en las afueras de Washington, y ahora, claro está, en las afueras de Manhattan.

—Mis padres piensan que es mejor educar a un hijo fuera de una ciudad —dice, con una voz más grave que la de Natie—. Evidentemente, están equivocados. —Yo asiento, demostrando que estoy de acuerdo con ella, aunque no logro decidir si nos está insultando o no—. Desde que llegué he intentado pasar todo el tiempo posible en Nueva York, así que, evidentemente, cuando Douglas mencionó esta pequeña excursión…

Hay algo en la manera en que le llama por su nombre completo que me irrita, como si estuviera metiéndose en mi terreno, en mi proyecto de Pigmalión, pero, por otro lado, estoy muy agradecido de conocer a otra alma gemela. Evidentemente, no soy el único que siente eso. En comparación con la elegancia minimalista de Ziba, Kelly y Paula están emperifolladas como dos regalos de cumpleaños, por lo que para cuando llegamos a Nueva York, la coleta de Kelly se ha retirado a la parte posterior de su cabeza, y tanto ella como Paula se han desecho de todos los lazos y brazaletes que pueden.

Mientas observo que Paula ejerce de guía desde la salida de la estación de Penn hasta Times Square, veo que también ha obtenido algo nuevo: los gestos de Ziba. Es como si hubiera inhalado su esencia, el enérgico paso de modelo de pasarela, el giro provocativo de la cabeza mientras te habla, el gesto para apartar el pelo. Paula será una buena actriz. Nos hacemos con las entradas e intentamos entrar en Joe Alien para cenar, pero está lleno, por lo que nos tenemos que conformar con una de esas tiendas finas en las que te tratan como si te hicieran un gran favor por cobrarte un bocadillo demasiado caro.

Paula y yo ya hemos visto
A chorus line
, dos veces, pero yo iría todos los fines de semana si pudiera. Para los que seáis de Iowa o de un sitio parecido y no tengáis a vuestra disposición nada relacionado con cultura real, supongo que debería explicar que
A chorus line
trata de lo que les pasa a unos bailarines que están haciendo una audición para un espectáculo de Broadway. El director les pide que hablen de sí mismos, para que pueda conocerles mejor, y ellos realizan un montón de números musicales en los que hablan de su infancia, de sus ambiciones y de quiénes son realmente. Trata de cómo se siente un adolescente; las cosas que hacen y dicen son exactamente las cosas que Paula y yo hacemos y decimos todo el rato. Nuestro personaje preferido es Bobby, el que solía ir a los cruces de las calles cuando era pequeño y dirigía el tráfico. La mejor historia de todas es la que cuenta sobre cómo se metía en la casa de los demás de manera ilegal, no para robar nada, sino para reorganizar los muebles.

Nosotros somos exactamente así.

Saboreo cada una de esas escenas brillantes, llenas de inspiración. Ésa es la persona en la que me voy a convertir: un actor/bailarín/cantante. No, lo retiro: ésa es la persona que ya soy. Esta gente es parte de mi tribu, de mi destino. Lo sé.

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