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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (26 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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—¿Oh? —Noté que la voz me fallaba cuando me di cuenta de que estaba hablando de Jake Purifoy—. ¿Podría no recordarlo?

—Si fue un ataque por sorpresa, es posible que no recuerde nada durante un tiempo —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero la memoria siempre vuelve, tarde o temprano. Mientras tanto, disfrutará de barra libre. —Se rió ante mi mirada inquisitiva—. Se apuntan por tener el privilegio, ya sabe. Estúpidos humanos. —Volvió a encogerse de hombros—. Cuando has pasado por la emoción de alimentarte, eso ya no tiene ningún secreto. La verdadera diversión estriba en la caza.

Melanie no estaba de acuerdo con la nueva política vampírica de alimentarse sólo de humanos voluntarios o de sangre sintética. Echaba de menos la antigua dieta.

Traté de parecer educadamente interesada.

—Cuando la presa se presta a ello tomando la iniciativa, no es lo mismo —gruñó—. Estas modernidades... —Agitó su pequeña cabeza en grave exasperación. Como era tan pequeña y su casco casi le comía toda la cabeza, no pude evitar una sonrisa.

—Entonces, ¿se despierta y le dais al voluntario? ¿Como si soltarais un ratón en el terrario de una serpiente? —Hice un esfuerzo por mantener la expresión seria. No quería que Melanie pensara que me reía de ella.

Tras un momento de suspicacia, Melanie habló:

—Más o menos. Se le forma primero. Hay más vampiros presentes.

—¿Y el voluntario sobrevive?

—Firman una exculpación de antemano —dijo Melanie con cuidado.

Me estremecí.

Rasul me había escoltado desde el otro lado de la calle hasta la entrada principal a la sede de la reina. Era un edificio de oficinas de dos plantas, quizá de la década de los cincuenta, y ocupaba toda una manzana. En otros lugares, el sótano habría hecho las veces de refugio para los vampiros, pero Nueva Orleans está por debajo del nivel del mar y eso era imposible. Todas las ventanas habían sido tratadas a tal efecto. Los paneles que las cubrían estaban decorados con motivos del
Mardi Gras
[2]
, de modo que el edificio, de ladrillo visto, estaba salpicado de diseños rosas, púrpuras y verdes con fondo blanco o negro. También había parches iridiscentes en las contraventanas, como los adornos del propio
Mardi Gras
. El efecto resultaba desconcertante.

—¿Qué hace cuando monta una fiesta? —pregunté. Aparte de las contraventanas, el aspecto prosaicamente cuadrado de las oficinas era de todo menos festivo.

—Oh, es dueña de un antiguo monasterio —dijo Melanie—. Puede llevarse un folleto antes de marcharse. Allí es donde se celebran todas las ceremonias de Estado. Algunos de los más antiguos no pueden entrar en la vieja capilla, pero aparte de eso... Está rodeado por un muro alto, por lo que es fácil de vigilar, y la decoración es muy bonita. La reina tiene apartamentos allí, pero es demasiado peligroso para vivir todo el año.

No se me ocurrió nada que decir. Dudaba mucho de que pudiera ver la residencia de Estado de la reina. Pero Melanie parecía aburrida e inclinada a la charla.

—Tengo entendido que es la prima de Hadley —sondeó.

—Así es.

—Es extraño pensar en familiares vivos. —Apartó la mirada por un momento, con toda la melancolía que podía permitirse un vampiro. Luego pareció sacudirse mentalmente—. Hadley no estaba mal para ser una chiquilla. Pero pareció dar por sentado que como vampira viviría eternamente. —Melanie agitó la cabeza—. Nunca debió cruzarse en el camino de alguien tan antiguo y astuto como Waldo.

—Y que lo digas.

—Chester —llamó Melanie. Chester era el siguiente guardia de la fila, y se encontraba junto a una figura ataviada con lo que empezaba a resultarme ya familiar: el uniforme SWAT.

—¡Bubba! —exclamé, en cuanto el vampiro dijo: «¡Señorita Sookie!».

Bubba y yo nos abrazamos, para diversión de los vampiros. Ellos no suelen estrecharse la mano en circunstancias normales, y un abrazo es, como mínimo, igual de estrafalario en su cultura.

Me alegró ver que no le habían dejado llevar un arma, sino sólo los accesorios de la vestimenta. La ropa militar no le sentaba mal, y eso le dije.

—El negro te queda muy bien con el pelo —le dije, y Bubba esbozó su célebre sonrisa.

—Es usted supermaja por decirme eso —dijo—. Muchas gracias.

En otro tiempo, el planeta entero habría reconocido la cara y la sonrisa de Bubba. Cuando lo llevaron a una morgue de Phoenix, un empleado vampiro detectó en él un diminuto atisbo de vida. Y como era un gran fan suyo, se echó a la espalda la responsabilidad de traer de vuelta al famoso cantante, y así nació la leyenda. Por desgracia, el cuerpo de Bubba estaba tan saturado de drogas y daños físicos, que la conversión no salió del todo bien, y el mundo vampírico se fue turnando para cuidar de Bubba; era una auténtica pesadilla para las relaciones públicas.

—¿Cuánto llevas aquí, Bubba? —pregunté.

—Oh, un par de semanas, pero me gusta mucho —respondió—. Hay muchos gatos callejeros.

—Qué bien —dije, tratando de no pensar en ello de forma demasiado gráfica. Me encantan los gatos, al igual que a Bubba, pero no nos gustan en el mismo sentido.

—Los humanos que le ven creen que es un imitador —dijo Chester en voz baja. Melanie había vuelto a su puesto, y Chester, que había sido un muchacho de pelo rubio, procedente de algún lugar remoto, con una dentadura defectuosa cuando fue convertido, era quien ahora estaba a mi cargo—. Eso no da ningún problema la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, alguno le llama por el que solía ser su nombre. O le piden que cante.

En esos días, Bubba cantaba ya muy raras veces, aunque de vez en cuando se podía conseguir que entonara una o dos canciones. Solían ser ocasiones memorables. Aun así, la mayor parte de las veces, negaba que pudiera cantar una sola nota, y solía ponerse muy nervioso cuando lo llamaban por su verdadero nombre.

Nos fue siguiendo, mientras Chester me guiaba más allá, edificio adentro. Giramos y ascendimos un piso, encontrándonos con cada vez más vampiros (y algún que otro humano), yendo de acá para allá con aire determinado. Era como cualquier edificio de oficinas, cualquier día de la semana, salvo que los trabajadores eran vampiros y que el cielo estaba más oscuro del que nunca se había visto en Nueva Orleans. A medida que avanzábamos, me di cuenta de que algunos vampiros parecían más tranquilos que otros. Caí en que los que estaban más agitados tenían los mismos broches prendidos al cuello, broches con la forma del Estado de Arkansas. Debían de formar parte del séquito del marido de la reina, Peter Threadgill. Cuando uno de los vampiros de Luisiana se topó con uno de los de Arkansas, el segundo lanzó un gruñido, y por un momento pensé que se produciría una pelea en un pasillo por culpa de un silencioso incidente.

Ay, cómo me hubiese gustado salir de allí. La atmósfera estaba muy tensa.

Chester se detuvo ante una puerta que no parecía muy diferente a las otras que estaban cerradas, de no ser por los dos enormes vampiros que había a ambos lados. Ambos debieron de ser considerados como gigantes en su tiempo. Medirían casi dos metros. Parecían hermanos, pero puede que sólo se pareciesen en el tamaño y las caras, así como en el color castaño del pelo, y que eso desencadenase la comparación: hombros anchos, barba, coleta que llegaba a la espalda, ambos con pinta de ser carne para el circuito de lucha libre. Uno de ellos lucía una enorme cicatriz que le cruzaba la cara, sufrida antes de la muerte, por supuesto. El otro debió de sufrir alguna enfermedad de la piel en su vida original. No eran meros objetos decorativos; eran absolutamente letales.

Por cierto, un promotor tuvo la idea de organizar un circuito de lucha libre para vampiros un par de años atrás, pero no cuajó. En el primer combate, un vampiro arrancó el brazo del otro mientras se retransmitía en directo por la televisión. Los vampiros no acaban de pillar el concepto de lucha de exhibición.

Esos dos tenían una buena colección de cuchillos, y cada uno llevaba un hacha en el cinturón. Supongo que pensaban que si alguien llegaba tan lejos, las armas de fuego no serían ya de demasiada utilidad. Además, sus propios cuerpos eran ya arma suficiente.

—Bert, Bert —dijo Chester, haciendo sendos gestos a los vampiros—. Ella es la señorita Stackhouse; la reina quiere verla.

Se dio la vuelta y se marchó, dejándome con los guardaespaldas de la reina.

Gritar no parecía la mejor idea, así que dije:

—No me puedo creer que los dos tengáis el mismo nombre. Se ha equivocado, ¿verdad?

Dos pares de ojos marrones se clavaron en mí atentamente.

—Yo soy Sigebert —dijo el de la cicatriz con un fuerte acento que no fui capaz de identificar. Pronunció su nombre tal que así: «Si-ya-bairt». Chester había usado una versión muy americanizada de lo que debía de ser un nombre muy antiguo—. Ésste ess mi herrmano Wybert.

«¿Éste es mi hermano
Way-bairt
?».

—Hola —dije, procurando no dar un respingo—. Yo soy Sookie Stackhouse.

No parecían muy impresionados. Justo en ese momento, una de las vampiras con broche pasó rozando, lanzando una mirada de velado menosprecio a los hermanos, y la atmósfera del pasillo se volvió letal. Sigebert y Wybert miraron fijamente a la vampira, una mujer alta en traje de ejecutiva, hasta que dobló una esquina. Luego, su atención volvió a posarse en mí.

—La rreina esstá... ocupadda —dijo Wybert—. Cuando quiera que entres en su estancia, la luz se encenderá. —Indicó una luz redonda adosada a la pared, a la derecha de la puerta.

Así que estaría allí varada durante un plazo indefinido; hasta que la luz se encendiera.

—¿Vuestros nombres significan algo? Intuyo que son... ¿inglés antiguo?—oí que decía mi voz.

—Somos sajones. Nuesstrro paddrre viajó de Alemmannia a Inglaterra, como ahorra la llamáis —dijo Wybert—. Mi nombre siggnificca Batalla Reluciente.

—Y el mío Vidorria Reluciente —añadió Sigebert.

Recordé un programa que vi en el Canal de Historia. Los sajones acabaron convirtiéndose en los anglosajones, y luego fueron sometidos por los normandos.

—Entonces, os han criado como guerreros —dije, tratando de parecer inteligente.

Intercambiaron miradas.

—No había otrra cossa —dijo Sigebert. El extremo de su cicatriz se contoneaba cada vez que hablaba, y yo procuraba no mirarla demasiado—. Somoss hijoss de un Caudillo.

Se me ocurrieron cien preguntas que hacerles sobre sus vidas humanas, pero hacerlo en medio de un pasillo de un edificio de oficinas en plena noche no me pareció el mejor momento.

—¿Y cómo os convertisteis en vampiros? —pregunté—. Quizá es una cuestión muy sensible. Si lo es, olvidadla. No quiero remover heridas.

De hecho, Sigebert se miró levemente, como si buscase las heridas de las que hablaba, así que llegué a la conclusión de que el idioma coloquial no era su punto fuerte.

—Esta mujer... muy bella... vino a nosotrross la noche antes de la batalla —dijo Wybert a tropezones—. Dijo... nosotros somos máss fuerrtess si ella... nos posee.

Me miraron inquisitivamente, así que asentí para dar a entender que comprendía que Wybert decía que una vampira había mostrado su interés en acostarse con ellos. ¿O lo habían entendido ellos así? No sabría decirlo. Pensé que la vampira era muy ambiciosa al tomar a esos dos humanos a la vez.

—Ella no dijo que lucharríamos sólo de noche despuéss de esso —dijo Sigebert encogiéndose de hombros, como para decir que algo se les había escapado—. No hicimos muchas prreguntass. ¡Demassiado ansiososs! —Y sonrió. Vale, no hay nada tan temible como un vampiro al que sólo le quedan los colmillos. Puede que Sigebert tuviera más dientes en el fondo de la boca, unos que no era capaz de divisar desde mi altura, pero los dientes completos, aunque podridos, de Chester se me antojaron perfectos en comparación.

—Eso debió de ocurrir hace mucho tiempo —dije, incapaz de pensar en otra cosa—. ¿Cuánto tiempo lleváis trabajando para la reina?

Sigebert y Wybert se miraron el uno al otro.

—Dessde essa noche —dijo Wybert, asombrado por que no le hubiera comprendido—. Somoss suyoss.

Mi respeto por la reina, y puede que mi miedo, eclosionó en ese momento. Sophie-Anne, si es que ése era su nombre, había sido valiente, estratégica y ambiciosa en su carrera como líder vampírica. Los había convertido y los había mantenido junto a ella mediante un vínculo (cuyo nombre no iba a repetirme ni siquiera a mí misma) que, según me había explicado, era más poderoso que cualquier otra ligazón emocional para un vampiro.

Para mi alivio, la luz verde se encendió en la pared.

—Entrra ahorra —dijo Sigebert, y abrió la pesada puerta. Él y su hermano se despidieron de mí con un gesto de la cabeza mientras atravesaba el umbral de una sala que se parecía al despacho de cualquier ejecutivo. Sophie-Anne Leclerq, reina de Luisiana, y otro vampiro, estaban sentados ante una mesa redonda atestada de papeles. Ya había visto a la reina antes, cuando vino a mi casa para hablarme de la muerte de mi prima. Entonces no me di cuenta de lo joven que debía ser cuando murió, puede que no tuviera más de quince años. Era una mujer elegante, frisando por poco, quizá, el metro setenta, y estaba acicalada hasta la última pestaña. Maquillaje, vestido, pelo, medias, joyería. Toda la carne al asador.

El vampiro que estaba a su lado era su equivalente masculino. Llevaba un traje que debía de costar lo que mi factura de la televisión por cable de un año. Estaba afeitado, le habían hecho la manicura y olía de tal manera que ya no parecía un hombre. En el bosque donde vivo, rara vez veo hombres tan acicalados. Di por hecho que estaba ante el nuevo rey. Me pregunté si murió tal como lo veía ahora; de hecho, me pregunté si la funeraria lo habría acicalado así, inconsciente de que su descenso bajo tierra sólo iba a ser temporal. De ser ése el caso, era más joven que su reina. Puede que la edad no fuese un requisito cuando uno aspira a la realeza.

Había otras dos personas en la sala. Un hombre, de apenas un metro, detrás de la silla de la reina, con las piernas separadas y las manos sujetas por delante. Tenía el pelo muy corto, de un rubio casi blanco, y unos ojos brillantes y azules. Su rostro carecía de madurez; parecía un niño grande, pero con los hombros de un hombre. Iba trajeado, y estaba armado con un sable y una pistola.

Detrás del hombre de la mesa había una mujer, una vampira, vestida de rojo: pantalones amplios, camiseta y zapatillas Converse. Su elección no era muy afortunada. No le sentaba bien el rojo. Era asiática, y pensé que podría ser de Vietnam (país que, probablemente, en su momento se llamaría de una forma bien distinta). Tenía unas uñas muy cortas y sin pintar, y una aterradora espada enfundada a la espalda. Cualquiera diría que le habían cortado el pelo a la altura de la barbilla con unas tijeras herrumbrosas. Tenía la cara poco agraciada que Dios le había dado.

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