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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (16 page)

BOOK: Déjame entrar
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La fuerte iluminación del portal acentuaba las sombras de su rostro, como si los huesos estuvieran a punto de atravesar la piel, como si la piel se hubiera vuelto más fina. Y…

—¿Qué te has hecho en el pelo?

Oskar pensó que era la luz la que le daba ese aspecto, pero al acercarse vio que en el pelo negro de Eli habían aparecido unas mechas gruesas y blancas. Como en las personas mayores. Eli se pasó la mano por el cabello, le sonrió.

—Eso desaparece. ¿Qué hacemos?

Oskar hizo sonar unas coronas en el bolsillo.

—¿Vamos al kiosco?

—Mmm. El último en llegar es tonto. Una imagen cruzó la cabeza de Oskar.
Niños en blanco y negro.

Luego Eli echó a correr y Oskar la siguió. Y, aunque parecía muy enferma, era mucho más rápida que él, voló con agilidad por la acera empedrada, cruzó la calle de dos zancadas. Oskar corría todo lo que podía, distraído por aquella imagen.

¿Niños en blanco y negro?

Justamente. Corría cuesta abajo por delante de la fábrica de golosinas, la de los conocidos ratones, cuando cayó en la cuenta. Sí, aquellas películas antiguas que echaban los domingos.
Anderssonskans Kalle
y todas esas. «El último en llegar es tonto». Eso decían en aquellas películas.

Eli estaba esperándole abajo, junto al camino, a veinte metros del kiosco. Oskar corrió hasta ella intentando dejar de resoplar. No había estado nunca con Eli allí. ¿Le iba a contar aquel chascarrillo? Sí.

—Oye, ¿sabes que lo llaman El Kiosco del Amante?

—¿Por qué?

—Porque… Bueno, yo lo oí en una reunión de padres… hubo uno que dijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijo que el dueño, que es…

Ahora se arrepentía. Parecía una tontería. Le daba vergüenza. Eli extendió los brazos.

—¿Qué?

—Bah, que el que lo lleva… que tiene
señoritas
allí. Bueno, ya sabes, que… cuando lo tiene cerrado…

—¿Es
cierto
? —Eli miró hacia el kiosco—. Pero si no
caben.

—Asqueroso, ¿no?

—Sí.

Oskar bajó hacia el tenderete. Eli, con cuatro pasos rápidos, llegó a su altura y le susurró:

—Deben de ser
delgadas.

Los dos se rieron. Entraron en el radio de luz del kiosco. Eli hizo un ostensible gesto compasivo con los ojos puestos en el dueño, que estaba dentro mirando un pequeño televisor.

—¿Es él?

Oskar asintió.

—Pues parece un
mono.

Oskar, haciendo bocina con la mano en la oreja de Eli, dijo en voz baja:

—Se escapó del zoo de Skansen hace cinco años. Aún lo andan buscando.

Eli se rio y puso la mano en la oreja de Oskar. Su aliento cálido flotó en la cabeza de él.

—De eso nada. Es que
en vez de
eso lo han encerrado aquí.

Los dos miraron al hombre ceñudo y se echaron a reír a carcajadas imaginándoselo como un mono en su jaula, rodeado de golosinas. Con el ruido, el dueño del kiosco se volvió hacia ellos arrugando sus enormes cejas de tal manera que parecía aún más un gorila. Oskar y Eli casi se cayeron al suelo de la risa. Apretándose la boca con las manos intentaron ponerse serios.

El hombre se inclinó sobre la ventanilla.

—¿Queríais algo?

Eli se puso seria enseguida; quitándose la mano de la boca avanzó hasta la ventanilla y dijo:

—Un plátano, por favor.

Oskar se ahogaba y se apretó la boca con la mano aún más fuerte. Eli se volvió y se llevó el dedo índice a los labios rogándole que se callara con disimulada severidad. El hombre contesto:

—No tengo plátanos.

Eli, aparentando no comprender:

—¿Ningún pláaatano?

—No. ¿Alguna otra cosa?

A Oskar se le encajaron las mandíbulas de tanto reprimir la risa. Trastabilló fuera del kiosco, corrió hasta el buzón de correos, se echó sobre él y soltó la carcajada: estaba a punto de desternillarse. Eli fue hacia él meneando la cabeza.

—No hay plátanos.

Oskar, jadeando, dijo:

—Claro, se… habrá comido… todos él.

Se contuvo; apretando los labios, sacó sus cinco coronas y fue hasta la ventanilla.

—Un poco de cada.

El dueño del kiosco le miró airado y empezó coger golosinas con unas pinzas de los botes de plástico que tenía en el expositor, echándolas en una bolsa de papel. Oskar miró de reojo para ver si Eli estaba escuchando y dijo:

—No olvide los plátanos.

El hombre dejó de coger golosinas.

—No tengo plátanos.

Oskar señaló uno de los botes.

—Plátanos de gominola, quiero decir.

Oyó las risitas de Eli e hizo lo mismo que ella había hecho: se puso el índice en los labios pidiendo silencio. El dueño del kiosco dio un resoplido, puso un par de plátanos de gominola en la bolsa y se la entregó a Oskar.

Caminaron de vuelta al patio. Oskar, antes siquiera de probar las golosinas, le ofreció a Eli. Ella negó con la cabeza.

—No, gracias.

—¿No comes golosinas?

—No puedo.

—¿Ninguna golosina?

—No.

—¡Uf!, no me digas.

—Sí, bueno, no. Como no sé a qué saben…

—¿Ni siquiera las has probado?

—No.

—¿Cómo sabes entonces que…?

—Lo sé, sin más.

Eso pasaba algunas veces. Estaban hablando de cualquier cosa, Oskar preguntaba algo y acababa con un «es así, sin más», «lo sé, sin más». Sin mayor explicación. Era una de las cosas que resultaban un poco raras con Eli.

Una pena que no pudiera invitarla. Era lo que había planeado. Invitarla un montón. Todo lo que quisiera. Y resulta que no comía golosinas. Se metió un plátano de gominola en la boca y la miró de reojo.

La verdad es que no parecía sana. Y aquellas mechas blancas en el pelo… En alguna historia que Oskar había leído, el pelo de una persona se había vuelto completamente blanco tras un gran susto. ¿Le habría ocurrido eso a Eli?

Ella miraba a los lados, cruzó los brazos alrededor del cuerpo y parecía de lo más pequeña. Oskar sintió deseos de estrecharla contra sí, pero no acabó de decidirse.

En el arco de entrada al patio Eli se detuvo y alzó la vista hacia su ventana. Estaba apagado. Permaneció de pie, quieta, con los brazos alrededor del cuerpo y mirando al suelo.

—Oye, Oskar…

Lo hizo. Ella lo estaba pidiendo con todo su cuerpo y él sacó de algún sitio el valor para hacerlo. La abrazó. Por un instante terrible creyó que había hecho mal, porque el cuerpo de Eli parecía rígido, cerrado.

Estaba a punto de soltarla cuando la niña se dejó caer en sus brazos, puso los suyos con delicadeza en la espalda de Oskar y se apretó temblando contra él.

Eli inclinó la cabeza sobre el hombro del muchacho y permanecieron así. El aliento de ella en su cuello. Se abrazaron en silencio. Oskar cerró los ojos y tuvo la certeza: aquello era lo más grande. La luz del farol de la entrada penetraba suavemente a través de sus parpados cerrados, ponía una película roja en sus ojos. Lo más grande.

Eli acercó su cabeza al cuello de Oskar. El calor de su aliento se volvió más fuerte. Los músculos de su cuerpo, que estaban relajados, se tensaron de nuevo. Sus labios le rozaron el cuello y un temblor recorrió su cuerpo.

De pronto se estremeció e interrumpió el abrazo, dio un paso atrás. Oskar dejó caer los brazos. Eli sacudió la cabeza como para liberarse de un mal sueño, se dio la vuelta y echó a andar hacia su portal. Oskar se quedó allí parado. Cuando ella abrió la puerta, la llamó.

—¿Eli? —la niña se volvió—. ¿Dónde está tu padre?

—Él iba a… venir con comida.

No le dan de comer. Eso es.

—Nosotros te podemos dar algo.

Eli soltó la puerta y se le acercó. Oskar empezó rápidamente a planear cómo le iba a contar todo aquello a su madre.
No quería
que su madre conociera a Eli. Ni viceversa tampoco. Tal vez podía hacer un par de bocadillos y sacarlos. Sí, eso sería lo mejor.

Eli se puso delante de él, lo miró seriamente a los ojos.

—Oskar. ¿Te gusto?

—Sí. Muchísimo.

—Si yo no fuera una chica… ¿también te gustaría?

—¿Qué quieres decir?

—Sólo eso. Que si te gustaría aunque no fuera una chica.

—Sí… claro.

—¿Seguro?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

Alguien se afanaba con una ventana con el cierre estropeado, luego se abrió. Tras la cabeza de Eli, Oskar pudo ver cómo su madre sacaba la cabeza por la ventana de su habitación.

—¡Ooooskar!

Eli se ocultó rápidamente, contra la pared. Oskar apretó los puños, subió corriendo la cuesta y se puso debajo de la ventana. Como un chico pequeño.

—¿Qué pasa?

—¡Huy! Estaba aquí. Pensando…

—¿Qué pasa?

—Nada, que empieza ahora.

—Lo sé.

Su madre estaba a punto de añadir algo más, pero se calló al verlo ahí, debajo de la ventana, todavía con los puños apretados a lo largo del cuerpo, completamente tenso.

—¿Qué andas haciendo?

—Yo… voy.

—Sí, porque…

A Oskar se le humedecieron los ojos de rabia y soltó:

—¡Métete y cierra la ventana! ¡Métete!

Su madre lo miró fijamente un instante más. Luego algo cruzó su rostro y
cerró de golpe
la ventana, se fue de allí. Oskar habría querido… no responderle gritando, sino… transmitir lo que pensaba. Explicando tranquilamente y con calma cuál era la situación. Que ella no podía hacer eso, que él tenía…

Volvió a correr cuesta abajo.

—¿Eli?

Ya no estaba allí. Y no había entrado en su portal, lo habría visto. Se habría encaminado al metro para ir a casa de esa tía suya que vivía en el centro y adonde ella solía acudir después de la escuela. Eso sería, seguramente.

Oskar se metió en el oscuro rincón donde Eli se había escondido cuando su madre había gritado. Se dio la vuelta con la cara contra la pared. Estuvo así un rato. Luego entró.

Håkan hizo entrar al chico en la cabina y cerró la puerta. El muchacho no había dicho ni pío. Lo único que podía levantar sospechas ahora era el silbido de la botella de gas. Tenía que darse prisa.

Cuánto más sencillo no resultaría si pudiera atacar con el cuchillo, pero no. La sangre tenía que proceder de un cuerpo vivo. Otra más de las cosas que le habían sido explicadas. La sangre de cuerpos muertos era inservible; de hecho, perjudicial.

Bueno. El chico estaba vivo. El pecho seguía subiendo y bajando, absorbiendo el gas anestésico.

Enrolló la cuerda con fuerza alrededor de las piernas del muchacho un poco más arriba de las rodillas, puso los dos extremos encima del gancho y empezó a tirar. Las piernas del chico se levantaron del suelo.

Se abrió una puerta, se oyeron voces.

Sujetó la cuerda con una mano y con la otra cerró el gas, soltó la mascarilla. La anestesia duraría unos minutos, tenía que trabajar tanto si había gente como si no, tan en silencio como pudiera.

Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos, tres, cuatro? Hablaban de Suecia y Dinamarca. Algún partido. Balonmano. Mientras hablaban, levantó el cuerpo del chico. El gancho chirriaba, el peso caía en un ángulo distinto a cuando él mismo se había colgado de él. Los hombres de fuera se callaron. ¿Habrían oído algo? Estaba quieto de pie, apenas respiraba. Seguía sujetando el cuerpo cuya cabeza acababa de levantarse del suelo, en la misma posición.

No. Sólo una pausa en la conversación. Siguieron.

Hablando sin parar, hablando sin parar.

—El penalti de Sjögren fue totalmente…

—Lo que uno no lleva en las manos tiene que llevarlo en la cabeza.

—De todos modos puede colocarlos bastante bien.

—Es ese balón picado, no entiendo cómo lo hace…

La cabeza del chico colgaba ya libremente a un par de centímetros del suelo. Ahora…

¿Dónde podría sujetar los extremos de la cuerda? Los resquicios entre las tablas del banco eran demasiado estrechos para poder meter la cuerda por ellos. No podría trabajar bien con una sola mano si mientras tenía que sujetar la cuerda con la otra. No tendría fuerzas. Permaneció quieto con los extremos de la cuerda en las manos fuertemente apretadas, sudando. El pasamontañas le daba calor, debería quitárselo.

Luego. Cuando estuviera listo.

El otro gancho. Sólo tenía que hacer una lazada primero. El sudor le corría por los ojos cuando soltó el cuerpo del muchacho, para que se aflojara la cuerda, e hizo una lazada. Tiró de la cuerda para levantar de nuevo al chico e intentó trabarla alrededor del gancho. Demasiado corta. Soltó de nuevo el cuerpo. Los hombres se callaron.

¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!

En silencio hizo una nueva lazada más próxima a los extremos de la cuerda, esperó. Empezaron a hablar de nuevo. Bolos. Los éxitos de la selección femenina sueca en Nueva York. El pleno, el semipleno y el sudor escociéndole en los ojos.

Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?

Consiguió pasar la lazada alrededor del gancho y pudo respirar. ¿No podían
marcharse
?

El cuerpo del chico colgaba en la posición correcta y no había más que ponerse manos a la obra rápidamente, antes de que se despertara, y ¿no podían
marcharse
de una vez? Pero se trataba de recordar anécdotas de bolos y de lo bien que uno jugaba antes y de alguien a quien se le había quedado el dedo gordo dentro de la bola y había tenido que ir al hospital para que se lo sacaran.

No podía esperar. Puso el embudo en el bidón de plástico y lo acercó al cuello del chico. Cogió el cuchillo. Cuando se volvió para sacar la sangre del cuerpo, la conversación fuera se había interrumpido de nuevo. Y el muchacho tenía los ojos abiertos. Abiertos de par en par. Las pupilas vagaban dando vueltas, allí colgado boca abajo, buscando un punto de referencia, una explicación. Se posaron en Håkan, que estaba de pie, desnudo, con el cuchillo en la mano. Por un instante lo miraron fijamente a los ojos.

Después el chico abrió la boca y chilló.

Håkan retrocedió, cayó sobre la pared de la cabina con un golpe húmedo. La espalda sudorosa se resbaló en la pared y casi perdió el equilibrio. El muchacho chillaba y chillaba. El sonido se extendió por el vestuario, resonando en las paredes, y se hizo tan fuerte que taponó los oídos de Håkan. Su mano asió con más fuerza el mango del cuchillo y lo único que pensó fue que tenía que acabar con los gritos del chico. Cortarle la cabeza para que dejara de gritar. Se puso en cuclillas a su lado.

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