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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (12 page)

BOOK: Déjame entrar
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—No.

La palabra surgió de sus labios como una revelación. Como cuando alguien pronuncia por primera vez la palabra «dios», refiriéndose realmente a… Dios.

Ya se había visto quitando piedras después de que los demás hubieran entrado, sólo porque lo decía Jonny. Pero era otra cosa también. En la arena había un tobogán parecido al que había en el patio de Oskar.

Oskar negó con la cabeza.

—¿Pero qué dices?

—No.

—¿Cómo que no? Parece que oyes mal. Si te digo que recojas esto,
entonces lo haces
.

—NO.

Sonó la campana. Jonny se quedó mirando a Oskar.

—Ya sabes lo que va a pasar, ¿no, Micke?

—Sí.

—Ya le pillaremos después de la escuela.

Micke asintió.

—Ya nos veremos, Cerdo.

Jonny y Micke entraron. Johan se levantó, listo por fin con los zapatos.

—Eso ha sido una gilipollez.

—Ya lo sé.

—¿Por qué coño lo hiciste?

—Porque… —Oskar echó una mirada al tobogán—. Porque sí.

—Qué idiota.

—Sí.

Al terminar las clases Oskar se quedó en el aula. Colocó dos papeles en blanco encima de su pupitre, buscó la enciclopedia que había en la parte de atrás de la clase y empezó a pasar hojas.

Mamut… Medici… Mongol… Morfeo… Morse.

Sí. Ahí estaba. Los puntos y las rayas del alfabeto Morse ocupaban una cuarta parte de la página. Con letras mayúsculas grandes y claras empezó a copiar el código en un papel:

A= .-

B = -…

C = -.-.

Etcétera. Cuando terminó hizo lo mismo con el otro papel. No quedó satisfecho. Lo tiró y empezó de nuevo, esmerándose en escribir los signos y las letras todavía más claros.

Evidentemente, sólo era importante que uno de los papeles quedara bien: el que le iba a dar a Eli. Pero le gustaba el trabajo, le daba una excusa para quedarse allí.

Eli y él se habían visto todas las tardes desde hacía una semana. La tarde anterior, a Oskar se le había ocurrido dar unos toquecitos en la pared antes de salir y Eli le había contestado. Salieron los dos al mismo tiempo. Entonces Oskar pensó en desarrollar la comunicación mediante algún tipo de sistema, y como el Morse ya estaba inventado…

Revisó los papeles escritos. Bien. Seguro que a Eli le iba a gustar. Lo mismo que a él, a ella le gustaban los puzzles, los sistemas. Dobló los papeles, los metió en la cartera, apoyó los brazos en la mesa. Le rugió el estómago. El reloj de la escuela marcaba las tres y veinte. Sacó el libro que tenía en el pupitre,
El resplandor,
y se quedó leyendo hasta las cuatro.

¿No habrían estado esperándole dos horas?

Si hubiera quitado las piedras como Jonny le había dicho, ya estaría en casa. Había sido justo. Quitar unas pocas piedras no era realmente lo peor que le habían mandado hacer y había hecho. Se arrepintió.

¿Y si lo hago ahora?

Quizá mañana el castigo fuera más suave si contaba que se había quedado después de la escuela y… Sí, era lo mejor.

Recogió sus cosas en la clase, salió y fue hasta la arena. No le llevaría más de diez minutos arreglar aquello. Mañana, cuando lo contara, Jonny se reiría de él y le daría unas palmaditas en la cabeza diciendo «buen cerdito» o algo parecido. Pero eso era mejor, a pesar de todo.

Miró de reojo la escalera del tobogán, dejó la cartera en el borde de la arena y empezó a quitar las piedras. Las grandes, primero. Londres, París. Mientras las quitaba, jugaba a que estaba
salvando
al mundo. Limpiándolo de las terribles bombas de neutrones. Al levantar las piedras, los supervivientes salían como hormigas de sus casas en ruinas. Claro que las bombas de neutrones no dañaban las casas. Bien, entonces habían caído algunas bombas atómicas también.

Cuando se dirigía al borde de la arena para vaciar la carga, estaban allí. No los había oído llegar, tan ocupado como estaba con el juego. Jonny, Micke y Tomas. Los tres llevaban en las manos ramas finas y largas de avellano. Varas. Jonny señaló una piedra con su vara.

—Ahí hay una.

Oskar, soltando las que llevaba en las manos, recogió la piedra que Jonny estaba señalando. Este asintió con la cabeza.

—Bien. Te
estábamos esperando
, Cerdo. Y hemos esperado bastante.

—Vino Tomas y nos dijo que estabas aquí —dijo Micke.

Los ojos de Tomas eran inexpresivos. En los primeros cursos, Oskar y él habían sido amigos y habían jugado mucho en el patio de Tomas, pero después del verano entre cuarto y quinto Tomas cambió. Empezó a hablar de otra forma, más adulto. Oskar sabía que los profesores le consideraban el chico más inteligente de la clase. Se notaba en la forma en que hablaban con él. Tenía ordenador. Quería ser médico.

Oskar deseaba tirar la piedra que llevaba en la mano a la cara de Tomas. Directamente dentro de la boca que ahora se abría y hablaba.

—¿No vas a correr? Vamos, echa a correr ya. Sonó un silbido cuando Jonny rasgó el aire con su vara. Oskar apretó más fuerte la piedra.
¿Por qué no echo a correr?

Podía ya sentir la quemazón del dolor en las piernas cuando la vara aterrizara. Sólo con que llegara a la calle del parque donde quizá habría adultos, ellos no se atreverían a pegarle.

¿Por qué no echo a correr?

Porque aun así no tenía ninguna posibilidad. Lo tirarían al suelo antes de que hubiera conseguido dar cinco pasos.

—Déjalo.

Jonny volvió la cabeza, hizo como si no hubiera oído.

—¿Qué has dicho, Cerdo?

—Que lo dejes.

Jonny se volvió hacia Micke.

—Le parece que es mejor que lo dejemos.

Micke meneó la cabeza.

—Ahora que hemos hecho estas bonitas… —dijo agitando su vara.

—¿Tú qué dices, Tomas?

Tomas observó a Oskar como si fuera una rata, aún viva, pataleando en su trampa.

—Me parece que el Cerdo necesita un poco de palo.

Eran tres. Tenían varas. Era una situación tremendamente injusta. Él podría tirarle la piedra a Tomas a la cara. O darle con ella si se acercaba. Aquello daría lugar a una llamada al despacho del director y todo lo que venía detrás. Pero le comprenderían. Tres con tres varas.

Estaba… desesperado.

No estaba desesperado en absoluto. Al contrario, sentía una especie de tranquilidad a pesar del miedo, ahora que se había decidido.

Podían apalearle, sólo eso le daba motivos suficientes para estampar la piedra en la asquerosa cara de Tomas.

Jonny y Micke se acercaron. Jonny le dio a Oskar tal latigazo en el muslo que éste se dobló de dolor. Micke fue por detrás y le inmovilizó los brazos.

No.

Ya no podía tirar. Jonny le propinaba latigazos en las piernas haciendo cimbrear la vara en el aire como Robin Hood en la película; golpeaba de nuevo.

Las piernas de Oskar ardían. Se retorció en los brazos de Micke, pero no consiguió escapar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Gritó. Jonny le sacudió un último latigazo que rozó las piernas de Micke y éste gritó:

—¡Joder, ten cuidado! —pero sin soltar a su presa.

Una lágrima resbaló por la mejilla de Oskar. ¡No era justo! Ya
había
recogido las piedras, se había humillado. ¿Por qué tenían que seguir haciéndole daño?

La piedra, que había tenido apretada todo el tiempo en la mano, cayó al suelo y él empezó a llorar de veras.

Con voz compasiva dijo Jonny:

—El Cerdo llora.

Jonny parecía satisfecho. Listo por esta vez. Le hizo una seña a Micke para que lo soltara. Oskar se estremecía por el llanto, por el dolor en las piernas. Tenía los ojos arrasados de lágrimas cuando levantó la vista hacia ellos y oyó la voz de Tomas:

—¿Y yo qué?

Micke volvió a sujetar los brazos de Oskar y, a través de la niebla que le cubría los ojos, éste vio cómo Tomas se acercaba a él. Sorbiéndose los mocos le rogó:

—Déjalo. Por favor.

Tomas levantó su vara y golpeó. Sólo una vez. La cara de Oskar estalló y se retorció con tanta fuerza que a Micke se le soltó —o le soltó— y dijo:

—Joder, Tomas. Eso ya es…

Jonny parecía enfadado.

—Ahora ya puedes ir tú a hablar con su madre.

Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si es que contestó algo.

Sus voces desaparecieron a lo lejos, lo dejaron tirado. La mejilla izquierda le ardía. La arena estaba fría y refrescaba sus piernas abrasadas. Quería poner la mejilla también contra la arena, pero comprendió que no debía.

Permaneció tanto tiempo así que empezó a sentir frío. Entonces se levantó, se tocó con cuidado la mejilla. Los dedos se le llenaron de sangre.

Fue a los aseos del patio, se miró en el espejo. Su mejilla estaba hinchada y cubierta de sangre medio reseca. Tomas tenía que haber golpeado con todas sus fuerzas. Se lavó la cara y volvió a mirarse. La herida había dejado de sangrar, no era profunda. Pero le cruzaba casi toda la mejilla.

Mamá. ¿Qué le voy a decir?

La verdad. Necesitaba consuelo. En una hora, su madre llegaría a casa. Entonces le iba a contar lo que le habían hecho, ella se iba a poner totalmente fuera de sí y lo iba a abrazar y abrazar, y él se hundiría en su regazo, en su llanto, y llorarían juntos.

Luego ella llamaría a la madre de Tomas.

Llamaría a la madre de Tomas y discutirían y después su madre lloraría por lo mala que era la madre de Tomas, y después…
La clase de trabajos manuales.

Había ocurrido un accidente en la clase de trabajos manuales. No. Entonces puede que llamara al profesor.

Oskar observó la herida en el espejo. ¿Cómo podría haberse hecho algo así? Se había caído por la escalera del tobogán. Eso, bien mirado, no se sostenía, pero su madre probablemente
querría
creerlo. De todos modos iba a sentir lástima y lo iba a consolar. La escalera del tobogán.

Sintió frío en los pantalones. Se los desabrochó y miró. Los calzoncillos estaban totalmente mojados. Sacó su bola del pis y la enjuagó. Estaba a punto de volver a colocarla en los calzoncillos mojados, pero se detuvo mirándose en el espejo.

Oskar. Éste es… Oooskar.

Levantó la bola del pis aclarada, se la puso en la nariz. Como una nariz de payaso. La bola amarilla y la herida roja de la mejilla. Abrió desmesuradamente los ojos, intentando parecer un loco. Sí. Parecía bastante desagradable. Habló con el payaso del espejo:

—Se acabó. Ya es suficiente. ¿Lo oyes? Ya basta.

El payaso no contestó.

—No voy a aceptar esto. Ni
una
vez más, ¿lo oyes? La voz de Oskar retumbaba en las cabinas vacías.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿A ti qué te parece? Torció el rostro en una mueca que estiró la mejilla, distorsionó la voz haciéndola tan ronca y oscura como pudo. Habló el payaso:

—… mátalos… mátalos… mátalos…

Oskar sintió un escalofrío. Esto era de veras un poco desagradable. Sonaba de verdad como otra voz, y la cara del espejo no era la suya. Se quitó la bola del pis de la nariz, la metió en los calzoncillos.

El árbol.

No es que creyera en aquello realmente, pero… iba a acuchillar el árbol. Quizá. Quizá. Si de verdad se concentraba, entonces… Quizá.

Oskar recogió su cartera y se apresuró a ir a casa, llenando su cabeza de imágenes maravillosas.

Tomas sentado frente a su ordenador cuando siente el primer golpe. No entiende de dónde le llega. Se tambalea hasta la cocina con la sangre saliéndole a borbotones del estómago: «Mamá, mamá, alguien me clava un cuchillo».

La madre de Tomas estaría allí de pie. La madre de Tomas, que siempre defendía a Tomas hiciera lo que hiciese. Estaría allí de pie. Aterrada. Mientras las cuchilladas seguían agujereando el cuerpo de su hijo.

Tomas cae en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre, «mamá… mamá…», mientras el cuchillo invisible le abre el vientre y las tripas se desparraman por el suelo de linóleo.

No es que funcionara de esa manera.

Pero eso qué más daba.

El piso apestaba a pis de gato.

Giselle estaba en sus rodillas ronroneando. Bibi y Beatrice rodaban juntas por el suelo. Manfred estaba sentado como de costumbre, con el hocico pegado a la ventana, mientras que Gustaf trataba de acaparar la atención de Manfred hundiéndole la cabeza en el costado.

Måns, Tufs y Cleopatra estaban echados holgazaneando en la butaca; Tufs hurgaba con las patas en unos hilos sueltos. Karl-Oskar intentaba saltar a la repisa de la ventana, pero falló y cayó de culo en el suelo. Era ciego de un ojo.

Lurvis estaba tumbado en el pasillo al acecho del buzón de la puerta, dispuesto a saltar y arañar si llegaba algo de propaganda. Vendela estaba en el estante de la entrada mirando a Lurvis; su deformada pata derecha delantera colgaba entre las barras, se sobresaltaba de vez en cuando.

Algunos gatos estaban en la cocina comiendo u holgazaneando en la mesa y en las sillas. Cinco permanecían echados en la cama en el dormitorio. Algunos otros tenían su sitio preferido en armarios y cajones que habían aprendido a abrir ellos solos.

Desde que Gösta no dejaba salir fuera a los gatos, por presiones de los vecinos, no entraba material genético nuevo. La mayoría de los gatitos nacían muertos o tenían deformaciones tan graves que morían después de un par de días. Más de la mitad de los veintiocho gatos que vivían en el piso de Gösta tenían algún defecto. Eran ciegos o sordos o les faltaban los dientes o tenían algún problema de movimiento.

Él los quería a todos.

Gösta estaba rascando a Giselle detrás de la oreja.

—Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a hacer? ¿No lo sabes? No, yo tampoco. Pero tendremos que hacer
algo
, ¿no? Uno no puede quedarse así, sin hacer nada. Era
Jocke
. Yo lo conocía. Y ahora está muerto. Pero no lo sabe nadie. Porque no han visto lo que yo he visto. ¿Lo viste tú?

Gösta agachó la cabeza, susurró:

—Era un
niño
. Lo vi cuando llegaba por ahí abajo, por el camino. Estuvo esperando a Jocke bajo el puente. Él entró… y no volvió a salir. Después, por la mañana, había desaparecido. Pero está muerto. Lo
sé.

»¿Qué?

»Yo no
puedo
ir a la policía. Me van a preguntar. Habrá un montón de personas y me van a hacer preguntas… por qué no he dicho nada. Me van a poner un foco de ésos en la cara.

»Ya han pasado tres días. O cuatro. No sé. ¿Qué día es hoy? Van a hacer preguntas. No puedo hacerlo.

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