Déjame entrar (17 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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Golpeaban en la puerta.

—¡Oye! ¡Abre!

Håkan soltó el cuchillo. El ruido que hizo cuando cayó al suelo apenas si se oyó en medio de los golpes y de los chillidos insoportables del chico. Las bisagras de la puerta temblaban por los golpes de fuera.

—¡Abre o echo abajo la puerta!

Se acabó. Ahora era el fin. Sólo quedaba una cosa. Desapareció el ruido a su alrededor, la vista se redujo a un túnel cuando Håkan volvió la cabeza hacia la bolsa. A través del túnel vio su mano alargándose hasta ella y sacando el tarro de la confitura.

Cayó de culo resbalándose con el tarro en la mano. Desenroscó la tapa. Esperó.

Cuando abrieran la puerta. Antes de que le quitaran el gorro. La cara. En medio de los gritos y los golpes contra la puerta pensó en su amada. En el tiempo que habían pasado juntos. Evocaba imágenes de su amada como un ángel. Un ángel chico que ahora bajaba del cielo extendiendo sus alas para venir a buscarle. Llevarlo consigo. Allí dónde siempre iban a permanecer juntos. Siempre.

La puerta voló y golpeó contra la pared. El chico seguía gritando. Fuera había tres hombres, más o menos vestidos. Miraban con los ojos muy abiertos sin comprender la escena que tenían ante sí.

Håkan asintió despacio, reconociéndolo.

Después gritó:

—¡Eli! ¡Eli!

Y se echó el ácido clorhídrico concentrado en la cara.

¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso en tu señor y Dios! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey y Dios!

Staffan se acompañaba a sí mismo y a la madre de Tommy al piano. Se miraban a los ojos de vez en cuando, se sonreían y los ojos les hacían chiribitas. Tommy estaba sentado en el sofá de piel aguantando. Había encontrado un agujero pequeño en uno de los reposabrazos, y mientras Staffan y su madre cantaban, él trabajaba para hacerlo más grande. El dedo índice excavaba dentro del relleno mientras se preguntaba si Staffan y su madre se habrían acostado juntos en ese sofá alguna vez. Bajo los barómetros.

La comida había sido aceptable, un pollo marinado con arroz. Después de la comida Staffan le había mostrado la caja fuerte donde guardaba sus pistolas. Estaba en el dormitorio, debajo de la cama, y Tommy se había hecho allí la misma pregunta: ¿se habrían acostado juntos en aquella cama? ¿Pensaba su madre en su padre cuando Staffan la acariciaba? ¿Se ponía él caliente pensando en las pistolas que tenía debajo del colchón? ¿Se ponía ella?

Staffan tocó el acorde final, dejándolo morir en el aire. Tommy sacó el dedo del, a esas alturas, considerable agujero del sofá. Su madre hizo a Staffan una inclinación con la cabeza, cogió su mano y se sentó junto a él en el asiento del piano. Desde el ángulo donde se encontraba Tommy, la Virgen María colgaba justo por encima de sus cabezas como si fuera un efecto calculado, ensayado de antemano.

Su madre miró a Staffan, le sonrió y se volvió hacia Tommy.

—Tommy, queremos contarte una cosa.

—¿Os vais a casar?

Su madre dudó. Si lo habían estado ensayando antes con escenografía y todo, entonces aquella réplica, evidentemente, no estaba incluida.

—Sí. ¿Qué te parece?

Tommy se encogió de hombros.

—Vale. Hacedlo.

—Hemos pensado… para el verano, quizá.

Su madre lo miraba como preguntándole si tenía una propuesta mejor.

—Sí, sí. Claro.

Volvió a meter el dedo en el agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinó hacia delante.

—Ya sé que no puedo… sustituir a tu papá. De ninguna manera. Pero espero que tú y yo podamos… conocernos mejor y… bueno. Que podamos llegar a ser amigos.

—¿Y dónde vais a vivir?

Su madre se puso triste de pronto.

—Vamos, Tommy. Se trata también de ti, claro. No sabemos. Pero habíamos pensado en comprar una casa en Ängby, quizá. Si podemos.

—Ängby.

—Sí. ¿Qué te parece?

Tommy miraba el cristal de la mesa donde su madre y Staffan se reflejaban medio transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el agujero, arrancó un trozo de espuma.

—Caro.

—¿El qué?

—Una casa en Ängby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto dinero?

Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono. Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de Tommy, le preguntó:

—¿No te parece bien?

—Me encanta.

Desde la entrada llegaba la voz de Staffan. Parecía alterado.

—No me digas… sí, voy inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche y bajo allí directamente. Bien. Adiós.

Volvió de nuevo al cuarto de estar.

—El asesino está en la piscina de Vällingby. No tienen gente en la comisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommy pudo oír cómo se abría y se cerraba la caja de seguridad. Staffan se cambió de ropa allí dentro y después de un rato salió con todos los arreos de policía. Los ojos parecían levemente los de un psicópata. Dio un beso en la boca a la madre de Tommy y a él un golpecito en la rodilla.

—Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya seguiremos hablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo siguió.

Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas» mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían —les gustaba aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante—, Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un crujido.

Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón, Tommy sonrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó su madre.

—Nada.

Sólo que un chico pequeño con pistola está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.

Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.

El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby; había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por «dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de treinta años en el sector, tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.

—Bueno, Karlsson. ¿Qué hay de nuevo en el sector del juguete? ¿Habéis descubierto alguna forma nueva de limpiar la propina a los chicos?

Karlsson refunfuñó.

—No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado, ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los chicos…

—Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis recuperado.

—Nosotros no vendemos esas cosas.

—Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados a mano en Bengtfor, ¿eh?

—A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un caballo.

Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no habría parado hasta que Karlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se abrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida, como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había
venido aquí
antes.

Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.

—¡Gösta! ¡Ven y siéntate!

Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y dijo:

—¡Oh, joder!

Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e hizo un gesto invitándole a sentarse.

—Bienvenido al club.

Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable, pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder soportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan, se esforzaron para que la cara no mostrase lo que la nariz sentía. El camarero se acercó a su mesa, parándose en cuanto notó el olor de Gösta, y dijo:

—¿Qué va… a tomar?

Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las cejas y Larry hizo un gesto;
tranquilo, nosotros lo arreglamos
. El camarero se retiró y Larry, poniendo la mano en el hombro de Gösta, preguntó:

—¿A qué debemos el honor?

Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo dijo:

—Jocke.

—¿Qué pasa con él?

—Está muerto.

Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la mano en el hombro de Gösta dándole ánimos. Sentía que los necesitaba.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo mataron.

—¿Cuándo ocurrió?

—El sábado. Por la noche.

Larry retiró la mano.


¿El sábado?
Pero… ¿has hablado con la policía?

Gösta negó con la cabeza.

—No he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé.

Lacke se llevó las manos a la cabeza, susurrando:

—Lo sabía, lo sabía.

Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado. Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta. Larry puso la mano en el brazo de Gösta.

—¿Qué te parece entonces si vamos a echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como solía hacer siempre, el jodido tacaño.

Sólo Lacke permaneció sentado, jugando con unos palillos rotos que había en la mesa. Larry se inclinó sobre él:

—¿No vas a venir?

—Lo sabía. Lo presentía.

—Sí. ¿Vas a venir entonces?

—Bueno. Voy. Id yendo vosotros.

Cuando salieron, Gösta se tranquilizó con el aire frío de la noche. Empezó a caminar tan deprisa que Larry tuvo que pedirle que bajara la marcha, su corazón no aguantaba. Karlsson y Morgan iban detrás, el uno al lado del otro; Morgan esperaba a que Karlsson dijera alguna tontería para poder meterse con él. Le sentaría bien. Pero hasta Karlsson parecía ocupado con sus propios pensamientos.

La farola rota ya había sido cambiada y la luz bajo el puente era aceptable.

Estaban como un pelotón escuchando a Gösta mientras éste contaba y señalaba los montones de hojas; daban patadas para calentarse los pies. Mala circulación. Resonaba como si se tratara de un ejército desfilando. Cuando Gösta terminó, Karlsson dijo:

—No hay ninguna
prueba…

Era la clase de comentario que Morgan había estado esperando.

—Pero joder, ¿es que no oyes lo que está
diciendo
? ¿Crees que
miente
?

—No —dijo Karlsson, como si hablara con un niño—, pero me refiero a que la policía tal vez no esté tan dispuesta como nosotros a creer su relato cuando no hay nada que lo corrobore.

—Él es
testigo.

—¿Crees que será suficiente?

Larry dio un golpe con la mano sobre los montones de hojas.

—La pregunta ahora es adónde ha ido a parar. Si es que ha sucedido así.

Lacke venía andando por el camino del parque, llegó hasta donde estaba Gösta y señaló hacia el suelo.

—¿Ahí?

Gösta asintió. Lacke se metió las manos en los bolsillos y se quedó un rato observando el dibujo irregular de las hojas como si fuera un puzzle gigante que tenía que resolver. Los músculos de sus mandíbulas se contraían, se relajaban, se contraían.

—Bueno. ¿Qué decís?

Larry dio dos pasos hacia él.

—Lo siento, Lacke.

Lacke hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando a Larry.

—¿Qué decís? ¿Vamos a pillar al cabrón que ha hecho esto o no?

Los otros miraron a todas partes menos a Lacke. Larry estaba a punto de decir algo acerca de que iba a ser difícil, probablemente imposible, pero se abstuvo. Al final, Morgan se aclaró la garganta, se dirigió a Lacke y, poniéndole el brazo sobre los hombros, dijo:

—Lo vamos a pillar, Lacke. Lo vamos a hacer.

Tommy miró por encima de la barandilla, le pareció haber visto destellos de plata allí abajo. Parecía como esas cosas que los Jóvenes Castores solían traer a casa de las competiciones.

—¿En qué piensas? —preguntó su madre.

—En el Pato Donald.

—A ti no te gusta mucho Staffan, ¿verdad?

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