Tommy y Robban tenían dieciséis años y estaban en primero de bachillerato. Lasse tenía diecinueve y algún fallo en la cabeza, trabajaba clasificando placas de chapa para LM Ericsson en Ulvsunda. Pero tenía carné de conducir. Y un Saab blanco del 74 al que ellos habían cambiado el número de la matrícula con un rotulador antes del robo. Para nada, puesto que nadie había visto el coche.
El botín lo habían guardado en el refugio en desuso, que estaba enfrente del trastero que hacía las veces de local de su club. Habían cortado la cadena de la puerta con unas tenazas y puesto un candado nuevo. No sabían aún cómo iban a deshacerse de todo, la cosa había sido el robo en sí. Lasse había vendido un radiocasete a un compañero de trabajo por doscientas, pero eso era todo.
Además, les había parecido más seguro no sacar las cosas durante un tiempo. Y, sobre todo, no dejar que Lasse se ocupara de la venta, puesto que…
le faltaba un hervor
, como decía su madre. Pero ya habían pasado dos semanas desde el robo y además a la policía le habían salido otras muchas cosas en las que pensar.
Tommy hojeó el periódico y rio para sí. Sí, sí. Otras muchas cosas en las que pensar. Robban tamborileaba con golpes restallantes en la pierna.
—Venga, vamos. Cuéntanoslo. Tommy alzó la revista hacia él.
—Kawasaki. Trescientos cúbicos. Inyección directa y…
—Deja de hacer el tonto. Cuéntalo ahora.
—¿Qué?, ¿lo del asesinato?
—Sí.
Tommy se mordió el labio, haciendo como si estuviera pensando.
—Cómo era esto…
Lasse echó su largo cuerpo hacia delante en el sofá, se dobló como una navaja.
—¡Vamos! ¡Cuéntanoslo!
Tommy dejó el periódico y miró fijamente a Lasse.
—¿Estás seguro de que quieres oírlo? Es bastante espeluznante.
—¡Ah!
Lasse se hizo el valiente, pero Tommy notó el desasosiego en sus ojos. No hacía falta más que hacer una mueca fea, hablar con la voz rara sin parar, para que Lasse tuviera miedo de verdad. Una vez,
Tommy y Robban se habían disfrazado de zombis con las pinturas de la madre de Tommy, habían aflojado la bombilla del techo y habían esperado a Lasse. La cosa terminó con Lasse cagándose en los pantalones y Robban salió con un moratón en el mismo sitio donde antes se había puesto sombra de ojos azul oscura. Después de aquello se cuidaron mucho de asustar a Lasse.
Lasse se movía ahora en el sofá, cruzando los brazos sobre el pecho como para demostrar que estaba dispuesto a todo.
—Bueno, es que… esto no ha sido precisamente un asesinato normal, por así decirlo. Encontraron al chico… colgando en un árbol.
—¿Cómo? ¿Colgado? —preguntó Robban.
—Sí, colgado. Pero no del cuello. De los pies. Colgaba boca abajo, vamos. En el árbol.
—Pero de eso no se muere nadie.
Tommy miró detenidamente a Robban, como si ése fuera un punto de vista interesante, luego continuó:
—No. Claro que no. Pero también tenía el cuello cortado. Y de eso sí que se muere uno. Todo el cuello. Cortado. Como un… melón. —Se pasó el dedo índice por el cuello para demostrar cómo había ido el cuchillo.
Lasse se llevó la mano al cuello como para protegerlo, negando lentamente con la cabeza.
—Pero ¿por qué estaba colgado de esa manera?
—¿Y tú qué crees?
—No sé.
Tommy se pellizcó el labio inferior mientras ponía cara de estar pensando.
—Ahora vais a oír lo más raro de todo. Si uno le corta a alguien el cuello para que éste muera, entonces sale mucha sangre. ¿No es así?
Lasse y Robban asintieron. Tommy calló un momento ante la expectación de los otros antes de soltar la bomba.
—Pues en el suelo, debajo, donde colgaba el chico, no había casi nada de sangre. Sólo unas gotas. Y tuvo que haber expulsado unos cuantos litros estando allí colgado.
El cuarto del sótano se quedó en silencio. Lasse y Robban miraban fijamente al frente con ojos inexpresivos hasta que Robban, irguiéndose, dijo:
—Ya lo sé. Fue asesinado en otro sitio. Y después colgado allí.
—Mmm. Pero en ese caso, ¿por qué lo colgó el asesino? Si uno ha matado a alguien lo que quiere es deshacerse del cadáver.
—Tal vez se trate de… un enfermo mental.
—Puede. Pero yo creo otra cosa. ¿Habéis visto un matadero? ¿Cómo hacen con los cerdos? Antes de cortarlos les sacan toda la sangre. ¿Y sabéis cómo lo hacen? Los cuelgan boca abajo. En un gancho. Y les cortan el cuello.
—O sea que tú crees… ¿Cómo? ¿Que el chico… que el asesino pensaba despedazarlo?
—¿Eeeeh?
Lasse miró con incredulidad a Tommy y a Robban, y de nuevo a Tommy, para ver si le estaban tomando el pelo. Pero no vio ninguna señal de que fuera así y dijo:
—.Hacen eso? ¿Con los cerdos?
—Sí. ¿Qué pensabas tú?
—Pues que lo hacía algún tipo de… máquina.
—¿Y te parece que eso sería mejor?
—No, pero… .están vivos entonces?, ¿cuándo los… cuelgan?
—Sí. Están vivos. Y patalean. Y chillan.
Tommy imitó a un cerdo chillando y Lasse se hundió en el sofá mirándose las rodillas. Robban se levantó, dio una vuelta y se volvió a sentar en el sofá.
—Pero eso no encaja. Si el asesino pensaba descuartizarlo, tendría que haber sangre.
—Eso lo has dicho tú, que pensaba descuartizarlo. Yo no lo creo.
—¿No? ¿Qué piensas tú entonces?
—Yo creo que lo que buscaba era la sangre. Que por eso mató al chico. Para sacarle la sangre. Y que se la llevó.
Robban asintió lentamente con la cabeza mientras con el dedo se rascaba la costra de una espinilla grande en la comisura de la boca.
—Pero ¿para qué? ¿Para beberla, o para qué?
—Sí. Por ejemplo.
Tommy y Robban se hundieron en representaciones mentales del asesinato y de lo que habría ocurrido luego. Después de un rato, Lasse levantó la cabeza y los interrogó con la mirada. Tenía lágrimas en los ojos.
—¿Se mueren pronto los cerdos?
Tommy le miró duramente a los ojos.
—No.
—Salgo un momento.
—No…
—Salgo sólo al patio.
—No te irás a ningún otro sitio, ¿verdad?
—Que no.
—Te llamo cuando sea la hora.
—No. Ya vengo yo. Tengo reloj. No me llames.
Oskar se puso la cazadora, el gorro. Se detuvo cuando iba a meter un pie en la bota. Fue con sigilo hasta su habitación y cogió el cuchillo, se lo guardó dentro de la cazadora. Se ató las botas. Se oyó de nuevo la voz de su madre desde el cuarto de estar:
—Hace frío fuera.
—Tengo el gorro.
—¿En la cabeza?
—No. En el pie.
—No es para hacer bromas. Ya sabes lo que te pasa…
—Hasta luego.
—… con los oídos.
Salió, miró el reloj. Las siete y cuarto. Tres cuartos de hora hasta que empezara la tele. Seguro que Tommy y los otros estaban abajo, en el cuarto del sótano, pero no se atrevía a ir allí. Tommy era majo, pero los otros… Sobre todo si habían esnifado podían tener ideas raras.
Así que se dirigió al parque infantil que estaba en el centro del patio. Dos árboles gruesos que a veces usaban como porterías, un tobogán, un cajón con arena y tres columpios con neumáticos de coches colgando de las cadenas. Se sentó en uno de los neumáticos y se columpió despacio.
Le gustaba aquel sitio por la tarde. A su alrededor un gran cuadrado con cientos de ventanas iluminadas, y él sentado en la oscuridad. Seguro y solo al mismo tiempo. Sacó el cuchillo de la funda. La hoja era tan reluciente que podía ver las ventanas reflejadas en ella. La luna.
Una luna sangrienta…
Oskar se levantó del columpio, avanzó con sigilo hasta estar frente a uno de los árboles, le habló:
—¿Qué miras, idiota? ¿Quieres morir o qué?
El árbol no contestó y Oskar le clavó el cuchillo, con cuidado. No quería estropear el brillante filo.
—Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome.
Giró el cuchillo de forma que una pequeña astilla se desprendió del árbol. Un trozo de carne. Dijo en voz baja:
—Chilla como un cerdo, vamos.
Se quedó quieto. Le pareció haber oído algo. Echó una ojeada a su alrededor con el cuchillo pegado a la cadera. Lo levantó a la altura de los ojos, lo miró. La punta estaba tan reluciente como antes. Utilizando la hoja como espejo la orientó hacia la escalera del tobogán. Allí había alguien. Alguien que no estaba allí antes. Una figura borrosa contra el acero limpio. Bajó el cuchillo mirando directamente a lo alto del tobogán. Sí. Pero no era el asesino de Vällingby. Era un niño.
La luz era suficiente como para precisar que era una chica a la que no había visto nunca en el patio. Oskar dio un paso en dirección a la escalera. La chica no se movió. Se quedó allí arriba mirándole.
Dio otro paso y de pronto sintió miedo. ¿De qué? De sí mismo. Con el cuchillo fuertemente agarrado avanzaba hacia la chica para clavárselo.
Bueno, no era así, claro. Pero parecía así, por un momento. Y ella sin asustarse.
Oskar se detuvo, metió el cuchillo en la funda y lo guardó dentro de la cazadora.
—Hola.
La chica no contestó. Oskar estaba ya tan cerca de ella que podía ver que tenía el pelo oscuro, la cara pequeña, los ojos grandes. Unos ojos abiertos de par en par que lo miraban tranquilos. Sus manos descansaban blancas en una barra de la escalera.
—He dicho hola.
—Lo he oído.
—¿Y entonces por qué no has contestado?
La chica se encogió de hombros. Su voz no era tan clara como él había pensado que sería. Sonaba como alguien de su misma edad.
Parecía rara. Media melena negra. Cara redonda, nariz pequeña. Como una de esas muñecas recortables que salen en las páginas infantiles de la revista
Hemmets Journal
. Muy… bonita. Pero había algo. No tenía gorro ni cazadora. Sólo un fino jersey de color rosa, con el frío que hacía.
La chica señaló con la cabeza el árbol en el que Oskar había clavado el cuchillo.
—¿Qué haces?
Oskar se sonrojó, pero en la oscuridad no se notaría.
—Estoy practicando.
—¿Para qué?
—Por si viniera el asesino.
—¿Qué asesino?
—El de Vällingby. El que acuchilló a ese chico. La chica lanzó un suspiro y miró a la luna. Luego se inclinó hacia delante.
—¿Tienes miedo?
—No, pero un asesino, claro está, es… es, bueno, si uno puede… defenderse. ¿Vives aquí?
—Sí.
—¿Dónde?
—Allí —la chica señalaba el portal que estaba al lado del de Oskar—. Al lado del tuyo.
—¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?
—Te vi antes, por la ventana.
A Oskar se le encendieron las mejillas. Mientras trataba de encontrar algo que decir, la chica saltó de la escalera y aterrizó delante de él. Un salto de más de dos metros.
Seguro que hace gimnasia o algo así.
Era casi exactamente igual de alta que él pero mucho más delgada. El jersey de color rosa se ceñía sobre su cuerpo delgado, sin asomo de pechos. Sus ojos eran negros, enormes, en aquella cara pequeña y pálida. Levantó una mano delante de él, como si estuviera parando algo que se acercaba. Tenía los dedos largos, finos como ramitas.
—No puedo hacerme amiga tuya. Para que lo sepas.
Oskar se cruzó de brazos. Sintió los bordes de la funda del cuchillo bajo la mano a través de la cazadora.
—¿Y eso por qué?
Una de las comisuras de los labios de la muchacha se contrajo en una especie de sonrisa.
—¿Hace falta alguna razón? Te digo las cosas como son. Para que lo sepas.
—Sí, sí.
La chica se dio media vuelta y, alejándose de Oskar, caminó hacia su portal. Cuando había dado ya algunos pasos, Oskar dijo:
—¿Y crees que yo quiero ser amigo tuyo? Eres tonta de remate.
La chica se paró. Permaneció quieta un instante. Se dio media vuelta y fue otra vez donde estaba Oskar, se detuvo frente a él. Entrelazó los dedos y dejó caer los brazos.
—¿Qué has dicho?
Oskar cruzó los brazos aún más fuerte sobre el pecho, apretó la mano contra la empuñadura del cuchillo y miró al suelo.
—Que eres tonta… si dices eso.
—¿De verdad?
—Sí.
—Perdona entonces. Pero es así.
Permanecieron quietos, a medio metro el uno del otro. Oskar continuó mirando al suelo. Le llegó un olor extraño que venía de la chica.
Hacía un año que Bobby, su perro, había tenido una infección en las patas y al final tuvieron que sacrificarlo. El último día Oskar no había ido a la escuela, se había quedado en casa echado durante varias horas al lado del perro enfermo, despidiéndose de él. Bobby le había olido entonces como la chica ahora. Oskar arrugó la nariz.
—¿Eres tú la que huele tan raro?
—Puede ser.
Oskar levantó la vista del suelo. Se arrepentía de lo que había dicho. Parecía tan… frágil con ese jersey tan fino. Quitó los brazos del pecho e hizo un gesto hacia ella.
—¿No tienes frío?
—No.
—¿Por qué no?
La muchacha alzó las cejas, arrugó la cara y pareció por un momento mucho, mucho más mayor de lo que era. Como una mujer vieja a punto de echarse a llorar.
—Habré olvidado cómo se hace.
La chica se dio rápidamente la vuelta y fue hacia su portal. Oskar se quedó allí mirándola. Cuando llegó delante de la pesada puerta, Oskar pensó que tendría que empujar con las dos manos para poder abrirla. Pero ocurrió lo contrario: cogió el picaporte con una mano y la abrió con tanta fuerza que golpeó contra el tope que había en el suelo, rebotó y se cerró tras ella.
Oskar se metió las manos en los bolsillos y se puso triste. Pensaba en Bobby. En el aspecto que tenía en la caja que su padre le había construido. En la cruz que él había hecho en la clase de trabajos manuales y que se rompió cuando la iban a clavar en el suelo helado.
Debería hacer una nueva.
Håkan estaba sentado en el metro otra vez, en dirección al centro. Con diez billetes de mil coronas enrollados y atados con una goma en el bolsillo del pantalón. Con ellos iba a hacer algo bueno. Salvaría una vida.
Diez mil coronas era mucho dinero, y teniendo en cuenta las campañas de
Save the Children
que decían que «Mil coronas pueden dar comida a una familia entera durante un año» y otras por el estilo, debería de ser posible con diez mil coronas salvar una vida también en Suecia.