Nada sería ya como de costumbre.
Se quedó mirando fijamente al timbre. Nada iba a ser como antes. Había que hacer algo grande. Como escaparse, hacer dedo, volver a casa a media noche para demostrar que se es… importante. Lo que más miedo le daba no era que ella quizá fuera un ser que vivía de la sangre de otras personas, sino que lo rechazara.
Tocó el timbre de la puerta.
Se oyó un zumbido dentro del piso que cesó cuando soltó el timbre. Estuvo esperando. Volvió a llamar, más tiempo. Nada. No se oía nada. Eli no estaba en casa.
Oskar se sentó en la escalera mientras la desilusión le caía como un jarro de agua fría. Y se sintió de pronto cansado, terriblemente cansado. Se levantó lentamente y bajó las escaleras. A medio camino se le ocurrió una idea. Una tontería, pero… aun así. Volvió hasta la puerta y con señales cortas y largas en el timbre deletreó el nombre de ella con el alfabeto Morse.
Corta. Pausa. Corta, larga, corta, corta. Pausa. Corta, corta.
E… L… I…
Esperó. No se oía absolutamente nada. Se había dado la vuelta para marcharse cuando oyó la voz de Eli.
—¿Oskar? ¿Eres tú?
Y esto fue lo que sucedió, a pesar de todo; que la alegría fue como un cohete que se encendiera en su pecho y explotara a través de su boca con un estruendoso:
—¡Sí!
Maud Carlberg, por hacer algo, fue a buscar una taza de café al cuarto que había detrás de la recepción y se sentó con la luz apagada. Tenía que haber salido de su turno hacía ya una hora, pero la policía le había pedido que esperara.
Un par de hombres que no iban vestidos de policía estaban dando con un pincel una especie de polvo en el suelo, a lo largo del camino que la niña había recorrido con los pies desnudos.
El policía que le preguntó lo que la chica había dicho, lo que había hecho, qué aspecto tenía, no había sido muy amable. A Maud le había dado todo el tiempo la impresión, por su tono de voz, de que insinuaba que ella había actuado mal. Pero ¿cómo habría podido ella saber lo que tenía que hacer?
Henrik, uno de los vigilantes con quien a menudo compartía el turno de tarde, se acercó a la recepción y señalando la taza de café dijo:
—¿Es para mí?
—Si la quieres…
Henrik cogió la taza de café, bebió un trago y echó una mirada al vestíbulo. Además de los que estaban pintando el suelo había un policía uniformado hablando con un taxista.
—Mucha gente esta tarde.
—No entiendo nada. ¿Cómo pudo subir arriba?
—No sé. Están trabajando en ello. Parece que trepó por la pared.
—Eso no puede ser.
—No.
Henrik sacó del bolsillo una bolsa con barcos de regaliz y le ofreció a Maud. Ella negó con la cabeza y Henrik cogió tres barcos, se los metió en la boca y se encogió de hombros disculpándose.
—He dejado de fumar. He cogido cuatro kilos en dos semanas. —Hizo una mueca—. No, joder. Tenías que haberlo visto.
—¿A quién… al asesino?
—Sí. Ha salpicado así… toda la pared ahí. Y la cara… no. Si se va a quitar uno la vida alguna vez, tendrá que ser con pastillas. Imagínate si tienes que hacer la autopsia, ¿eh? Tener que hacer eso.
—Henrik.
—¿Sí?
—Déjalo.
Eli estaba en el quicio de la puerta. Oskar, sentado en la escalera. Agarraba con una mano el asa de la bolsa, como si estuviera preparado para irse en cualquier momento. Eli se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Parecía totalmente restablecida. Una chica pequeña, insegura. Le miró a las manos, dijo en voz baja:
—¿Vienes?
—Sí.
Eli asintió casi sin que se notara, enredando con los dedos. Oskar siguió sentado en la escalera.
—¿Puedo… entrar?
—Sí.
A Oskar le llevaron los demonios. Dijo:
—Di que puedo entrar.
Eli alzó la cabeza, pareció que iba a decir algo pero no lo hizo. Empezó a cerrar la puerta un poco, se detuvo. Dio una patada en el suelo con los pies descalzos, luego habló:
—Puedes entrar.
Se volvió y entró en la casa, Oskar la siguió y cerró la puerta. Dejó la bolsa en la entrada, se quitó la cazadora y la colgó en un perchero del que no colgaba nada más.
Eli estaba en la puerta del cuarto de estar con los brazos caídos. Solamente llevaba puestas las bragas y una camiseta de color rojo en la que ponía Iron Maiden encima del esqueleto del monstruo que aparecía en la carátula de sus discos. A Oskar le sonaba conocido. ¿Lo habría visto en el cuarto de la basura alguna vez? ¿Sería el mismo?
Eli estaba mirando lo sucios que tenía los pies.
—¿Por qué has dicho eso?
—Porque tú lo dices.
—Sí. Oskar…
Ella dudó. Oskar se quedó donde estaba, con la mano en la cazadora que acababa de colgar. Estaba mirando la cazadora cuando preguntó:
—¿Eres una vampira?
Eli se cruzó de brazos, meneando la cabeza despacio.
—Yo… me alimento de sangre. Pero yo no soy… eso.
—¿Cuál es la diferencia?
Ella le miró a los ojos y dijo, con algo más de energía:
—Hay una diferencia muy grande.
Oskar vio cómo los dedos de los pies de Eli se encogían y se estiraban, se encogían. Sus piernas desnudas eran verdaderamente delgadas; donde acababa la camiseta pudo ver el borde de un par de bragas blancas. Hizo un gesto hacia ella.
—Entonces, ¿tú estás como…
muerta
?
Eli sonrió por primera vez desde que él llegara.
—No. ¿Es que no se nota?
—No, pero… tú sabes… ¿te has muerto alguna vez, o así?
—No. Pero he vivido mucho tiempo.
—¿Eres
vieja
?
—No. Tengo doce años. Pero los he tenido desde hace mucho tiempo.
—Entonces eres vieja. Por dentro. En la cabeza.
—No. No lo soy. Eso es lo único que a mí misma me parece realmente extraño. No lo puedo entender. ¿Por qué nunca… de alguna manera… tengo más de doce años?
Oskar se quedó pensando, pasó el brazo por su cazadora.
—A lo mejor porque los tienes.
—¿Cómo?
—Sí, pues… que tú no puedes entender por qué sólo tienes doce años, precisamente porque sólo tienes doce años. Eli frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir que soy
tonta
?
—No. Pero un poco dura de mollera. Como suelen ser los niños.
—Vaya. ¿Y cómo casa eso con lo del cubo?
Oskar dio un bufido, la miró a los ojos y recordó aquello de sus pupilas. Ahora estaban normales, pero
habían
tenido un aspecto muy extraño. ¿No era cierto? De todas formas… aquello era demasiado. Era increíble.
—Eli. Tú sólo te estás inventando todo eso, ¿no?
Eli acarició el esqueleto del monstruo que tenía en el estómago y dejando la mano quieta justo sobre la boca abierta del monstruo dijo:
—¿Todavía quieres asociarte conmigo?
Oskar dio medio paso atrás.
—No.
Alzó la vista hacia él. Triste, casi acusatoria.
—No,
eso
no. Tú comprenderás… que… Se contuvo. Oskar continuó por ella.
—Si hubieras querido matarme ya lo habrías hecho hace tiempo.
Eli asintió. Oskar retrocedió otro medio paso. ¿Cuánto tiempo tardaría en salir por la puerta? ¿Dejaría la bolsa? Eli parecía no notar su inquietud, sus ganas de huir. Oskar se paró, con los músculos en tensión.
—¿Me voy a… contagiar?
Todavía con la mirada fija en el monstruo que llevaba encima del estómago, Eli negó con la cabeza.
—No quiero contagiar a nadie. Y menos a ti.
—¿Qué quieres decir entonces con lo de asociarnos?
Eli levantó la cabeza hacia el lugar donde creía que estaba Oskar, pero se había equivocado. Vaciló. Luego fue hacia él, le cogió la cabeza entre sus manos. Oskar la dejó hacer. Eli parecía… en blanco. Ausente. Pero nada que recordara aquella cara que había visto en el sótano. Las yemas de sus dedos le rozaron las orejas. Un sosiego inundó lentamente el cuerpo de Oskar.
Sea.
Que sea lo que Dios quiera.
El rostro de Eli estaba a veinte centímetros del suyo. Su aliento olía raro, como la caseta en la que su padre guardaba chatarra. Sí. Eli olía… a óxido. La punta de un dedo le acarició la oreja. Ella susurró:
—Estoy sola. Nadie lo sabe. ¿Quieres?
—Sí.
Al instante pegó su cara a la de él, cerró sus labios alrededor del labio superior de Oskar y lo retuvo con una presión muy, muy suave. Los tenía calientes y secos. A él se le llenó la boca de saliva y cuando la apretó contra el labio inferior de Eli lo humedecieron, suavizándolo. Cada uno probó con mimo los labios del otro, dejándolos deslizarse, y Oskar desapareció en una oscuridad ardiente que fue aclarándose gradualmente, convirtiéndose en una gran sala, en el salón de un palacio en cuyo centro había una mesa alargada llena de comida, y Oskar…
… corre hasta los manjares, empieza a comérselos con las manos. A su alrededor hay otros niños, mayores y pequeños. Todos comen de la mesa. En uno de los extremos de la mesa está sentado un… ¿hombre?… una mujer… una persona con lo que debe de ser una peluca. Una enorme peluca le cubre la cabeza. La persona tiene un vaso en la mano, lleno de un líquido de color rojo oscuro, está confortablemente sentada, apoyada en el respaldo de la silla, da un sorbito del vaso y asiente con la cabeza animando a Oskar.
Los niños no paran de comer. Al fondo de la sala, contra la pared, Oskar puede ver a unas personas pobremente vestidas que siguen con inquietud lo que pasa alrededor de la mesa. Una mujer con un chal de color marrón cubriéndole el pelo está con las manos fuertemente entrelazadas sobre el estómago y Oskar piensa: «Mamá».
Después suena el tintineo de un vaso y toda la atención se vuelca en el hombre que está en el extremo de la mesa. Él se levanta. Oskar tiene miedo de ese hombre. Tiene la boca pequeña, estrecha y extrañamente roja. La cara blanca como la tiza. Oskar siente el jugo de la carne saliéndosele por las comisuras de la boca, un pequeño trozo de carne está a punto de salirse de la boca, lo detiene con la lengua.
El hombre alza una pequeña bolsa de piel. Con gesto huraño abre la cinta que cierra la bolsa y pone sobre la mesa dos grandes dados blancos. En la sala resuena el eco de los dados cuando dan vueltas y se paran. El hombre levanta los dados en la mano, los pone delante de Oskar y de los otros niños.
El hombre abre la boca para decir algo, pero en ese mismo momento a Oskar se le cae el trozo de carne de la boca y…
Los labios de Eli se retiraron de los suyos, soltó también su cabeza, dio un paso hacia atrás. Aunque le daba miedo, Oskar intentó volver a ver el salón del palacio otra vez, pero había desaparecido. Eli lo miraba intrigada. Oskar se frotó los ojos, asintiendo.
—O sea, que es verdad.
—Sí.
Se quedaron un rato así, callados. Luego Eli le preguntó:
—¿Quieres entrar?
Oskar no dijo nada. Eli le tiró del jersey, alzó las manos y las dejó caer de nuevo.
—No pienso hacerte daño jamás.
—Eso ya lo sé.
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Ese jersey. ¿Es del cuarto de las basuras?
—… Sí.
—¿Lo has lavado?
Eli no contestó.
—Eres un poco guarra, ¿lo sabes?
—Me puedo cambiar si quieres.
—Sí. Hazlo.
Había leído algo sobre el hombre de la camilla, bajo la sábana. El asesino ritual.
Benke Edwards había llevado a gente de todo tipo por aquellos pasillos, hasta las cámaras. Hombres y mujeres de distintas edades y tamaños. Niños. No había ninguna camilla especial para los niños y pocas cosas le hacían a Benke sentirse tan mal como aquellas superficies vacías que quedaban en la camilla cuando llevaba a un niño; la pequeña figura bajo la sábana blanca, como apretada contra la parte delantera de la camilla. El extremo de los pies, vacío; la sábana, estirada. Aquella superficie era la muerte propiamente dicha.
Pero el que llevaba ahora era un hombre adulto y, además de eso, una celebridad.
Conducía la camilla a través de pasillos silenciosos. El único ruido que se oía era el de la goma de las ruedas que chirriaba contra el suelo de linóleo. Aquí no había ningún tipo de señalización de colores en el suelo. Cuando llegaba alguna visita, venía siempre acompañada por alguien de entre el personal del hospital.
Benke había permanecido esperando en la calle mientras la policía fotografiaba el cuerpo sin vida. Algunos representantes de la prensa que estaban con sus cámaras fuera del cordón policial tomaban fotos del hospital con potentes flashes. Mañana saldría la imagen en el periódico, completada con una línea de puntos que marcara cómo había caído el hombre.
Una celebridad.
El bulto bajo la sábana no sugería nada de eso. Un bulto como los demás. Sabía que el hombre parecía un monstruo, que su cuerpo se había reventado como un globo de agua al chocar contra el suelo helado; agradecía que estuviera cubierto. Bajo la sábana, somos todos iguales.
Sin embargo, seguro que muchas personas se sentirían aliviadas al saber que precisamente aquel bulto de carne ya sin vida era conducido a la cámara frigorífica para una posterior incineración cuando los forenses terminaran su trabajo. El hombre presentaba una herida en el cuello que llamó poderosamente la atención del fotógrafo de la policía
Pero ¿qué importancia podía tener aquello?
Benke se consideraba a sí mismo como una especie de filósofo, lo cual tenía que ver con su profesión. Había visto tanto de lo que
en realidad
somos las personas que había desarrollado una teoría, y era bastante simple:
«Todo está en el cerebro».
El eco de su voz retumbó en los pasillos desiertos cuando paró la camilla delante de la puerta de la cámara frigorífica, marcó el código y la puerta se abrió.
Sí. Todo en el cerebro. Desde el principio. El cuerpo no es más que una especie de unidad de servicio que el cerebro se ve obligado a arrastrar para mantenerse vivo. Pero todo está allí desde el principio, en el cerebro. Y la única manera de cambiar a un tipo como el que estaba debajo de la sábana sería operándole el cerebro.
O encerrándolo.
La cerradura automática, que debía mantener la puerta abierta durante diez segundos después de que se hubiera introducido el código, aún no había sido arreglada y Benke tuvo que sujetar la puerta con una mano mientras con la otra agarraba la camilla por el extremo de la cabeza y la metía en la cámara. La camilla golpeó contra el quicio de la puerta y Benke soltó un juramento.