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Authors: Megan Maxwell

Deseo concedido (15 page)

BOOK: Deseo concedido
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—Mucho —sonrió—. Como he dicho varias veces, con el tiempo descubrirás cosas que quizá no te gusten de mí.

—¿Por ejemplo? —preguntó, divertido.

Ella, tras mirarle, sonrió y con gesto pícaro dijo:

—Aparte de que conozco el manejo de las espadas con una o dos manos, sé montar a caballo, tanto de lado como a horcajadas. Cazo con el carcaj. Conozco las propiedades de las hierbas. Sé rastrear. Escalo árboles con verdadera facilidad. Sé nadar, leer, escribir. Hablo inglés, gaélico y francés.

Sorprendido, rio al escucharla. Estaba preciosa con aquel atuendo tan varonil mientras la brisa de las montañas movía su espectacular pelo azulado.

—¿Sabes? Me gusta descubrir que, si algún día mis hijos están en peligro, su madre será capaz de defenderlos. Valoro esas aptitudes en ti. Eres la primera mujer que conozco que es capaz de todas esas cosas, y estoy seguro de que más. Por eso, me he desposado contigo y sólo te exigiré que nunca me mientas, no lo puedo soportar. ¿De acuerdo, Megan?

Ella le miró y con una sonrisa que le desarmó asintió y respondió:

—De acuerdo, Duncan.

Atraído como un imán, tomó con sus grandes manos su cara para besarla. En un principio, el beso fue lento y pausado, pero, cuando la lengua de Megan chocó contra la de él, el ardor en sus cuerpos les hizo reaccionar llenándoles de pasión.

Sin poder resistirlo, Megan levantó sus manos y enredó sus dedos entre el largo y oscuro pelo de su marido, que al notar sus dulces caricias se dejó hacer. Nunca nadie le había acariciado con tanta delicadeza y dulzura. Atrayéndola hacia él, quedó pegada a su cuerpo, un cuerpo caliente que le hacía enloquecer. Sus besos, sus caricias le gustaban, quería más, necesitaba más. De pronto, sintió cómo la mano de él se metía bajo la fina y gastada camisa de lino que llevaba y su piel caliente estalló a su contacto. Aturdida por aquellas caricias, se avergonzó cuando un pequeño suspiro de placer escapó de su boca. Un suspiro que murió en los labios de él.

—No he podido olvidarte en todos estos días —le susurró al oído mientras ella se estremecía al notar su mano, callosa por las luchas, acariciar sus delicados senos—. Cuando recibimos la noticia de que habíais sido atacados, creí morir de angustia al pensar que algo podía haberte ocurrido.

Escucharle decir aquello y sentir sus dulces caricias era lo mejor que le había ocurrido nunca.

—Cuando llegué y vi que estabas bien —prosiguió él—, algo me dijo que no debía separarme más de ti. Tu bonita cara hace que me olvide de mi angustioso pasado y que me vuelva loco con sólo mirarte. Es verte y desearía estar todo el día en el lecho contigo.

—He oído que nunca has tenido problemas para encontrar mujer que te caliente el lecho —indicó sin poder evitarlo mientras algo extraño llamado celos aparecía por primera vez en su vida.

—Has oído bien —asintió sorprendido mientras un fugaz recuerdo de Marian pasaba por su mente—. Nunca me ha faltado el calor de una mujer cuando lo he querido.

«Eres un presuntuoso», pensó Megan aunque continuó abrazada a él.

—No soy mujer experimentada y quizá te decepcione —suspiró Megan intentando no perder el hilo de la conversación, al tiempo que la mano de él se introducía dentro de su pantalón.

—Tú nunca podrás decepcionarme —sonrió al ver el temor al fracaso en sus ojos—. Tu boca y tu forma de mirar me dicen lo contrario.

—Quería agradecerte que Zac y Klon viajen conmigo —murmuró con sus labios muy pegados a los de él, percibiendo un salvaje estremecimiento.

—Tus deseos son órdenes para mí, cariño —suspiró metiendo más su mano, notando cómo sus dedos se enredaban en aquellos rizos que nunca habían sido tocados por nadie excepto por él.

—No deberías tocarme así. No está bien —añadió avergonzada Megan, cuando su excitación creció por momentos y toda ella comenzó a arder de pasión.

—¿Por qué no tocarte? Eres mía —dijo abriendo con sus dedos los pliegues de sus partes íntimas, ahora humedecidas por la excitación—. Mis derechos maritales me permiten tocarte donde quiera y como quiera.

Incapaz de parar el volcán de emociones que en ella bullía, al escuchar aquello olvidó su decoro y sonrió.

—Entonces, yo también probaré mis derechos como esposa —respondió con descaro. Y, sin pensárselo dos veces, pasó su mano por encima del kilt, notando en su interior algo duro y tenso.

—¡Impaciente! —Sonrió encantado por la fiereza de su mujer—. Sabía que nunca me decepcionarías. —Cogiéndola posesivamente en brazos, la llevó hasta el cobijo de unos robles—. Quiero conocer esa parte salvaje tuya que tus ojos, tu boca y tu sonrisa me dicen que está en ti —susurró apoyándola contra uno de los grandes robles iluminados bajo la luna—. Necesito que confíes en mí y olvides tus miedos.

—Laird
Mc… Duncan —respondió mirándole a los ojos—. Intentaré ser una buena esposa para ti, si tú me prometes que serás bueno conmigo y con Zac.

—Deseo concedido —susurró perdiéndose en sus ojos.

«¡Por san Fergus!», pensó Duncan al ver cómo ella lo besaba olvidando su vergüenza.

Ver que, desinhibida, se acoplaba contra su cuerpo, le estaba llevando a la locura. Quitándose la capa y echándola sobre el mullido manto verde, la tumbó en el suelo para ponerse sobre ella sin dañarla.

—Eres preciosa.

—Y tú, Halcón, un adulador —sonrió al escucharle moviéndose inquieta.

Nunca había sentido el calor de un hombre sobre ella. Sin darle tiempo a pensar, él le quitó las botas y los pantalones de cuero marrones, dejándola desnuda de cintura para abajo. Avergonzada, trató de estirarse la camisa de lino blanca, pero Duncan la cogió de las manos, excitado y, tras sujetárselas encima de su cabeza, la inmovilizó con una mano mientras con la otra acariciaba aquel cuerpo seductor.

—Creo… creo que no deberías seguir tocándome así.

—¿Estás segura? —preguntó mirándola con sus ardientes ojos verdes mientras sus caricias eran cada vez más posesivas.

—Sí y no —suspiró haciéndole sonreír—. Sí, porque creo que es indecente que tú y yo estemos aquí, en el bosque, medio desnudos. Y no, porque me estás haciendo sentir cosas que nunca había sentido. —En ese momento notó cómo uno de los dedos de él le abría los pliegues de su sexo y con delicadeza lo introducía en su interior, lo que le hizo susurrar con dificultad—: ¡¿Duncan?!

—Esto no es nada para lo que te haré disfrutar, cariño —indicó al notar cómo ella se estremecía y aquella parte íntima se humedecía y contraía.

—¡Dios mío, no pares! —susurró abriendo los ojos mientras le cogía del pelo y acercaba su boca a la de él, haciéndole soltar un gruñido de satisfacción.

—¡Psss…! Tenemos todo el tiempo del mundo. No seas impaciente. Todo llegará —le susurró al oído con una sonrisa lobuna al sentir cómo ella respiraba agitada.

Comenzó de nuevo a besarla con pasión, esta vez en el cuello, mientras ella se estiraba y estremecía con cada nueva exigencia. Pero cuando su caliente boca alcanzó uno de sus rosados pezones y lo succionó con avidez, ella no pudo ahogar otro chillido de placer. Las manos de él parecían estar por todas partes, por todos lados. Abandonada a sus caricias, nada le importó. Sólo quería disfrutar de lo que él le ofrecía hasta que éste posó su boca encima de su sexo.

—¡Duncan! —gritó horrorizada y jadeante, sin fuerzas para quitarle—. ¿Qué haces ahí? ¡Maldita sea, no creo que eso esté bien! No, por favor, no sigas haciéndome eso —susurró mientras él jugaba con aquel botón que de pronto parecía florecer entre sus piernas.

Ya no pudo protestar más. Le gustaba cómo la lamía, cómo la chupaba, cómo la saboreaba. Y disfrutando aun sintiéndose como un animal, se dejó llevar por la pasión abriéndose totalmente para él.

Tan abstraída estaba con aquellas caricias, que se sobresaltó al escuchar un chillido. ¡Su chillido! Y, llevándose las manos a la boca, se la tapó avergonzada mientras sus caderas se movían.

—Cariño —susurró Duncan, enloquecido de deseo—. Esto no acaba aquí. ¿Quieres que continúe o prefieres que subamos a la intimidad de nuestra habitación?

—Sigue…, sigue —imploró haciendo que Duncan comenzara a perder la cordura—. No pares.

—De acuerdo, pequeña fiera —sonrió al ver el deseo que ella demostraba. Quitándose el cinturón que sujetaba su kilt, dejó al descubierto aquello tan masculino, oscuro y sedoso—. ¡Ven, quiero que me toques y no tengas miedo! —Con sumo cuidado llevó la mano de Megan hasta él. Ella lo tocó con suavidad, intuyendo que aquello le daría muchísimo placer—. Cariño, escúchame —dijo atrayendo su mirada—. Te haré un poco de daño al principio, pero es inevitable. Si ves que te daño en exceso, dímelo y pararé. ¿De acuerdo?

Con ojos asustados, Megan asintió. Él se colocó entre sus temblorosas piernas, y tras humedecerla con su saliva y separarle de nuevo las piernas, se acomodó entre sus agitados muslos. Megan sintió que algo suave y caliente entraba dentro de ella poco a poco haciéndola vibrar.

Duncan, controlando sus movimientos, comenzó a penetrarla con cuidado hasta que llegó a un punto en el que el cuerpo de ella parecía no ceder. Enloquecido de deseo, comenzó a besarla y a acariciarla, mientras notaba cómo la humedad volvía nuevamente a ella. Y cuando estuvo preparada y él no pudo más, un empujón profundo y seco hizo que la mujer chillara. Chillido que quedó sofocado contra la boca carnosa y sensual de él. Poco después, al notar cómo Megan jadeaba de dolor, con sumo cuidado separó su boca de la de ella. Al ver unas lágrimas rodar por su mejilla, murmuró con dulzura y sin moverse:

—Lo siento, cariño. Intenté hacerlo con cuidado, pero era inevitable.

El cuerpo de Megan se acoplaba a la anchura de aquel poderoso y endurecido músculo, mientras el fuego de la pasión ardía en el interior de él.

—Lo sé. Lo sé —asintió entre lágrimas, notando que el dolor iba remitiendo y su cuerpo le pedía movimiento.

—Psss…, Impaciente —sonrió jadeante al sentir cómo ella comenzaba a mover las caderas—. Tranquila, da tiempo, tranquila.

—No puedo —suspiró enloqueciéndolo—. Muévete, por favor, Duncan.

—Intentaré hacerlo con cuidado.

Apretando los dientes, comenzó a bombear su cuerpo contra el de ella. Al principio, despacio. Pero, según el placer les llegaba, sus embestidas se hicieron más fuertes, más enloquecedoras, hasta que un calor intenso explotó entre ellos y Duncan se derrumbó sobre ella soltando un gruñido.

Acabada aquella nueva experiencia, se quedó tumbada aguantando el peso del cuerpo medio inerte de aquel gran guerrero encima. Instantes después, éste rodó hacia un lado con la intención de no aplastarla y pasó una mano bajo el cuerpo de su mujer. Era la primera vez que un hombre le había hecho el amor y la acunaba de aquella manera entre sus brazos. Le gustó la experiencia de poder cerrar los ojos y relajarse, una experiencia que llevaba sin ejercer muchos años.

—Sabía que serías deliciosa —susurró Duncan cogiéndole el rostro con languidez para besarla, mientras ella le miraba con una extraña sonrisa.

—Me gusta tu sonrisa —señaló mirándole—. ¿Por qué siempre estás serio?

—Porque soy el temible Halcón —respondió haciéndola sonreír—. Pero tú me haces sonreír.

Con más pereza que otra cosa, se levantaron de aquel improvisado lecho. Megan, al incorporarse, se asustó un poco al ver sus muslos manchados de sangre, pero luego recordó que Felda dijo que la primera vez las mujeres sangran. Duncan se acercó con caballerosidad hasta un riachuelo, mojó parte de un pañuelo y con delicadeza le limpió los muslos excitándola, aunque ella no lo manifestó.

Tras vestirse, la cogió con posesión entre sus brazos y, arropándola con su propia capa, entraron por la arcada trasera que antes Megan había utilizado para salir. Con sigilo, llegaron hasta su habitación, donde Duncan la depositó con delicadeza encima del cobertor. Abrazados y agotados por todo lo ocurrido en los últimos días, durmieron.

Capítulo 10

A la mañana siguiente, cuando Megan despertó y miró a su alrededor, se incorporó de la cama como un rayo. ¿Había soñado o era verdad? Confundida por lo ocurrido, apartó el cobertor y las finas sábanas de hilo, y casi chilló al ver su cuerpo desnudo. Incluso dio un salto al ver las blancas sábanas manchadas de sangre. Entonces, era cierto. Se había desposado con Duncan y lo ocurrido no era un sueño.

Al borde de la desesperación y arrepentida por lo ocurrido la noche anterior, pensó cómo podía haberse comportado como una ramera. Pero una sonrisa lasciva se le escapó al recordar a Duncan lamerle su cuerpo, aunque se horrorizó al acordarse de cómo él había metido la cabeza entre sus piernas y ella encima le había animado.

¿Se notaría a ojos de los demás lo ocurrido la noche anterior?

En ese momento, se abrió la puerta y Megan se arropó con el cobertor hasta las orejas. Era Hilda, que, tras mirarla con una picara sonrisa, ordenó a dos jóvenes dejar una preciosa bañera de cobre y llenarla con cubos de agua caliente. Hilda puso encima de un baúl una bandeja de madera con cerveza, finas lonchas de ciervo y pan crujiente. En cuanto cerró la puerta, Megan se dispuso a coger un trozo de carne cuando nuevamente la arcada se abrió y entró Duncan, que al ver un rápido movimiento en la cama se acercó presuroso a ella.

—Buenos días, Impaciente. Ordené subir la bañera y algo de comida. Pensé que te apetecería un baño —bromeó sentándose junto a ella, mientras la observaba tapada. Aquella mujercita nada tenía que ver con Marian.

—Quizá más tarde —respondió, avergonzada y desnuda bajo las sábanas.

Divertido y sin apartarse de su lado, miró el bulto tapado bajo el cobertor y preguntó:

—¿Qué tal tu cabeza? ¿Te duele?

—No.

—Si sigues así de tapada, te vas a asfixiar —murmuró Duncan intentando no sonreír por lo cómico de la situación.

—Estoy un poco confundida —dijo al fin bajando el cobertor hasta el cuello—. Me he despertado y al pensar en lo que ocurrió ayer en el bosque, y ver la sangre…

Al escucharla, Duncan sonrió. La inocencia de su mujer era algo a lo que se tenía que acostumbrar, junto a otras cosas.

—Cogí unas hojas del bosque manchadas con tu sangre y esta mañana, cuando me levanté, las restregué en la sábana. No quería que nadie pudiera dudar de tu virginidad cuando los criados retirasen las sábanas —respondió sorprendiéndola—. Sobre lo que ocurrió ayer en el bosque, debió ocurrir aquí, en la intimidad de nuestra habitación —afirmó tocándole la cara—, pero estabas tan preciosa que me fue imposible parar. Por eso quiero pedirte disculpas.

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