Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Adelante —dije ya totalmente presa del pánico.
—Inspectora, esta noche, cuando me llamaron desde comisaría, acababa de pedirle a Valentina que se case conmigo.
Mordí de nuevo el croissant a toda prisa para contar con un mínimo tiempo de reacción. Él me miraba expectante mientras yo rumiaba como una vaca insensible.
—¿No me dice nada?
Pasé la servilleta de papel por mi boca al menos diez veces.
—¡Hombre, Fermín!, ¿qué le voy a decir?
—¡Felicidades, por ejemplo!
—¡Naturalmente que sí, felicidades, pues no faltaría más!
—¡Diría que no le parece una buena idea!
—No es eso. Sólo que verá, Fermín, me preguntaba si Valentina y usted se han tratado lo suficiente. En realidad no hace mucho que la conoce.
—¡No me joda, Petra! ¿Qué quiere, relaciones de diez años? ¡Nunca pensé que fuera tan antigua!
—Pensaba únicamente en la dificultad de adaptarse cuando se es algo mayor.
—Sí, puede que sea más difícil, pero justamente por ser algo mayores no tenemos tiempo que perder.
—Lleva usted razón, no sé qué hago aquí sermoneándole. Le deseo toda la felicidad del mundo, usted se la merece.
—Gracias, pero primero hay que ver si Valentina acepta.
—¿Cómo, no ha aceptado aún?
—Creo que la cogí por sorpresa, me ha pedido un par de días para pensarlo.
—Estaba convencida de que esos plazos eran cosa de película.
—Bueno, lo cierto es que existe una pequeña complicación.
—¿Cuál?
Buscó al camarero con la mirada. Carraspeó.
—¿Quiere otro café, Petra?
—Estoy bien así.
—¿Otro croissant?
—No, gracias.
—Estoy seguro de que otro café le sentará bien, hemos madrugado mucho.
—De acuerdo.
Dio la orden al camarero. Permaneció callado hasta que las tazas estuvieron sobre la mesa. Entonces me miró fijamente.
—Verá, Petra, lo cierto es que cuando yo conocí a Valentina, ella estaba liada con un hombre casado.
Agradecí infinitamente tener un café delante tras el que poder ocultar los síntomas de mi sorpresa. Eché azúcar abundante, removí con una dedicación propia de experimento científico.
—Vaya —comenté al fin.
—Como entre nosotros no había proyectos de nada serio... pero ha ido viéndolo cada vez menos y, sin yo haberle dicho nada, en más de una ocasión ha asegurado que quería acabar con esa relación tan poco satisfactoria.
—¿Cuándo se enteró de eso?
—Me lo contó ella misma en cuanto nos dimos cuenta de que nos gustábamos. Todo ha sido transparente y sincero.
—¿Sabe usted quién es?
—Ni ella me lo dijo ni yo se lo he preguntado. Sólo sé que no es nadie a quien yo pudiera haber conocido anteriormente.
—¿No le ha comentado Valentina qué piensa hacer ahora?
—No, pero la conozco. Estoy seguro de que necesita estos dos días para despedirse del tipo. Tenga en cuenta que ha sido una relación larga. Pero mire si estoy convencido de que Valentina va a casarse conmigo, que ya he avisado a mi hijo para que venga de Estados Unidos.
—¿Cree que es prudente hacer eso?
—¡Desde luego, tengo que presentarlos!
Temí que Garzón estuviera metiéndose en un buen lío, pero no podía hacer nada para evitarlo. ¡Quién sabía qué era lo indicado!, quizás el subinspector estuviera encaminándose hacia su meta vital, hacia su felicidad definitiva. No sería yo la que aguara la fiesta en nombre de una abstracta prudencia.
—Bueno, Fermín, espero que me mantendrá informada de cualquier novedad.
—Descuide. Y ahora, inspectora Delicado, en otro orden de cosas y volviendo al trabajo, quisiera pedirle un favor.
—Está usted muy misterioso esta mañana.
—No, sólo se trata de rogarle que no deje de lado a la secretaria de Puig. Le pido permiso para seguir buscándola y averiguar qué sabe de todo esto. Ya se imagina que no puedo quitarme de la cabeza que Puig y Pavía siguen relacionados con nuestro caso. También me gustaría poner a un hombre tras los pasos de la esposa de Pavía.
—¿Confía en que una de ellas fuera la mujer del teléfono?
—Son dos posibles implicadas que han quedado sin investigar y no creo que podamos permitírnoslo.
—Adelante, Garzón, yo me haré cargo de las pesquisas del almacén. Supongo que esta misma tarde tendremos resultados del análisis de huellas.
—¿La veo mañana?
—Me verá.
Puede que me hubiera obcecado pensando que el tándem Puig-Pavía no daba más de sí. Era posible incluso que tuviéramos a los culpables ya en chirona. Ese tipo de cosas pasa a veces, los delitos son plantas con zarcillos que suelen engancharse a cualquier lugar. La secretaria de Puig quizás seguía estando relacionada con otros cómplices de su jefe, podía hallarse haciendo intentos por salirse de aquel tema sin ser detectada. Era una buena razón para dar un chivatazo. Pero no conseguía convencerme de esa posibilidad. ¿Por qué dos pájaros como Puig y Pavía iban a estar encubriendo a cómplices en libertad? A no ser que éstos mantuvieran aún en activo la sociedad para que cuando los inculpados salieran del apuro todo continuara como de costumbre. ¿Y qué decir de la francesa? ¿No podía estar actuando de alguna manera por su cuenta? Nada era descartable, nada, ahí radicaba nuestro principal problema. Había que dejar a Garzón
chercher la femme,
ya que tan bien se le daban las mujeres en general. Aunque, pobre Garzón, quizás con el matrimonio su carrera como casanova ya hubiera acabado. Había sido corta, pero intensa; al menos no moriría con la sensación de haber desaprovechado sus condiciones de conquistador.
Me dirigí de nuevo al almacén. La Zona Franca se había animado mucho en aquel corto espacio de tiempo. Se advertía movimiento de camiones y trabajadores con traje de faena. Obviamente había corrido la voz de que estábamos allí, porque varios curiosos inspeccionaban la entrada, el coche celular. El cabo al frente de la inspección ocular me informó de que no existían hallazgos significativos. Lo único destacable era que se notaban en el suelo marcas de cigarrillos apagados; por lo cual era deducible que habían tenido tiempo de recoger las colillas y dejar limpio el lugar. Hilaban fino. Me quedé mirando el pequeño recinto de madera que no habían alcanzado a desmontar. Era como una pequeña cuadra. Guardar perros robados para realizar las ventas a los clientes seleccionados. Una operación realmente aparatosa. ¿No había otro modo de hacerlo? Era difícil conjeturar sin tener conocimientos específicos. Ordené al cabo que tomara muestras de la paja y las enviara al laboratorio de análisis. Me fui, el almacén permanecería acordonado hasta que yo volviera.
Quizás debiera haber hecho antes la visita que me disponía a hacer entonces, pero así es la vida, precipitada e injusta. Me sentí violenta al traspasar el umbral de la librería y a la violencia siguieron nervios cuando Ángela se acercó a mí con los brazos abiertos.
—¡Petra, qué alegría verte!
Lo más torturante era que su recibimiento parecía sincero.
—¿Cómo estás, Ángela?
Bajó los ojos un instante, los alzó de nuevo sin conseguir borrar de ellos un velo de tristeza.
—Ya ves, como siempre, al pie del cañón.
Intenté decir algo, encontrar una fórmula nunca escrita que expresara simpatía, disculpa, comprensión.
—Ángela... yo...
Me cogió del brazo aparentando normalidad.
—Vamos dentro, voy a ofrecerte un café.
Permanecí callada mientras ella hacía los preparativos. Luego, comprendí enseguida que debía contarle el motivo de mi presencia antes de que hiciera falsas hipótesis. Le expliqué el hallazgo del extraño cercado en el almacén, le pedí que me acompañara y le echara un vistazo. Aceptó inmediatamente pero, un instante más tarde, titubeó. Pensé que quizás no era un buen momento.
—Podemos dejarlo para la tarde si lo prefieres.
—No, no es eso, es sólo que... en fin, no me gustaría encontrarme con nadie, es pronto aún.
—Descuida, él no estará allí.
Se puso una americana que, como siempre, combinaba perfectamente con su bonito vestido. Observé que aún lucía el camafeo de Garzón prendido al cuello. Ella se dio cuenta de que lo miraba.
—Nunca me ha gustado negar el pasado; seguiré llevándolo —dijo, y sonrió con falsa bravura. Correspondí con una mueca desmayada. Maldito, maldito Garzón, casanova de pacotilla, gilipollas endémico, alguna vez me decidiría a matarlo por la espalda.
La reacción de Ángela cuando la puse frente al cercado del almacén fue por completo desconcertante. No se movía, no hablaba, no variaba de posición buscando otras perspectivas. Estaba hipnotizada, abstraída, lela. Yo la dejé hacer, sin preguntarle nada, sin intentar sacarla de su embeleso hasta que, de repente, se volvió hacia mí y dijo con inusitada firmeza:
—Ya sé lo que andáis buscando, Petra, ya lo sé.
Quedó callada, miró de nuevo; pero entonces yo ya no estaba dispuesta a esperar ni un segundo más. La cogí por ambos antebrazos y la puse frente a mi cara:
—¿Qué andamos buscando? Dime, ¿qué?
Ella dio un suspiro resignado y dijo:
—Lucha de perros.
—¿Qué?
—Lo que has oído. Peleas clandestinas, lucha de perros. Como en la época de los romanos, como en la Edad Media.
Intenté ordenar de alguna manera lo que estaba diciéndome pero era inútil.
—¿Lucha de perros como espectáculo?
—Lucha de perros como fuente de apuestas, Petra, con mucho dinero en juego.
—¿Cómo es eso, cómo funciona?
—No lo sé con detalle, pero he oído comentarios y he leído hace poco un estremecedor reportaje en una revista. Creo que aún la tengo por casa.
—¡Por todos los demonios!, ¿lucha de perros?
—Debes ir ahora mismo a la policía autonómica, Petra; ellos tendrán algún dato que darte. Yo buscaré esa revista.
—Supongo que estás segura de lo que dices.
—¡Completamente! Lo que me repatea es no haberlo pensado antes de ver este cuadrilátero.
—¡Cuadrilátero! Naturalmente, ¡eso es este artefacto! ¡Cómo no me di cuenta! Está bien, vamos allá. Localízame esa revista.
El policía autonómico me recordaba perfectamente.
—¡Vaya, inspectora!, ¿aún liada con los perros?
Asentí no muy contenta de su comentario.
—Oiga, Mateu, necesito datos sobre la lucha clandestina de perros.
Me miró con sorpresa.
—¡Ahora sí vamos entrando en materia, ése es un tinglado importante!
—Pero usted no me lo mencionó en su día.
—¡Usted tampoco me lo preguntó!
Me llevó hasta su ordenador y se puso a operarlo calándose unas gafas gruesas que disimulaban su juventud.
—Vamos a ver... Más o menos en el noventa y cuatro tuvimos un caso en Deltebre, provincia de Tarragona. No se halló a los culpables. Alguien denunció ruidos raros en una masía abandonada, pero cuando llegamos allí, los tíos ya se habían largado. Pudimos recomponer más o menos la historia gracias a testimonios, pero no se confirmó. El presunto responsable era un tipo que se había instalado en el pueblo diciendo ser entrenador de perros. Luego dedujimos que los robos de perros de defensa que se detectaron en la zona podían achacársele a este individuo. De vez en cuando enfrentaba perros en peleas, con asistentes y cruce de apuestas. Llegaron a encontrarse perros medio muertos vagando por el campo. Supongo que era un tipo bastante chapucero. Sospechamos que ahora existen redes de más categoría operando en Barcelona, pero no hay evidencias fiables, de modo que no podemos echarles el guante.
—¿Qué les ocurriría si se lo echaran?
—Les caerían multas, de doscientas cincuenta mil hasta dos millones de pesetas.
—Yo los mandaría a presidio de por vida.
Sonrió con sorna.
—Las mujeres sois radicales —dijo.
Informé a Garzón por teléfono. No podía salir de su sorpresa. A la tercera vez que preguntó «¿Lucha canina?», decidí no volver a dar datos a nadie más, era demasiado inverosímil.
—Entonces, ¿dejo lo que estoy haciendo, inspectora?
—Siga intentando dar con esa chica, pero si no lo consigue pronto, déjelo.
—Inspectora, ¿cómo se le ocurrió lo de la lucha canina?
—Alguien me puso en la pista.
—¿Ángela?
—Sí.
—¡Estaba seguro!
—¿Por qué?
—No sé, cosas mías.
—Pues bien, Garzón, deje sus cosas para mejor momento y dedíquese por completo a la investigación.
—A sus órdenes.
¡Tenorio aficionado! Acuchillado por la espalda, linchado, aguijoneado con magia negra, no importaba, cualquier cosa que lo hiciera perecer.
Ángela me localizó por teléfono poco después. Había encontrado la revista. Se trataba de
Reportaje,
un semanario de información general bastante tremendista. Volví a pedirle que me acompañara, esta vez hasta la redacción; quizás sus precisiones profesionales fueran de nuevo necesarias. Desgraciadamente no podía ponerme a considerar si para ella era doloroso seguir en el medio habitual de Garzón.
Nos encontramos en el vestíbulo de
Reportaje.
La librera seguía exhibiendo un leve aire afligido. El tipo que había realizado el reportaje era un tal Gonzalo Casasús. Pedimos verle y, mientras llegaba, estuve ojeando su trabajo. Las fotografías me estremecieron. Primeros planos de dos cabezas de perro trabadas por las mandíbulas, los ojos abiertos de par en par, sin mirar a ningún sitio. Perros saltando sobre otros perros, la ferocidad marcada en la cara, sangre goteando desde sus fauces.
—¿Quién es capaz de hacer una cosa así? —pregunté al aire con horror.
—Gente como tú y como yo —respondió Casasús apareciendo sonriente.
—Espero que no —repuse.
—El dinero remueve lo peor que hay en nosotros. Así que sois policías. ¿Qué queréis saber?
Tenía unos treinta años, el pelo casi al cero, un pendiente plateado horadaba el pabellón de su oreja derecha.
—Todo.
—Peleas de perros.
—Sí. ¿De dónde has sacado las fotos, has estado en alguna de esas sesiones?
—Supongo que habéis oído hablar del secreto de información.
—Tú debes de haber oído también sobre las acusaciones de complicidad por ocultación de datos.
—Sí, algo he oído. Oye, creo que nos lo estamos montando muy mal. ¿Por qué no empezamos de nuevo?
—De acuerdo, empieza tú.