Authors: Alicia Giménez Bartlett
No se presentó en pijama como lo requería el guión de película americana, pero al menos iba sin peinar. Enseguida se hizo cargo cabal de cuál era la situación y con aquellos brazos suyos poderosísimos aupó a Garzón y se lo echó al hombro. Yo le sujetaba el flanco izquierdo como buenamente podía, farfullando disculpas intercaladas a imprecaciones generales. Lo subimos al coche de Juan, que sudaba, atractivo y varonil, ataviado con una simple camisa blanca.
—¿Qué le ha puesto en este estado? —preguntó.
—Los sufrimientos del amor.
—En ese caso podría haber sido aún más grave.
Lo llevamos a su casa; subirlo hasta el apartamento fue otra pequeña hazaña de Juan. Me hice con la llave hurgando en su americana y por fin pudimos depositarlo sobre la cama y dejarlo dormir.
—Es todo cuanto podemos hacer por él —dijo Monturiol.
—Ya has hecho demasiado. Siento haberte hecho venir, de verdad.
—Ha sido agradable volver a verte.
—Eso mismo pienso yo, aunque me hubiera gustado tener una pinta más presentable.
Abrí mi gabardina al modo «exhibicionista clásico» y le mostré el horrendo camisón. Se echó a reír. ¿Fue aquélla una acción inocente por mi parte? Ni siquiera ahora lo sé, el caso es que el resultado de la misma resultó fulminante. Juan se acercó a mí y, tomándome por la cintura, me besó, nos besamos en plan desesperado durante un buen rato. Luego buscamos acomodo en el suelo e hicimos el amor. Todo era extraño: la ocasión, el lugar y Garzón roncando como un sapo en la puerta de al lado, y sin embargo no dudaría en calificar aquel acto como algo maravilloso, especial. Tuvo el encanto de lo urgente y salvaje, una mezcla de la dulzura de los reencuentros y el desgarro de las despedidas. Al acabar, apoyé la cabeza sobre el pecho de Juan y descansé.
—De modo que tu compañero tiene penas de amor.
—Ha descartado a Ángela de su triángulo.
—Entiendo.
—Es un indefenso sentimental; por eso puede hacer tanto daño sin proponérselo.
—También pueden hacérselo a él.
—También. El amor todo lo mancha.
Se incorporó, haciendo que me apartara. Encendió un cigarrillo, se quedó mirándome.
—Eres una radical antiamorosa, ¿verdad?
—No se trata de una postura teórica.
—¿Cómo explicas la fogosidad de nuestro encuentro?
—Supongo que el apartamento de Garzón incita a follar.
Sonrió tristemente, se rió tristemente después.
—¡Ah, la terrible Petra, follar o no follar, ésa es la cuestión!
Ni se me pasaba por las mientes iniciar una discusión en aquel momento. Me levanté, me puse la gabardina sobre el cuerpo desnudo y, arrebujando el camisón, me lo metí en el bolsillo.
—Vámonos, Juan; sería un número que se despertara el subinspector y nos encontrara en su casa. Se sentiría muy humillado al tener que dar explicaciones.
—Es un detalle muy sensible por tu parte.
Encajé la ironía sin comentarla. No hablamos en el trayecto hasta mi casa. Nos despedimos con falsa cordialidad. «Adiós», dijo él con imperceptible sonoridad de despedida definitiva. «Adiós», respondí de modo casual. Entré en mi casa con sueño y mal humor. «¡Basta!», pensé, basta de mixtificaciones y de mentiras y basta de adaptaciones de lo sublime a la vida cotidiana. Lo que siente Monturiol no es más que el típico narcisismo masculino herido. ¿Adiós?, pues ¡adiós! muchacho, yo también soy dura, olvida que nos encontramos por azar en una trinchera mientras fuera caían las bombas. Me niego a protagonizar novelas románticas, confórmate con lo que hay o desaparece.
Espanto
me miraba con cara afectuosa. Creo que, aparte de Mozart, también le gustaban las películas de Bogart.
Al día siguiente Garzón llegó a comisaría puntual, pero con los ojos enlutados por dos aureolas oscuras. Sacó un café de la máquina y se tomó un par de aspirinas. Yo seguí trabajando en mis papeles sin levantar la vista.
—Inspectora —dijo por fin—. ¿Cómo consiguió llevarme anoche a casa?
—Llamé a Juan Monturiol, él le llevó.
—Siento que tuvieran que hacer eso por mí.
—Olvídese, lo hubiéramos hecho por cualquier gilipollas.
Sonrió.
—Bueno, saberlo me consuela, pero de todas maneras, lo siento, estuve imperdonable.
—Voy a desquitarme mandándolo solo a un criadero. Está cerca de Badalona, éstas son las señas. Yo me quedaré aquí poniendo orden en todos estos testimonios.
Lo vi largarse, cariacontecido y manso. Admiré la habilidad masculina para convertirse de verdugos en víctimas sólo con autoprodigarse un poco de compasión. Para él la tragedia había acabado, para Ángela justo debía de empezar entonces, en la fatídica mañana siguiente. Me forcé para volver a las declaraciones de criadores. Por alguna maldita razón la historia no cuadraba. Ladrones de perros que arriesgan la vida por uno o dos ejemplares y los malvenden después. ¿Había mentido alguno de los propietarios? Y si lo había hecho, ¿sobre qué, qué sentido tenía mentir acerca de los robos de sus propios animales? Aquello era un lío, un jodido lío concatenado que había comenzado muchos meses atrás. Estábamos parados en un punto, y el tiempo pasaba. ¿Clamaba venganza el cadáver de Lucena? Ni pizca, era el cadáver más silencioso que había encontrado jamás. Si no conseguíamos desenmascarar a su asesino, sería una de tantas injusticias que ocurren en el mundo, tan agraviante como las penas de amor. ¡Vaya usted a reclamar!
Último criador de nuestra lista visitado, interrogado, censado, investigado. Última versión contrastada con el resto de versiones. Todas obsesivamente parecidas, dramáticamente iguales. ¿Lucena?, un desconocido en los criaderos catalanes. Se notaba la acción del sol en mi cara después de tantos viajes al «medio natural», como decía Garzón. En su piel se apreciaba aún más, estaba moreno y saludable. Probablemente completaría nuestras excursiones con algún fin de semana al aire libre en compañía de Valentina. Pasaban juntos todo el tiempo que podían. Garzón sólo hablaba de ella. Yo tenía la sensación de que el caso le importaba tres pitos. A aquellas alturas lo daba por perdido. Y seguramente llevaba razón, pronto nos llegarían indicaciones superiores de que lo pasáramos al archivo. Nuestro tiempo lo pagaba el erario público y ya habíamos tenido un margen más que suficiente para resolver aquella muerte. Pero Garzón esperaba ese dictamen final con paciencia, seguía la investigación cumpliendo mis órdenes de manera rutinaria, sin sentir grandes frustraciones gracias al amparo de su vida amorosa. Visitaba e interrogaba a criadores como hubiera podido ir a buscar setas. Ignacio Lucena Pastor ya no era para él más que un punto lejano en el pasado, un pequeño garbanzo negro en su historial de policía, algo de lo que se acordaría sólo cuando una melopea le diera melancólica.
—Mañana pasaré a limpio el informe de este último interrogatorio —me dijo aquella tarde—. Y si no necesita nada más voy a marcharme, inspectora. Valentina cena conmigo y tengo que prepararlo todo.
—¿Ya se atreve usted solo con una cena?
—Ensalada y libritos de lomo.
—Ha hecho muchos progresos.
—Los libritos son congelados.
—Aun así.
Sonrió con orgullo un poco infantil y se fue. Me quedé sola, sola en el despacho, en la investigación, sola con el fantasma de Lucena, si es que Lucena había existido alguna vez. Siquiera quedaba
Espanto,
único testigo de la realidad de su amo. Al llegar a casa lo observé de nuevo. En su cerebro de perro se almacenaba la imagen del asesino, pero no podía transmitírmela. Curiosa relación, podía hacerme llegar su cariño pero no toda la verdad. Debe de ser por eso por lo que el perro es el mejor amigo del hombre. Salí al patio. El aire era templado y vivificante. Lo mejor sería irse a la cama, no sin antes haberme bebido un par de whiskys que atemperaran la tristeza absurda que empezaba a invadirme. Me serví un buen vaso y, segundos después, estaba dormida.
En sueños, en sueños profundos y pegajosos, oí el insistente timbrazo del teléfono. No contesté. Después de un tiempo indefinido, me parecieron minutos pero fueron más que minutos, el aparato volvió a sonar. Esta vez hice un esfuerzo enorme por salir de mi estado catatónico y descolgué. Me llegó la voz de Garzón desde otra galaxia.
—¿Inspectora, inspectora Delicado?
—Sí, soy yo.
—¡Vaya, inspectora, menos mal que contesta! Han estado mucho rato llamándola desde comisaría. Como si no está en casa tiene puesto el contestador, pensábamos que le había pasado algo. Al final me han localizado a mí.
—Pero, ¿dónde está usted?
—¡En mi casa, con Valentina, ya se lo dije!
—¡Oh, bueno, Garzón, estoy dormida! Dígame de qué se trata.
—Inspectora, se ha producido un chivatazo. Ha llamado una mujer diciendo que si queremos saber algo del asunto de los perros, vayamos inmediatamente al sector A calle F de la Zona Franca. ¿Qué le parece si nos encontramos allí?
—He dejado el coche en la oficina. Llamaré un taxi.
—No, ahora mismo paso a recogerla, iremos más rápidos. Pero no me haga esperar, por favor.
Tardé aún cinco minutos en reconstruir la realidad. Un chivatazo. Una mujer. La Zona Franca, la Zona Franca; es un polígono industrial lleno de almacenes. Era la una de la mañana. No entendía gran cosa.
Garzón había consultado una guía callejera antes de salir, por lo que condujo sin dudas ni vacilaciones.
—Cuénteme más —le apremié en el coche.
—No hay más que contar. Llamó una mujer a comisaría preguntando por usted.
—¿Sabía mi nombre?
—Sí. Cuando le dijeron que, naturalmente, usted no estaba allí a esas horas, dejó el recado que le he dicho y colgó sin identificarse.
—¿Localizaron la llamada?
—No, ni se intentó. Luego, como usted no contestaba, me han llamado a mí. Le aseguro que, después de un rato de insistir en su teléfono, Valentina y yo llegamos a estar alarmados.
—Hemos perdido mucho tiempo. ¿Ha avisado a una patrulla?
—Sí, no se preocupe, hace rato que deben de estar allí.
La patrulla había llegado diez minutos antes que nosotros, pero, al parecer, incluso para ellos había sido demasiado tarde. El lugar indicado por la mujer anónima era un gran almacén que albergaba maquinaria pesada. La puerta había sido forzada. No encontraron a nadie dentro, pero algo había llamado enseguida la atención de los guardias. En un rincón de la enorme nave había un espacio acotado con vallas transportables de madera. Tenía unos cinco por cinco metros de lado, y en su interior podía verse paja diseminada por el suelo.
—¿Qué demonios es esto?
—No lo sabemos, inspectora, pero han ido a localizar al dueño del almacén para que nos lo explique.
—Está bien.
El guardia se alejó en busca de más evidencias. Nos quedamos Garzón y yo solos frente a aquel extraño cuadrado.
—¿Cree que esto pertenece al almacén? —pregunté.
—No tengo ni idea —dijo sacando un cigarrillo.
Le inmovilicé la mano.
—Espere, Garzón, no encienda, el humo a lo mejor enmascara el olor.
—¿Qué olor?
—Aquí huele a perro, ¿no lo nota?, a sudor, a tabaco, pero sobre todo a perro.
Olfateó el aire como si él mismo fuera un sabueso.
—Puede que tenga razón.
Penetré en el pequeño recinto vallado y tomé un poco de paja para acercármela a la nariz.
—Sí, estoy segura, aquí ha habido perros, y no hace mucho.
—¿Y qué podían estar haciendo?
—Despacio, subinspector, déjeme pensar. Quizás tenían algunos perros robados, quizás estaban mostrándoselos a los clientes que se disponían a comprar...
—Tiene sentido. Estaban en plena faena pero llegamos nosotros y les desbaratamos el plan.
—Alguien debió de avisarles de que llegábamos. Los olores son muy recientes.
—¿La misma mujer que nos dio el chivatazo?
—¿La misma mujer?, es absurdo, ¿por qué hubiera hecho una cosa así?
—En el último momento se arrepintió.
Cabeceé sin convicción.
El dueño del almacén había sido por fin localizado durmiendo tranquilamente en su casa. Se acercó hasta donde estábamos, sorprendido y cabreado. No había visto antes aquel cercado en su propiedad. Le pedimos que realizara una inspección general y nos dijera si faltaba algo o había cosas cambiadas. Su dictamen fue tajante: todo estaba tal como lo dejó, excepción hecha de aquel armatoste. No hubo pues robo ni destrozo. Sería necesario interrogarlo con más detenimiento aunque no me pareció que pudiera recaer sobre él ninguna sospecha. Los guardias peinarían el almacén en busca de pruebas.
Garzón repetía:
—¿Perros en un almacén? ¿Por qué forzar un almacén para guardar perros?
—Cuestión de seguridad. No tienen un lugar propio o, si lo tienen, no quieren levantar sospechas. Realizan las transacciones en sitios ajenos. Cuando se van, desaparece con ellos toda evidencia.
—Eso también entraña un riesgo.
—De no haber mediado un chivatazo, dudo mucho que los hubiéramos cazado de madrugada en la Zona Franca.
Se sentó bruscamente.
—El chivatazo. Una mujer que se chiva. ¿Quién? Quizás la secretaria de Puig. Nada hemos sabido de ella y no tenemos a ninguna otra mujer en todo el caso.
—No piense más en Puig, creo que la cosa va por otros derroteros.
—¿Y el contrachivatazo? ¿Quién dio el contrachivatazo? También es la hostia que tengamos por fin un chivatazo y no nos sirva para nada.
—Ni siquiera fue oportuno.
—¡No lo sabe usted bien!
—¿Qué quiere decir?
Miró en todas direcciones.
—Inspectora, creo que el bar del mercado de abastos estará a punto de abrir. Vamos a tomar un café, tengo algo que decirle.
El bar estaba, efectivamente, abierto. En sus mesas empezaba a reinar una cierta animación de camioneros tomando café. Pedimos nosotros también. Me encontraba alarmada, Garzón me sobresaltaba siempre cuando se ponía en plan confidencial. ¡Y encima en aquel momento! El camarero trajo enseguida los desayunos. Mordí el croissant aún caliente y carraspeé presa de un nerviosismo intuitivo.
—Usted dirá... —me atreví a empezar.
Él sonrió vagamente, partió su pasta haciéndose el interesante y dijo al fin:
—Inspectora, sé que estamos en medio de un fregado profesional y que hay trabajo. Pero sólo emplearé cinco minutos contándole esto porque creo que se lo debo.