La organización criminal Spangled Mob contrata a James Bond para que introduzca diamantes de contrabando en Estados Unidos. Y el agente británico se ve a sí mismo asociado delictivamente con la mujer más seductora que jamás haya conocido: Tiffany Case, más ardiente que los diamantes robados y más sorprendente que la muerte repentina.
Ian Fleming
Diamantes para la eternidad
James Bond: 007 /4
ePUB v1.0
00001.05.12
Título original:
Diamonds are forever
Ian Fleming, 1956.
Traducción: Albert Protony
Ilustraciones: Jordi Ciuró
Diseño/retoque portada: Joan Batallé
Editor original: 000 (v1.0)
ePub base v2.0
A
J. F. C. B. y E. L. C.
y a la memoria de W. W. Jr., en Saratoga, 1954 y 1955.
El gran escorpión
pandinus
emergió, con un crujido seco, de debajo de la roca. Sus dos pinzas defensivas estaban levantadas como los brazos de un luchador.
Fuera de su agujero había un pequeño trozo de tierra dura y plana y el escorpión se detuvo en el centro del mismo apoyándose en las puntas de sus cuatro pares de patas, los músculos preparados para una rápida retirada, analizando con sus sentidos las más mínimas vibraciones que iban a decidir su próximo movimiento.
La luz de la luna, brillando a través del gran zarzal, extrajo reflejos de zafiro del pequeño cuerpo de duro esmalte negro y destelló pálidamente en el húmedo aguijón blanco que sobresalía de la cola, ahora curvada en señal de amenaza.
Con lentitud, el aguijón se deslizó de nuevo en su vaina y los músculos que controlaban el saco del veneno se relajaron. El escorpión había tomado una decisión. La avaricia había ganado al miedo.
Unos centímetros más allá, en la base de la empinada duna de arena, la pequeña cucaracha se preocupaba únicamente por caminar con dificultad hacia mejores pastos que los encontrados bajo el zarzal. La rapidez de movimientos del escorpión no le dio tiempo de abrir las alas. Las patas de la cucaracha se agitaron en actitud de protesta mientras la afilada pinza se ceñía alrededor de su cuerpo; el escorpión le clavó el aguijón y al instante la cucaracha estaba muerta.
Después de haber matado a su víctima, el escorpión permaneció inmóvil unos cinco minutos. En este breve espacio de tiempo identificó la naturaleza de su presa y de nuevo examinó el suelo y el aire en búsqueda de vibraciones hostiles. Tranquilizado, retiró el aguijón del cuerpo medio partido de la cucaracha y las dos pequeñas tenazas que utilizaba para alimentarse empezaron a cebarse en su víctima. Durante una hora y con gran parsimonia, el escorpión la devoró.
El gran zarzal bajo el cual el escorpión había matado a la cucaracha era un lugar bien conocido en la gran extensión de ondulante sabana, sesenta y cinco kilómetros al sur de Kissidougou, en la esquina sudoeste de la Guinea francesa. En todos los horizontes había colinas y jungla, pero allí, a lo largo de cincuenta y dos kilómetros cuadrados, el suelo era una llanura pedregosa, casi un desierto, y entre la maleza tropical sólo aquel zarzal, quizás porque bajo sus raíces yacía una bolsa de agua, había crecido hasta alcanzar la altura de una casa y podía ser divisado a varios kilómetros de distancia.
El zarzal crecía más o menos en el punto en que se cruzaban tres estados africanos. Situado en la Guinea Francesa, pero sólo quince kilómetros al norte del extremo más septentrional de Liberia y ocho kilómetros al este de la frontera con Sierra Leona. Al otro lado de dicha frontera se encuentran las grandes minas de diamantes que se extienden alrededor de Sefadu. Esas minas son propiedad de Sierra Internacional, que es parte del poderoso imperio minero de África Internacional, y una de las fuentes de riqueza más importantes de la Commonwealth
[1]
.
Una hora antes, en el agujero oculto entre las raíces del gran zarzal, dos tipos de vibraciones distintas habían alarmado al escorpión. Primero el suave arañar producido por los movimientos de la cucaracha; ésta pertenecía a las vibraciones que el escorpión había reconocido y diagnosticado de inmediato. Pero también hubo una serie de incomprensibles ruidos sordos alrededor del zarzal con un pesado temblor final que había destruido parte de su guarida. Estos sonidos fueron seguidos por un ligero temblor de tierra tan rítmico y regular que pronto se transformó en una vibración de fondo sin importancia. Tras una pausa, el suave arañar de la cucaracha había proseguido, y fue la gula la que finalmente ganó la batalla sobre otros ruidos en la memoria del escorpión, empujándole a abandonar su agujero y salir a la filtrante luz de la luna, después de haber permanecido escondido durante todo el día de su enemigo más letal, el sol.
Y ahora, mientras succionaba lentamente los restos de la cucaracha, la señal de su propia muerte resonaba a lo lejos, al oeste del horizonte, audible para los oídos humanos, pero compuesta por vibraciones de una gama tan alta que el sistema sensitivo del escorpión no pudo captar.
A unos pocos centímetros, una mano pesada y contundente, de uñas roídas, levantó con sigilo un pedazo de roca afilada.
No se produjo ruido alguno, pero el escorpión sintió un ligero movimiento por encima de su cabeza. En el acto, sus pinzas de ataque se levantaron amenazadoras y su aguijón se irguió en la cola rígida, mientras los ojos miopes buscaban intensamente al enemigo.
La pesada piedra se precipitó.
—¡Negro bastardo!
El hombre observó cómo el destrozado insecto se retorcía en su agonía mortal. Luego bostezó. Hincó las rodillas en la depresión de arena que se acumulaba contra el tronco del zarzal y en la cual había permanecido sentado casi dos horas y, con los brazos doblados protegiéndose la cabeza, reptó hacia la explanada.
El ruido del motor que el hombre había estado esperando, y que había firmado la sentencia de muerte del escorpión, aumentó. Mientras permanecía de pie escudriñando el rastro de la luna, el hombre empezó a divisar una pesada forma negra que se acercaba rápidamente desde el este y por un instante la luz de la luna se reflejó en las aspas en movimiento de la hélice.
El hombre se frotó las manos en los costados de sus sucios pantalones cortos y moviéndose con rapidez rodeó el zarzal hasta el lugar donde la rueda trasera de una desvencijada motocicleta sobresalía de su escondite. A los lados del asiento trasero colgaban sendas cajas de cuero para herramientas. De una de ellas extrajo un pequeño y pesado paquete que se guardó debajo de la camisa abierta, en contacto con la piel. De la otra caja sacó cuatro linternas baratas y cargado con ellas se dirigió hasta una explanada del tamaño de una cancha de tenis situada a cincuenta metros del gran zarzal. En cada una de las tres esquinas de la pista de aterrizaje clavó una linterna en la tierra y la encendió apuntando al cielo. Luego, llevando encendida en la mano la última linterna, tomó posición en la cuarta esquina y esperó.
El helicóptero se le acercaba con lentitud, las grandes hélices remoloneando a unos treinta metros del suelo. Se asemejaba a un gigantesco y mal construido insecto. Al hombre en tierra le pareció, como siempre, que era demasiado ruidoso.
El helicóptero hizo una pausa, inclinándose ligeramente por encima de su cabeza. De la cabina salió un brazo y una linterna lanzó un destello en su dirección. La linterna destelló punto-guión, la A en el código Morse.
El hombre en tierra devolvió el destello, una B y una C. Clavó la cuarta linterna en el suelo y se retiró, protegiéndose los ojos del remolino de polvo que se acercaba. El agudo sonido de la hélice disminuyó de manera imperceptible y el helicóptero se posó con suavidad en el espacio delimitado por las cuatro linternas. El estrépito del motor terminó en un carraspeo final, la hélice de cola giró unos instantes en punto muerto, y las aspas de la hélice central completaron unos pocos giros más y se detuvieron pesadamente.
En el ensordecedor silencio un grillo empezó a cantar en el zarzal, y en algún lugar muy cercano se escuchó el ansioso gorjeo de un ave nocturna.
Tras esperar a que el polvo se aposentara, el piloto abrió de golpe la puerta de la cabina, empujó hacia el exterior una escalerilla de aluminio y descendió con dificultad hasta el suelo. Permaneció de pie al lado del aparato mientras el otro hombre recorría las cuatro esquinas de la pista de aterrizaje recogiendo las linternas y apagándolas. El piloto había llegado a la cita con una hora y media de retraso y la perspectiva de escuchar las inevitables quejas del otro hombre le aburría. Despreciaba a todos los
afrikaners
. A ése en particular. A los ojos de un Reuchsdeutscher y un piloto de la Luftwaffe que había luchado bajo Galland en defensa del Reich, eran una raza bastarda, mezquina, estúpida y maleducada. De acuerdo que el trabajo de aquel bruto era complicado, pero no tenía ni punto de comparación con volar en un helicóptero quinientas millas sobre la jungla en plena noche, y luego llevarlo de regreso.
Mientras el otro hombre se acercaba el piloto inició el gesto de alzar la mano en señal de saludo.
—¿Todo va bien?
—Eso espero. Otra vez llegas tarde. Ahora sólo dispondré del tiempo justo para llegar a la frontera antes de que empiece a amanecer.
—Problemas con la brújula. Todos tenemos nuestros problemas. Menos mal que sólo hay doce lunas llenas al año. Bien, si dispones del material, dámelo; llenaremos el depósito y me largaré.
Sin hablar, el hombre de la mina de diamantes buscó debajo de su camisa y entregó al otro el pulcro y pesado paquete.
El piloto lo cogió (húmedo con el sudor del contrabandista) y lo dejó caer en el bolsillo lateral de su camisa de camuflaje. Se puso la mano a la espalda y se secó los dedos en el trasero de sus pantalones cortos.
—Bien —dijo. Y se dio la vuelta dirigiéndose hacia su aparato.
—Sólo un minuto —lo llamó el contrabandista de diamantes, con una nota hosca en su voz.
El piloto se volvió dándole la cara. Pensó: «Es la voz de un sirviente que se ha armado de valor para quejarse de su comida».
—Ajá. ¿Qué pasa?
—Las cosas se están poniendo al rojo vivo. En las minas. No me gusta nada. Ha venido de Londres un pez gordo del Servicio de Inteligencia. Habrás leído algo sobre él. Sobre este Sillitoe. Dicen que la Diamond Corporation lo ha contratado. Se han introducido muchas reglas nuevas y se ha doblado la vigilancia. Todo eso ha asustado a mis intermediarios. Tuve que ser implacable y, bueno…, uno de ellos, no sé cómo, se cayó en el machacador. Todo esto ha complicado un poco las cosas. He tenido que pagar más. Un diez por ciento extra. Y todavía no están satisfechos. Uno de estos días, uno de los hombres de seguridad pillará a uno de mis intermediarios. Y ya conoces a estos cerdos negros. No soportan una buena paliza. —Miró al piloto a los ojos por un instante, pero al momento desvió la mirada—. La verdad es que dudo que nadie sea capaz de soportar el látigo. Ni yo mismo podría.
—¿Entonces? —preguntó el piloto. Y tras hacer una pausa, añadió—: ¿Quieres que pase tu amenaza a ABC?
—No amenazo a nadie —replicó el otro hombre de inmediato—. Sólo quiero que sepan que las cosas comienzan a ponerse difíciles. Ellos ya deben estar al corriente. Seguro que saben de este hombre Sillitoe. Y mira lo que dijo el presidente en nuestro informe anual: nuestras minas están perdiendo más de dos millones de libras al año por culpa del contrabando y del IDB y poner fin a esta situación es tarea del gobierno. ¿Y qué significa todo esto? Significa «¡Párenme!».