Miami me recibió con el aire acondicionado de su aeropuerto. Un aire desgarrador y fulminante con el que la primera potencia mundial lanza un mensaje muy claro a todos sus visitantes: «Si somos capaces de hacer esto con un simple termostato, imaginaos cómo será la silla eléctrica. Así que tened cuidado con vuestro comportamiento». Minutos después de enfrentarme a la cinta transportadora de equipajes —el gran cáncer de la globalización—, me integré en su selva como un animal más. A cámara lenta, como siempre, la ciudad extendió ante mis ojos su liturgia de cócteles azules, chicos con hambre de pasarela y palmeras adosadas. De hecho, el apartamento en el que me alojaba estaba flanqueado por un bar de copas de colores imposibles, paseantes mulatos con deltoides palpitantes y cinco palmeras. Su propietario, mi amigo y confidente Luigi, se había mudado a Florida hacía tres años. Una oferta de trabajo le convenció para abandonar Madrid y vivir el sueño americano.
The american dream. The fucking american dream.
Un sueño americano que yo sólo puedo disfrutar a tiempo parcial y en formato vacaciones.
En septiembre de 2001, con los escombros del 11-S aún calientes, Luigi y yo buscábamos alojamiento en Madrid. Y la sección inmobiliaria del periódico nos llevó, el mismo día, a la misma hora y sin conocernos, al mismo apartamento de dos habitaciones. Diez minutos después del primer encuentro y tras dar el «sí, quiero» a la casera, un pincho de tortilla en el bar de la esquina inauguró nuestra convivencia y nuestra amistad. En aquella casa de Prosperidad —barrio obrero y genial de Madrid con olor a bocata de calamares y tiroteos en noches de luna llena—, despedimos nuestra pospubertad y encaramos nuestra premadurez. Y fuimos felices. No olvidaré jamás los amaneceres improvisados, cuando nos quitábamos el pijama, nos dábamos un jabón rápido, nos atusábamos el flequillo y nos lanzábamos, todo hormonas, a conocer la noche de Madrid. Aunque fuera lunes, o martes, o miércoles. De los sábados prefiero no hablar. Chueca nos abrió, a él y a un servidor, los ojos y las piernas. Nos dejó entrar en sus calles, en sus bares y en sus gentes con promiscuidad cosmopolita y sin hacer preguntas. Y así, a orillas de la Gran Vía, Luigi y yo inventamos una amistad sin ley en la que la única ley era no tener sexo entre nosotros. Porque los mejores amigos, a excepción de Jesucristo y María Magdalena, nunca se acuestan entre sí.
Le lloré las penas con cada abandono, con cada desplante, con cada sms de traición. «Martín, así no vas a encontrar nunca a nadie que te quiera»; «Martín, por favor, si no tiene dinero no te interesa»; «Martín, no me digas que te has vuelto a enamorar y que esta vez es la definitiva»; «Martín, no bebas tanto»... Todas estas frases fueron la letra de nuestra canción; él era el sensato, yo el temerario; él el madrugador, yo el trasnochador; él el enamoradizo, yo el enamoradizo al cuadrado; él el casto, yo la fulana; él el padre, yo el hijo. Hasta que el mercado laboral, que es como un salto en paracaídas desde las faldas del infierno, le arrancó de mi vera y le llevó lejos, muy lejos, de Madrid. Luigi me había dejado solo en una ciudad en la que todo me recordaba a él: cada bar maldecido por el desamor, cada calle entregada a las rebajas, cada plato de pasta con la salsa de la resaca... Otro de los daños colaterales de su traslado a Miami fue la búsqueda de un nuevo inquilino con el que sufragar el alquiler; Javier entró en mi vida para ocupar su habitación y, de paso, para convertirse en mi enemigo íntimo. Y a pesar de todo, en vez de entregarme a los tentáculos de la nostalgia, me prometí visitarle una vez al año.
Así que allí estaba otra vez, a lomos del Caribe, tratando de reconstruir una amistad que se desdibujaba demasiado rápido a seis mil kilómetros de distancia. Tras saludarnos y medirnos las abdominales en el aeropuerto —«que si tú estás más gordo», «que si eso es mentira», «que si en tu gimnasio te están engañando», «que si el problema es del aceite de oliva español»—, nos fuimos a su casa de las cinco palmeras, donde quise honrarle con una cena española: jamón serrano, tortilla de patatas y un salmorejo que, quizá por la latitud de la huerta del estado de la Florida, me salió más sabroso que nunca. Con el tomate aún trotando en el estómago, quise conocer Miami en primavera. Dejé a Luigi acostado en su cama, me sacudí el jet lag, agarré un puñado de dólares y empecé a improvisar un paseo por el tablero de calles de la ciudad. Primera conclusión: el calor de abril es tan repugnante como el de agosto. Segunda: los gimnasios siguen funcionando a la perfección. La superioridad física de los lugareños es hiriente y ofensiva. Tercera: aquí, todo el mundo es gay. Las calles están llenas de heteroflexibles de primer y segundo grado. Cuarta: quiero un tatuaje.
Tras hiperventilar un trocito de brisa nocturna en la playa, caminé hacia Ocean Drive, algo así como un Hollywood latino donde Madonna, Jennifer López o Gloria Estefan dieron sus primeros pasos en el negocio de la hostelería. Los alcohólicos VIP sacan brillo a su extravagancia en esta calle que respira edificios Art Déco, arena de playa, discotecas volcánicas, tangas con diamantes, luces de neón que rebotan en los descapotables y dinero. Cantidades obscenas de dinero. Hice caso a mi olfato homosexual y seguí mi ruta por las avenidas Collins y Washington, alejándome lentamente de la silicona y las vaginas adictas a la depilación láser. La primera bandera gay no tardó en surgir entre la arquitectura blanca y mestiza que flanqueaba el asfalto. Entré en el bar, bebí un cubalibre de un trago, hice un par de indagaciones entre los lugareños, volví a la calle y encaminé mis pasos hacia Lincoln Road.
La discoteca Score es el mejor escaparate del ambiente homosexual de Miami. Su ADN se compone de camareros colombianos, gogós brasileños, clientes despistados de Connecticut, Vancouver, Madrid o Nueva York, fiestas de la espuma, músculos sintéticos, lycra revenida, paredes ennegrecidas por el sudor... Esta tramoya de cartón piedra —perfecta para explorar territorios prohibidos— reproduce palmo a palmo todos los estereotipos del ambiente gay. Y a mí me vuelve loco; a seis mil kilómetros de casa y con semejante infraestructura, no hay mejor sitio para ser un auténtico maricón. Y que le den por el culo al pudor de Madrid y al «qué dirán» que escondemos en el código de barras de nuestro Documento Nacional de Identidad.
En Score, además, son habituales las fiestas temáticas: de la salsa, del merengue, del cuero, de los bomberos, del ejército, de los slips o de las camisetas mojadas. El día de mi bautismo me enfrenté, yo solito y sin ayuda, a la Noche Macho. Con sólo cuatro sílabas, la interesante sintaxis de ambos términos abrazó a la plana mayor del
latín power
de la ciudad; cubanos, brasileños, mexicanos, colombianos, argentinos, uruguayos y puertorriqueños marcados por el yugo del exilio resucitaron sus orígenes e invocaron todos sus pecados. Y yo, que paseaba modestamente por allí, me perdí sin querer en su furioso exorcismo de reggaeton.
Alterado por el azúcar de los mojitos, me entregué a la lisergia del baile con un grupo de colombianos de raíces tostadas y bisutería rotunda; participé en un concurso que pretendía coronar al mejor culo de la noche; compartí el podio de gogó con una drag queen con pómulos de plata; y hasta me arranqué la camisa mientras cantaba, micrófono en mano, el gran
hit
de la rumba catalana:
Una lágrima cayó en la arena.
Tras un millón de caderazos de bachata y otros tantos chupitos de ron cubano, la Noche Macho me había devuelto la fe en Latinoamérica. Exhausto y con la popularidad a flor de piel, opté por disfrutar de un paréntesis a orillas de una de las barras. Un camarero de tez mulata, ojos aceituna, pelo afro y la musculatura limpia y afilada de un atleta me sirvió un cóctel especial. Y yo, entre el éxtasis y el cansancio, me dejé llevar.
—Te voy a preparar una bebida típica de mi país —me sorprendió.
—¿Y tu país es?
—Brasil.
—De acuerdo. Prepara, prepara.
Mientras agitaba la coctelera, el piercing en forma de aro que colgaba de su nariz comenzó a desplazarse rítmicamente de izquierda a derecha, dibujando suaves embestidas de bisutería que dispararon mi imaginación enfermiza. Mientras me entregaba a los destellos sensuales del pendiente, otro camarero se acercó hacia nosotros. Giré la vista, y me encontré a un mulato exactamente idéntico; con los mismos ojos aceituna, el mismo piercing cabalgando sobre el cartílago, el mismo cabello eléctrico azabache, la misma curvatura en el bíceps...
—¿Sois gemelos? —pregunté.
Estas carambolas biológicas me fascinan desde que compartí guardería y colegio con tres parejas de mellizos —de hecho, una de mis primeras experiencias masturbatorias tuvo lugar, allá por los trece años, con uno de ellos—. Como soy obsesivo compulsivo, durante varios meses de mi compleja adolescencia leí todo lo que cayó en mis manos sobre el asunto:
Cómo criar a dos hijos gemelos, Los secretos del útero, La genética caprichosa, Alf y Ben, mucho más que hermanos...
Y ahora el azar volvía a sorprenderme con un caso extraordinariamente extraordinario: dos mulatos de ojos verdes y cabellos ensortijados que, además, servían copas en un bar de Miami. Emocionado, y a pesar de la obviedad genética, insistí en la pregunta:
—¿Exactamente idénticos?
—Sí, absolutamente iguales. Aquí tienes tu bebida.
—Lo siento, supongo la gente se pondrá muy pesada —me disculpé mientras daba un sorbo al cóctel—. ¿Cuánto es?
—Nada. Es una invitación de los hermanos Robson.
—Vaya... Muchas gracias. ¿Y cómo os llamáis?
—Yo João, y él Camilo.
—¿Y os lleváis bien? ¿Os gusta la misma música? ¿Se os dan bien las matemáticas o el dibujo técnico? ¿Lloráis a la vez?
De repente, las luces se encendieron y la música se difuminó en la atmósfera, inyectándonos a todos el zumbido del silencio en la sien. La Noche Macho había llegado a su fin, rompiendo en mil pedazos el hechizo del reggaeton. Me despedí de mis colegas colombianos y de la drag queen, y cuando me giré de nuevo hacia la barra, Joáo y Camilo habían desaparecido. Cuando estaba a punto de pisar la calle, un brazo me rozó la espalda, una mano me rozó la cintura y una voz me rozó los tímpanos con un susurro que apenas entendí. Al volver la cabeza me encontré a uno de los gemelos. Detrás, agazapado en la oscuridad, estaba el otro.
—¿Adonde vas? —El pendiente de su nariz volvió a ahogarse en un par de destellos.
—No tengo ni idea. ¿Hay algo que se pueda hacer a estas horas en esta ciudad?
—Empieza a amanecer y está todo cerrado —respondió uno de ellos sin mucho interés.
Por un instante, aquella respuesta sin respuesta me pareció un parche para perderme de vista. Antes de que pudiese torcer el gesto, João se adelantó:
—¿Quieres venir a nuestro apartamento a tomar algo?
—Bueno, no creo que en casa me echen de menos... De acuerdo.
Me hundí en el asiento trasero de su descapotable gris; miles de dólares de cuero negro acariciaron mi espalda y se entregaron a la gravedad de mi trasero. Delante, los gemelos hablaban en portugués demasiado deprisa para que yo no entendiese su conversación, así que preferí concentrarme en el paisaje. Las calles se extendían en decenas de carriles vacíos y escaparates fantasmas. Los primeros rayos del día lanzaban ligeros pinchazos a través de las hojas de las palmeras, y el mar, a lo lejos, se hundía en un horizonte blanco y mortecino. Cerré los ojos, y me dejé acunar por el rugido del motor mientras la brisa me aplastaba la cara y el acento portugués, como un baile lejano, me acariciaba el ombligo.
Sus risas me despertaron en un aparcamiento subterráneo.
—¡Te has dormido! Ya hemos llegado... ¡Buenos días!
Aturdido, empecé a enlazar los flecos de un monólogo sin demasiada lógica:
—Perdón... ¡Uy! ¿Dónde estamos? ¿Qué hora es? Joder... Llevo más de treinta horas sin dormir. Ayer llegué desde Madrid tras hacer una escala de cuatro horas en Nueva York. Y cociné una cena española para Luigi. Es mi mejor amigo. Vivíamos juntos en España, pero se mudó a Miami hace tres años. Y vosotros sois... ¡los gemelos! Monocigóticos, ¿no? ¿Esto es vuestra casa? Qué oscuro...
El ascensor nos llevó hasta la planta 16. Apartamento F. Sin ventanas. Treinta metros cuadrados, quizá veinticinco, en los que se peleaban una cama deshecha en alguna batalla inconfesable, varias sillas de plástico, un fregadero atascado por restos de comida, una montaña de platos sucios, un microondas con la puerta rota y pequeños montones de ropa que salpicaban la moqueta marrón. Mientras uno de los gemelos aclaraba unos vasos y preparaba tres whiskies, el otro transformó la cama en un sofá. Yo, mientras, me sentí contentó, tan lejos de casa y tan cerca del cielo, bendecido por la hospitalidad de dos gemelos monocigóticos y mulatos, en el corazón latino de las barras y estrellas, algo borracho y olfateando a Brasil en la planta 16. Rodeado de mierda, pero contento.
Camilo pidió permiso para quitarse la camiseta, y sólo entonces pude comprobar la profundidad de su anatomía. Dos nuevos piercings coronaban sus pezones, flanqueados por unos pectorales perfectos: ni escasos ni excesivos, sino todo lo contrario, ni blancos ni negros, sino todo lo contrario, ni duros ni blandos, sino todo lo contrario. Al sur, los abdominales latían con fuerza y apuntaban directamente al pantalón, donde se desvanecían tras la cremallera. Joáo siguió el ejemplo de su hermano, y se fue desnudando muy despacio mientras hablaba. El reloj, las zapatillas, los calcetines, la camisa... Se sentó en un borde del sofá, y empezó a despojarse de sus vaqueros. Primero una pierna, y luego otra. Cuando el último trozo de tela rozó su tobillo, pareció perder el equilibrio y se tambaleó bruscamente sobre Camilo, sentado a su lado. Sus cabezas se quedaron una frente a la otra, separadas únicamente por una barrera invisible de moléculas enloquecidas. Y comenzaron a besarse. Los gemelos, hermanos de un solo útero, estaban enredando sus lenguas en un único beso. Puse las pupilas en órbita, arqueé las cejas, entreabrí la boca y traté de invocar alguna explicación lógica. En lugar de esa explicación, los dioses me enviaron una caricia en el muslo. Joáo, o Camilo, o viceversa, comenzó a juguetear con sus dedos en mi pierna, ascendiendo hasta la cremallera y deslizándose entre los pliegues de mis calzoncillos.
—Pero... ¿Qué hacéis? No entiendo... —dije, zarandeando las sílabas y esquivando las caricias sin demasiado aplomo.