Sasha había nacido en Moscú, pero cuando el comunismo empezó a hacer aguas su familia decidió emigrar a Estados Unidos. Sus padres nunca encontraron un hueco en aquel país sacudido de este a oeste por las autopistas y los centros comerciales, y varios años después recogieron los pedazos de su fracaso americano y regresaron a la madre patria. Sasha tenía entonces veinte años, y el poder de las hamburguesas y del rock and roll fue más fuerte que el de sus orígenes. Decidió quedarse en Miami, terminar sus estudios y acariciar las barras y estrellas como un gringo más. Llegaron tiempos duros, domingos solitarios, cansancio en la distancia y las sombras de una vida escrita en un idioma extraño y con Navidades en bañador. Durante el día se peleaba con la Historia del Arte en la universidad; durante la noche se transformaba en carnaza de discoteca sirviendo copas y bailando
house.
Y a pesar de las horas bajas, Sasha sobrevivió al ketchup, al rap de versos asesinos y al fin de la era Chrysler. Se licenció y empezó a trabajar en una galería del Art District de Miami, un barrio consagrado a la plástica contemporánea donde los dólares corren como una liebre muerta de miedo. Pero un buen día, hace no mucho tiempo, la crisis llamó a las puertas de Wall Street y el dinero se dio un respiro; y el arte, un capricho que se cobran los ricos que follan poco y hablan mucho, se fugó por la puerta de atrás. La galería quebró y Sasha no tuvo más remedio que alunizar, otra vez, en el negocio nocturno de los borrachos con visas de oro y tabiques de platino.
Vivía peleándose con los decibelios, deshojando madrugadas y esperando sin esperar nada cuando aparecí yo. Un amor de verano en primavera, nada más. Un españolito de paso y con billete de vuelta al olvido. Cuando nos conocimos, ambos sabíamos que la despedida se abalanzaría sobre nosotros seis días después; 144 horas que se fueron descolgando de nuestra cuenta atrás, y vaciando a cucharadas nuestra vida en común. Hasta que llegó el día de la despedida. Acabábamos de volver de Puerto Rico y yo tenía el tiempo justo para despedirme de Luigi, recoger mis penas y subir de nuevo a un avión con destino a Madrid. Pero antes tenía que saldar una cuenta pendiente con Miami. En mi anterior visita a la ciudad había planeado sellar mi piel con un tatuaje. Una simple frase, Go
West,
que salpicase la parte interior de mi brazo sin muchas estridencias. Pedí cita con Jimmy, un tatuador de serie B del barrio de South Beach, y diseñamos juntos un pequeño boceto. Cuando todas las agujas estaban a punto y la tinta fresca latía en sus minúsculos recipientes de plástico, un apagón en el taller nos obligó a dejar el arte para otra ocasión.
—¿Por qué no vienes mañana? —me dijo Jimmy mientras se retiraba los restos de cerveza de sus labios con la manga—. Tengo un hueco libre a última hora de la tarde.
—No puedo. Tengo que volver a España esta noche.
—Joder, tío. Lo siento mucho. ¿Y no vas a regresar a Miami?
—Seguramente. Pero ahora no sé ni cuándo, ni cómo, ni por qué...
—Vamos a hacer una cosa. Guardaré tu boceto aquí y te prometo que la próxima vez que nos visites serás el primero. Sin lista de espera. Y así tienes una excusa para regresar. —«Sin lista de espera», pensé. «Si hace lustros que aquí no entra nadie.»
Un año después del apagón, Sasha conducía hacia el aeropuerto. Yo, a su lado, perdía mi mirada en la carretera. No había mucho tiempo, pero decidí darme una última oportunidad antes de despegar para siempre de allí.
—Necesito hacer una cosa antes de irme. Tienes que dar la vuelta.
—¿Qué? —respondió Sasha—. Vas a perder el avión.
—Hazme caso, por favor. Sólo serán quince minutos. Y quiero que estés conmigo.
Un volantazo nos llevó al cambio de sentido. La silueta afilada de Miami, que hasta entonces se evaporaba a nuestras espaldas, volvió a resurgir frente a nosotros. Aparcamos a unos pocos metros del taller de tatuajes y llamamos a la puerta. Una mujer acartonada por el sol cancerígeno de Florida nos abrió. Acariciaba un porro de marihuana con los labios, dejando sus huellas de carmín barato en la boquilla.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Un tatuaje —dije.
—¿Tenéis cita?
—No la necesito —respondí, sintiéndome John Wayne—. Le prometí a Jimmy que vendría a visitarle. He tardado un año, pero aquí estoy.
Dudó unos segundos, pero finalmente dio dos pasos cansados hacia atrás. Se apartó a un lado y nos hizo una señal con la cabeza. Mientras entrábamos, un trozo de ceniza cayó torpemente sobre su escote, un valle de carnes apretadas desgastado por el paso del tiempo. Jimmy, que llevaba sin ducharse varias semanas y debía pesar 120 kilos, estaba recostado en un sofá de cuero verde, ocupando una mano con una lata de cerveza y la otra con una revista, con los ojos inyectados en sangre y el gesto aletargado por el colocón.
—Hola, Jimmy —le saludé mientras Sasha, dos pasos por detrás, echaba un vistazo rápido a los cientos de fotos de «arte corporal» que forraban las paredes—. ¿Te acuerdas de mí? Me debes un tatuaje.
—¿Que te debo qué?
—Un tatuaje. Una frase, Go
West,
que no pudiste terminar por culpa de un apagón.
—¡Hostias! —Jimmy se incorporó, derramando algo de cerveza encima de sus pantalones—. Ya me acuerdo. Guardé el boceto por si volvías. ¡Qué fuerte! Espera, voy a ver si lo encuentro. Tiene que estar en algún cajón de mi despacho. —Se levantó, y tras sacudir torpemente sus vaqueros mojados, se perdió entre el polvo de su negocio. Un negocio herido de muerte por los cientos de tatuadores jóvenes y cachas que cada año encallaban en Miami para abrir su propio taller—. Chicos, ¿queréis marihuana? ¡Fumad un poco de esto! Me la trajeron el otro día de México. Está buenísima.
Mientras esperábamos, Sasha y yo desentrañamos los secretos de la hierba mexicana. Nos dejamos envolver por un baile de caladas profundas y valientes que nos hizo rozar el cielo con los dedos. O con las neuronas, que viene a ser lo mismo. Diez minutos después, Jimmy nos sacó del trance con un grito seco, descaradamente feliz:
—¡Huas! Go
West.
¡Aquí lo tengo! ¿Qué pensabas, chaval? ¿Que no iba a encontrar el boceto? Siéntate ahí.
Me levanté despacio, sacudiendo la cabeza hacia ambos lados para ahuyentar los efectos de la marihuana. A la izquierda, justo al lado de un minibar rojo lleno de botellas, descansaba un sillón de barbería. La estructura, de hierro, estaba tapizada por un cuero blanco agrietado en mil pedazos por el uso. La espuma de relleno sobresalía en suaves borbotones por toda la superficie.
—Este sofá está enfermo —murmuré justo antes de desplomarme sobre el respaldo.
—¿Qué dices? —preguntó Sasha, que se había sentado en un taburete a los pies de aquella reliquia de entreguerras.
—El sillón me acaba de decir que está cansado —respondí.
—Y tú estás colocado —dijo Sasha.
—Que me lo ha dicho. Hemos tenido una conexión. Nunca he estado tan seguro de algo. —Las sílabas se atragantaban en mi garganta, huyendo en desorden por la boca. Había entrado en otra dimensión, como un indio hasta las trancas de peyote en el corazón del desierto—. Y la luz también está cansada. ¿No la ves? Y triste, sin fuerza. Aquí pasa algo...
—Martín, deja de decir chorradas.
—¡Claro! —exclamé—. ¡Ahora entiendo lo del apagón! Fue una señal. Y por eso estoy aquí otra vez. Tengo una misión.
—¿Qué misión?
—¿Qué misión va a ser? ¡Hacerme un tatuaje, joder!
—Pues vaya mierda de misión —susurró Sasha.
El estrés del viaje se había evaporado. El pinchazo en el pecho por la despedida, también. Estaba en paz. Cumpliendo mi misión, envuelto por el humo de Tijuana y por ese hormigueo mortecino que dejan en el cuerpo las drogas blandas.
—¿Podría beber un whiskecito para anestesiar la zona? —pregunté con los párpados entrecerrados por el placer.
El sofá y yo nos habíamos integrado en un solo ser. Cada centímetro de mi cuerpo pesaba un puñado infinito de toneladas. Jimmy se acercó al minibar, abrió una botella y repartió los restos de un líquido espeso y cobrizo en tres vasos. Brindamos por México y encendimos otro porro para celebrar mi tatuaje. A la cuarta calada, mi alma abrió un agujero en el pecho y se puso a revolotear por el taller.
—Vamos allá —dijo Jimmy—. ¿En qué brazo lo quieres?
—Me da igual —respondí mientras observaba a mi alma bailar con la lámpara del techo. (Por ese despiste imperdonable, la palabra
west,
que significa oeste, descansará en mi brazo derecho hasta que me muera. Y el oeste, mientras Dios o algún científico loco no digan lo contrario, está a la izquierda. Maldita geografía. Maldita marihuana.)
Mientras Jimmy me inseminaba para siempre con su tinta negra, el zumbido de la aguja se fue perdiendo poco a poco en mi piel. Sasha, tan colocado como un servidor, se sentó a mi lado. Me agarró la mano y empezó a recorrer mi palma con su dedo índice.
—¿Te duele? —preguntó.
—No mucho —contesté—. Gracias por acompañarme.
—Gracias a ti por la semana que hemos pasado juntos. Aunque no nos volvamos a ver, no te olvidaré nunca.
En ese preciso instante, ni antes ni después, mi alma bajó de los cielos y volvió a tumbarse dentro de mí. Y entonces, sólo entonces, sí que sentí un fuerte pinchazo.
—¿Sabes una cosa? —le dije—. Te quiero un poquito.
—Y yo a ti, gilipollas.
—Ya, pero yo no estoy acostumbrado a querer. Esto es bastante novedoso para mí, capullo. Y te lo digo con Jimmy como testigo. ¿Has oído, Jimmy?
Jimmy, que seguía concentrado en su whisky y en mi brazo, levantó tímidamente la cabeza. Nunca sabré si lo que vi fue real o un efecto más de su marihuana mexicana, pero tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
—Y a ti también te quiero un poquito, Jimmy —insistí.
—Gracias, chaval... —respondió—. Nadie suele decir estas cosas por aquí.
Jimmy volvió a agacharse sobre mi brazo, y Sasha me apretó la mano antes de confesarse por última vez:
—Te quiero.
—Y yo a ti, ruso cabrón.
26 de junio.
Mi adolescencia huele a provincias. A ciudad lluviosa, bares oscuros, amigos de mierda y revolcones vacíos sobre la valla negra del cementerio —el picadero municipal de muchas generaciones—. Allí, en aquel tugurio urbano de domingos asfixiantes y lunes infernales, me salieron mis primeros pelos sobre el escroto —un terciopelo muy suave que después, con las hormonas y los golpes de la vida, se volvió recio, áspero y mucho más profesional.
También allí eyaculé por primera vez —una masturbación torpe y frugal mientras veía el Tour de Francia a la hora de la siesta—. Y me enamoré de un compañero de universidad, y de un bombero logroñés que apagaba el fuego a jovencitos desesperados, y hasta de un profesor de gimnasia al que llamaban «el Ruso» por su bigote autoritario. Allí, en definitiva, me hice un hombre; un homosexual hecho y derecho.
Pasar por este trance de hormonas dispersas deja huella, y hacerlo en el alambre de la periferia imprime carácter. Cuando mis cromosomas tomaron posiciones empecé a sufrir el calvario de los calentones. Como mis únicas referencias gays eran Paco Clavel y Freddy Mercury, durante años tuve que conformarme con aliviar la llamada del pecado con la porno codificada del Plus.
Hasta que un buen día oí hablar de un parque que, en el corazón de la ciudad, prometía sexo rápido con desconocidos.
Cruising
: dícese del arte vanguardista y equilibrista de ligar, fornicar y eyacular en lugares públicos. Es decir, la única escapatoria sexual al ronroneo de provincias. Este bosque de cópulas rápidas tenía, incluso, su propia leyenda urbana: para ligar más y mejor convenía agitar el llavero. Se decía que el tintineo metálico te identificaba como un cazador en celo, atraía a las presas y facilitaba el coito.
Así que cuando la desesperación empezaba a acorralar mi termostato, una noche llené mi equipaje de cojones y me perdí entre sus árboles. No tendría más de diecisiete años. De aquella primera vez recuerdo decenas de sombras en movimiento reflejadas sobre la muralla. O los tenues fogonazos de luz de los mecheros, los gemidos de las parejas agitando los setos, el olor a sexo mezclado con los destellos de la hierba mojada... Todavía hoy me pongo triste cuando viene a mi memoria aquel silencio que cortaba el aire, la angustiosa sensación de oscuridad, la obsesión por no ser reconocido y los grotescos orgasmos a escondidas.
Aprendí a follar bajo los ciclos caprichosos de la luna; di mis primeros besos furtivos entre la flora de un parque cualquiera; amé un par de minutos, muchas veces, muchas noches, esquivando ramas con olor a semen y un frío azul y cabrón que todavía se aparece en mis pesadillas. Mientras mi generación apuntaba en su agenda los teléfonos del amor adolescente, yo me dediqué a buscar—y no encontrar— por obra y gracia del maldito
cruising.
Sólo el Altísimo —que está en todas partes, dicen— sabe cuántas horas participé en aquel desfile de sombras e insomnios. Cuántos grados bajo cero se agarraron a mis calcetines. Cuántos charcos de pena pisé, esquivé y volví a pisar en aquel parque.
Frío va y frío viene conocí a aquel guardaespaldas que me hablaba de sus años al servicio de una famosísima actriz —yo, mitómano impenitente y con cara de idiota, le creí y me fui a su casa—; y aquel marroquí que decía, textualmente, «no soy gay, pero tú chupa, chupa»; y el locutor de radio que, tumbado sobre la hierba, me animó a cumplir mi sueño de vivir en Madrid; y los universitarios de ojos almendrados y acento andaluz; y los borrachos con ganas de más; y las almas perdidas, y los feos y los listos y los guapos y los tontos del culo y los de más allá. También conocí, sin querer, los dientes absurdos de la homofobia: los bocinazos amenazantes rompiendo la cadencia silenciosa de los vómitos y los jadeos, las pedradas por la espalda o los malos modales del Cuerpo Nacional de Policía.
Cuando cumplí la mayoría de edad —o a lo mejor fue antes, no lo sé— me atreví con el único bar de ambiente de la ciudad. En aquel momento me pareció sublime. Decenas de gays interactuando, mariposeando y disparando sus balas del amor en treinta metros cuadrados. Su cuarto oscuro, un pequeño sótano mohoso y pegajoso con aires de geriátrico, era su mayor reclamo. (Podría hablar de aquella primera visita, cuando me tuvieron que sacar, escoltado y a escondidas, por la puerta de atrás. O del día en el que me encontré a un amigo de mi madre y, muerto de miedo, me escondí en el baño durante horas para que no me reconociese. O cuando salí del armario y, lleno de orgullo, empecé a llevar a mis amigos heteros en una peregrinación casi sagrada.)
Y nunca, a pesar de la maravillosa compañía de la policía y de las pedradas y los borrachos de última hora y el frío y el marroquí... nunca, repito, jamás, me sentí tan solo como entonces. La lluvia, que nunca cae a gusto de todos.