Uno de los gemelos se levantó para servirse otro whisky, y yo aproveché el hueco que había dejado libre en el sofá para huir hacia el fregadero. Camilo, aún sentado, sonrió:
—No te preocupes. No te vamos a hacer nada.
—¡Ya sé que no me vais a hacer nada! —dije atolondrado—. Bueno, depende de qué entendamos por hacer algo o no hacer nada. ¡Si sois hermanos! ¡Monocigóticos! Os estabais besando. ¡Joder, os estabais besando!
—¿Y cuál es el problema?
—¡Eso es incesto! Por favor, ¿lo sabe vuestra madre?
—Nuestra madre murió cuando teníamos cuatro años —respondió Joáo mientras volvía a recostarse sobre el sofá.
Me quedé mirando aquel ejercicio de simetría perfecta, uno frente al otro, eternamente bellos, y sufrí un breve espasmo de excitación. Ambos se dieron cuenta de aquel momento de debilidad, y sonrieron. Intenté recomponer mi credibilidad y continué con el interrogatorio:
—¿Es la primera vez que os ocurre?
—¡Claro que no! —contestaron, casi a la vez.
—Pero ¿os excita? ¿O simplemente es una función que escenificáis para llamar la atención?
—João es mi hermano, la persona que más me conoce y que me entiende con sólo una mirada. Tenemos una relación perfecta, mucho mejor que la de una pareja cualquiera.
—¿Y el sexo? —le dije.
—Me gusta su cuerpo, su cara, su actitud... Precisamente porque es exactamente igual que yo. Y por eso prefiero acostarme con él antes que con cualquier otro.
Aquel argumento me dejó sin palabras. Bien pensado, tenía su lógica. Aun así, no quise perder la oportunidad de hacerles una última pregunta:
—¿Y quién es el activo y quién es el pasivo?
—Ahora lo verás.
Volví al sofá, y empecé a desnudarme con la timidez de un principiante. Sin embargo, la precaución se fue diluyendo en un placer incontrolado. De vez en cuando, al observarles, no pude evitar emocionarme al contemplar su juego sexual. Como en un espejo, sus cuerpos idénticos se enredaban en una belleza sin límites, casi perfecta, antinatural, que todavía hoy me visita en las noches de insomnio. Despacio, muy despacio, me dejé llevar hasta el final por la corriente turbulenta de aquel incesto. Sintiéndome culpable, sucio y embriagadoramente feliz. Porque mientras dábamos la espalda a la moral y la ética de la civilización occidental, yo fui, para bien o para mal, un hermano más. El trillizo de la planta 16.
17 de mayo.
La globalización sexual (y homosexual) nos tiene cogidos por la entrepierna. Nos obliga —a nosotros, humildes gays de andar por casa— a conocer los idiomas de la carne. A encamarnos en varias lenguas, a trasegar con miles de costumbres sexuales, a estar prevenidos ante las inclemencias de la multicultura genital. Así que aquí va, a modo de ránking, un pequeño manual de instrucciones para manejarse ante las embestidas del amor internacional.
— En décima posición, los italianos. Muy guapos, pero muy peligrosos. Todo irá bien hasta que decidan abrir la boca. Su cortejo de verdulería suele ser bastante molesto, pero merece la pena esperar para verlos desnudos.
— En el número nueve, los colombianos. Son una solución intermedia al fragor sudoroso de los brasileños y el vaivén mecánico y tedioso del españolito medio.
— En octavo lugar, los franceses. Quizá no son amigos de los rasgos perfectos, pero tienen un «nosequé» irresistible, un acento fascinante, un
charme
inexplicable. Será la bohemia.
— En séptima posición, los vascos. No son un país, pero todo es perdonable en este mundo cruel. Integran, con el permiso de los canarios, la mejor cantera del territorio nacional. Sin estridencias, sin Carnaval de Tenerife y sin lava volcánica. Y con una belleza rústica, dura y vigorosa que no todo el mundo termina de entender. Yo sí.
— El número seis es para los norteamericanos. Cuando todo pase, el legado de las barras y estrellas a la cultura universal será el de la Coca-Cola, el rock and roll y los gimnasios. Los súbditos de Obama han aprendido muy bien la lección, y esculpen sus figuras con entrega admirable. Y el cuerpo, digan lo que digan, es el cuerpo.
— En el ecuador del ránking nos saludan, muy fangueros, los argentinos. Su pico de oro parece una broma pesada, sí, pero el mestizaje italoespañol ha obrado milagros en la fisonomía nacional.
— Los cubanos, en cuarto puesto, se acercan peligrosamente a la parte alta de la tabla. El tamaño sí importa, así que no tengo nada más que añadir.
— La medalla de bronce tiene acento libanés. Oriente Próximo es una caja de sorpresas. Y Beirut un cajón de sastre en el que pastan, casi sin saberlo, varones-milagro. Sexo en estado puro.
— La plata se quedará, por siempre jamás, en Brasil. A pesar de mis lamentables experiencias emocionales con el género tropical, Río de Janeiro son palabras mayores.
— El oro de este ránking huele a historia y a revolución. Llegados directamente desde la Plaza Roja, los rusos son los grandes desconocidos de la geografía homosexual. Craso error. Algunos de los ejemplares más grandiosos de la fauna gay beben vodka y tocan la balalaika. Muy pronto, cuando ellos mismos descubran su potencial de destrucción masiva entre el público masculino, conquistarán el mundo. Yo, por si acaso, ya me he puesto una coraza antisoviética.
Y el séptimo día, Dios creó al hombre. Una semana después de mi aparatosa llegada a Estados Unidos, un ruso de treinta y un años se interpuso en la hoja de ruta de mis vacaciones. Sasha y yo, juntos y revueltos, reinventamos la Guerra Fría y diseñamos un nuevo orden mundial basado en la letra M: Miami, Madrid y Moscú. Las nubes, negras y pegajosas, llevaban todo el día bailando sobre Miami. Era jueves, un día tonto que se desperezaba en el calendario entre un miércoles con cosas que hacer y un viernes grandioso. Perfecto para rebozarse en la arena de la playa con un libro, para guardar silencio, para regatear el balón del aburrimiento. A lo lejos, en un agua tan negra y pegajosa como las nubes, estaba él. Hoy, con el sosiego que da la distancia, sé que es el tío más guapo que he visto nunca. No miré mucho, por aquello de salvaguardar un orgullo que, en la liturgia del cortejo, siempre corre el peligro de irse a la mierda.
Salió del agua, se detuvo en la orilla, miró hacia mi toalla... y saludó a Luigi, que nos presentó. Se llamaba Sasha, y era ruso. Siguieron hablando de trabajo, de ex novios, de lo ideal de los días revueltos para hacer surf, de las ligerezas habituales que adornan las conversaciones sin saliva de Miami. Yo no quise, o no pude, prestar demasiada atención. Seguí con mis libros, con mis músicas, con mi rabillo del ojo tanteando el terreno en la toalla vecina. Hasta que Luigi se fue, y Sasha y yo nos quedamos solos. Por primera vez. Me habló de su vida de emigrante, de la quiebra de su galería de arte, de la ruina de su familia moscovita... De repente, un golpe de viento nos recordó lo tarde que era, y decidimos escribir un punto y aparte en nuestra historia. Me llevó a casa en coche justo a tiempo para disfrutar de la puesta de sol desde la autopista.
—Toma mi teléfono y llámame algún día para volver a la playa —me dijo mientras me cerraba el puño con la palma de su mano.
Agarré con fuerza el trozo de papel, y dormí con él debajo de la almohada. Cuando estoy de vacaciones me envalentono. El tiempo apremia, los minutos son horas, las horas son días y los días son años. Tengo prisa, y si además me he olvidado la cordura en otro continente, ejerzo de suicida emocional. A la mañana siguiente le llamé, y ya entonces supe que un año después seguiría cosiendo los trozos de esta carnicería sentimental. No me equivoqué.
Le llamé, quedamos y volvimos a la arena, una arena que recuerdo más sedosa que la primera vez. Y nos bañamos. Y hablamos de enchufes, y de que mi máquina de afeitar no funcionaba sin adaptador, y de que él necesitaba un rapado de pelo. Y fuimos a su casa para que él me afeitase la cabeza a mí. Y para que yo se la afeitase a él. Pusimos una silla en el balcón, desde donde se escuchaba un canción cubana. En Miami, una ciudad callejera, mulata y arrítmica, nada se queda en casa; la gente, la música, las ganas de vivir y bailar y hacer el amor se disparan de puertas para fuera. Así que nos afeitamos allí, en aquella barbería improvisada a ras del cielo, en calzoncillos y a la vista de todos.
Y fue el momento más excitante, más erótico, sensual, magnético, desproporcionado y grandioso de mi vida. El sonido de la máquina taladrando el aire húmedo del atardecer, su erección y la mía, disimuladas bajo el slip y rozando estratégicamente la espalda del adversario, las cabezas cada vez más desnudas...
Terminamos, y bebimos cerveza prácticamente sin ropa hasta que mis compromisos sociales —el cumpleaños de un amigo de Luigi, creo— me arrancaron de su lado. Sasha me entregó las llaves de su apartamento en un acto de fe ciega, sorda y muda.
—Vuelve esta noche y espérame aquí —me dijo mientras me apretaba el puño con el llavero, exactamente igual que con el número de teléfono.
Él estaría trabajando hasta las dos de la madrugada y yo, después de cumplir con mis obligaciones, volvería a su casa y le esperaría sin hacer ruido; ésa fue su manera de invitarme a terminar la partida. Debíamos cerrar el círculo. Con un coito, con una boda en la campiña inglesa o con una bofetada, pero cerrarlo.
Como no quería despertar a los duendes de la mala suerte, pasada la medianoche abrí la puerta de su dulce hogar con el sigilo de un ladrón de guante blanco. Una vez dentro, me sentí como un atracador primerizo que tanteaba sus opciones en la oscuridad ajena. ¿Qué estaba haciendo allí, solo y en el apartamento de un desconocido? Encendí la televisión para distraerme de los pensamientos impuros, y a las dos y siete minutos de la madrugada, hora exacta en la costa Este de Estados Unidos, Sasha me rescató de aquella soledad escurridiza.
—¡Hola! ¿Llevas mucho tiempo esperando? —Cuando me saludó, volví a recordar su belleza siberiana, cocinada a fuego lento por sus antepasados en el Cáucaso, o en los Urales, o en un puente sobre el Volga, o en el puto paraíso.
—No te preocupes —le dije—. He llegado a las doce, pero he estado viendo una película. Por cierto, gracias por dejarme tus llaves y permitirme entrar así, sin apenas conocerme. No sé qué decir...
—¡Cállate, Martín! Mi instinto nunca falla, y me dice que tengo que darte una oportunidad. ¿Quieres una cerveza?
—Por favor.
Mientras bebíamos, improvisamos una noche en la playa. A hurtadillas, como dos pubertos masticando el pecado, cogimos dos toallas y nos subimos a su coche. La autopista nos abrió sus carnes de alquitrán, y en algo más de una hora llegamos a Haulover Beach, una playa nudista en la que se han escrito algunas de las páginas más calientes de la historia de Estados Unidos —actrices porno asesinadas, el nacimiento del fenómeno
swinger...
—. Nos sentamos en la orilla, acariciando la arena húmeda con los pies y suspirando cada pequeño golpe de espuma de las olas. Comenzamos a recordar, a carcajadas, las mejores anécdotas playeras de nuestras biografías —aunque como yo vivo en Madrid, ciudad conocida mundialmente por su terruño desértico y sus jardines públicos, él estuvo mucho más elocuente—. Dos cervezas después, cuando estábamos empapados por la risa, le reté a un chapuzón bajo la luna. Me desnudé rápido para ocultar una erección inoportuna, pero a pesar de avanzar más de cien metros mar adentro no conseguí que el nivel del agua superase mis muslos. Sasha se quitó la ropa y corrió hacia mí. Yo, de espaldas, maldije las playas sin profundidad y traté sin éxito de esquivar su curiosidad; en un descuido imperdonable, descubrió el bombeo caníbal de mi sangre hacia el glande.
—¿Y eso? —me preguntó—. ¿Qué tienes ahí?
—¿Dónde? —respondí, algo molesto y con las manos dispuestas como un escudo en la «zona cero»—. Pues una erección. ¿Hay algún problema?
Sasha sonrió y se acercó a mi oído con talante decidido:
—Ningún problema.
Y me dio el primer beso. El sabor a sal se me metió dentro como un puñetazo, no sé si por los poros abiertos como cráteres, o por la boca, o por la uretra. Pero se me metió. Y me olvidé de mi nombre, y del de mi madre, y del de todos mis antepasados muertos. Y continuamos nuestra fiesta privada en las toallas, a tientas, dando bocanadas de frío entre las palmeras de aquella playa sobrada de leyendas.
Al amanecer, la brisa nos despertó con sus primeras dentelladas; el puto romanticismo, que siempre es muy frugal, nos regaló una irritación en los testículos, arena en las entrañas y un picor desalmado en los ojos. Ateridos y con las secuelas propias del amor en terrenos abruptos, subimos al coche y deshicimos, en silencio, el camino de regreso.
De vuelta en Miami, quise pasar el día con Luigi. Llevaba una semana en la ciudad y todavía no habíamos encontrado un hueco para estar solos, ponernos al día y descorchar la botella de nuestros recuerdos. Tras retirar varias toneladas de arena de mi cuerpo e hidratarme las ingles con loción corporal para bebés —heredé de mi madre una dermis extremadamente sensible—, Luigi y yo planeamos dar un golpe de Estado con las tarjetas de crédito. Porque entre probadores, compras compulsivas y escaparates las confesiones se digieren muchísimo mejor. Mientras alternábamos por las aceras del capitalismo, diseccioné un informe exhaustivo de Sibila y el kurdo, de Alvarito y su reorientación sexual, de Titán, el trompetista y el puñetazo, de los gemelos monocigóticos, de mi noche con Sasha...
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
—¿Con Sasha? No sé. Pero creo que es especial...
—Joder, Martín, siempre dices lo mismo.
—Luigi, alguna vez tengo que acertar, ¿no? Mira, no sé si esto funcionará o para variar será un desastre. Lo que sí sé es que me dejó las llaves de su casa sin conocerme y que tardamos un día y medio en darnos el primer beso. ¡Un día y medio! Y eso, en mi caso, es muchísimo tiempo. Eso es porque hay una química diferente, un respeto, o algo...
—¡Qué obsesión por enamorarte, joder! Pues no puedes tenerlo todo. Me parece muy bien que seas promiscuo, pero entonces no deberías ir dando bandazos de amor por ahí. O eres una puta, o estás enamorado. Tú decides.
—Yo soy promiscuo porque no encuentro lo que busco. Si lo encontrase, dejaría de hacer el zorrón por ahí. Y la culpa es del sistema, no mía.
—Ya, del sistema...
—Sí, del sistema. ¿Y si Sasha es esa persona que nunca llega?