Diario De Martín Lobo (2 page)

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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

BOOK: Diario De Martín Lobo
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Carmen Rigalt

1 - Los diez mandamientos

7 de enero.
Me llamo Martín Lobo y soy homosexual. Maricón, que dirían los poetas de la calle. Hace ya veintinueve años que mi madre abrió sus piernas en un paritorio maldito, y desde entonces no ha dejado de llover. Cientos de tormentas me mojan los tobillos a cada paso, desbordan mis noches cuando cruzo algún puente, zarandean mi calma con sus truenos de sal. Cientos, miles, millones de temporales, trombas y riadas que no me dejan acariciar un jodido instante de paz. Y si alguna vez el destino se despista y me regala algún rayo de sol, los dioses de la mala suerte siempre se apresuran a descargar su rabia sobre mi coronilla. Se alian con la atmósfera, con el prójimo, con el tráfico, con los genitales de mis amantes, con mis jefes, con cualquier orgasmo en cualquier cama sin hacer, con mis cefaleas o con las velas de mi última tarta. Y me desgastan un poquito más.

Pero aquí estoy yo, tocado por el don de la escritura y dispuesto a pelear contra mis demonios. Porque aunque mi vida está cosida por los versos de un tango muy triste, siempre me quedará internet. Y a pesar de no ser amigo de airear los trapos sucios en el tendedero de la blogosfera, la crisis de los treinta me obliga a reaccionar antes de que sea demasiado tarde. Ha llegado la hora de contar toda la verdad, y nada más que la verdad, de este lobby gay edificado sobre diez mandamientos. El decálogo que inaugura mi blog parecerá frivolo, esnob, irresponsable, pretencioso, canalla, racista y solitario. De acuerdo. Pero yo no he inventado las normas; el sistema es el sistema, y no hay más remedio que ir al gimnasio, aprender a bailar en el alambre de las discotecas, untar la pena en las tostadas del desayuno y sonreír. Gays del mundo, allá voy:

1. Nunca, jamás, bajo ningún concepto, abras los brazos a las cuchillas del amor. Si por accidente o por una hecatombe nuclear te ves enredado y enroscado y atascado en una relación de pareja, practica la religión de la infidelidad. (Te lo van a hacer a ti de todos modos, así que siempre es mejor tomar la delantera.)

2. Sé guapo, sé fuerte. Cultiva tu aspecto en el gimnasio, frótate los músculos con el sudor, destierra para siempre los aros de cebolla. No apetece, lo sé. Pero sin bíceps, sin tríceps y sin abdominales no eres nadie.

3. Ibiza es tu segundo hogar. Si no tienes el honor de conocer la isla, compra una guía de viajes y memoriza sus puntos calientes como si fuesen los reyes godos. Pachá: Recesvinto. Playa nudista: Chindasvinto... Y así, hasta obtener la matrícula de honor.

4. Corolario de lo anterior: aficiónate a la música
house.
Será la banda sonora de tu vida. Perderás la virginidad al ritmo ensordecedor del
techno
y romperán contigo en una discoteca (varias veces), así que intenta no cogerles manía. (Yo guardo muy malas experiencias de Madrid
la nuit,
pero no voy a encerrarme en casa tentando a la suerte del síndrome de Diógenes; siempre he sido muy proclive a los trastornos de conducta.)

5. El fútbol no existe. Once inútiles que, entre puta y puta, patean un balón de cuero y con estrías no nos interesan. Nos excitan, sí, pero no sufrimos ataques de cólera al calor de un fuera de juego o de un penalti en el tiempo de descuento.

6. Asume que eres, desde el recreo del colegio hasta tu lecho de muerte, el gracioso del grupo. El carisma es así de caprichoso; nos ha tocado con su varita mágica y tenemos que estar a la altura.

7. Asume, también, que como no todo van a ser cabalgatas multicolor y sexo desenfrenado, de vez en cuando hay que sufrir: salir del armario con mamá y papá, soportar con estoicismo los chistes de maricones y sobrevivir a la puta adolescencia.

8. Engánchate a las faldas de una mariliendre. Es, en términos científicos, «la omnipresente amiga del gay que va con él a todas partes». Que sea tu sombra, tu confidente, tu coartada, tu cajero automático.

9. Defiéndete con uñas y dientes. Ya lo decía Mecano en la canción
Mujer contra mujer
: con sus piedras, haz tú tu pared.

10. No permitas que nadie diga que la homosexualidad es un traspiés del gen tonto del vicio. Yo no era vicioso con doce años, justo cuando empezaron las erecciones fuera de tono con el actor de turno. Y tampoco cambié de acera sólo porque me aburría en el recreo, digan lo que digan los monstruos con sotana y las amas de casa que esconden su vergüenza bajo un abrigo de piel de zorra. Nací así, lo siento. Y no pienso pedir perdón.

El año empezó con tambores de guerra. Ni mis deliciosos slips rojos, baluarte milenario de buena suerte, consiguieron enderezar la Nochevieja de la infamia. Occidente en pleno invocó al desenfreno de una noche mágica inyectada en champán y confeti. Y yo, qué cojones, me subí al carro. Pero a las cuatro de la madrugada, sin ni siquiera opción de disfrutar del primer amanecer de este enero gris, me uní a la desgracia de los taxistas, los médicos de guardia, las putas de saldo, los enfermos terminales y todos los olvidados de Dios de esta noche de mierda.

Tras muchos años asimilando las leyes caprichosas del destino, mastico una conclusión aterradora: cuanto más bebo, más me tropiezo. Si a esta fórmula matemática le añadimos los preliminares del vino en la cena y el cava en los brindis, sólo queda sentarse a esperar. A esperar un infarto, un accidente aéreo, una maceta en el cráneo o un desastre sentimental.

—Martín, estoy muy borracho —me dijo.

—No te preocupes... Yo me ocupo de ti. ¿Quieres otro whisky? Voy a la barra. —Siempre me ha gustado ser muy resolutivo.

—Joder, que no es eso. ¿Ves a ese chico de ahí? No, el rubio no. El que está sin camiseta.

Apuré mi caída de párpados, irresistible cuando estoy sobrio y ridicula cuando estoy borracho, giré la cabeza, enfoqué la mirada y descubrí a un señorito de maneras tropicales, labios generosos y bíceps más generosos todavía.

—Baila fatal —apunté.

—Martín, no empieces... Me gusta. Tú no te has dado cuenta porque estás más pendiente de las copas que de mí, pero lleva toda la noche mirándome. Yo ya te dije que no quería nada serio, y esto se está complicando mucho. Y hoy me apetece pasármelo bien. Voy a hablar con él. Lo siento, sólo quería que lo supieras.

El año empezó con tambores de guerra. Este individuo —que, por cierto, me conquistó por su olor salvaje y su lengua valiente— tenía 365 días al año para fornicar con quien quisiera y donde quisiera. Y había elegido justo ese momento, el primer día del resto de mi vida, para dinamitar mis aspiraciones matrimoniales. Porque aunque nos conocíamos desde hacía dos semanas y él vivía en Cádiz y tenía novio y fobia al compromiso y era un promiscuo y un ser indeseable, yo me imaginaba acariciando la jubilación en sus brazos. Valiente estupidez.

Y ahí estaba yo, un año más, buscando la palabra exacta entre la copa vacía, la música imperfecta y el sudor de la pista. Mientras el tacto de la soledad se volvió a agarrar a mis bronquios, alcancé a dedicarle un «feliz año» antes de buscar la puerta de salida. Cuando me disponía a tomar el pulso de la calle, me detuve en el umbral de la discoteca para echar un último vistazo. No perdían el tiempo. Se besaban, se chupaban, se comían vivos en un baile de caderas huesudas, manos torpes, saliva viscosa y todas esas cosas que bailamos los homosexuales cuando estamos en celo. Los pensamientos negativos se agolparon en mi médula espinal (mi cerebro estaba demasiado ocupado metabolizando el whisky y los langostinos de mamá).

Él se lo pierde. Maldito mamón de provincias. Viene, me jode y me da una patada en el cielo de la boca. Así, sin avisar. Sin ni siquiera esperar a que me vaya. Sin aguantar treinta segundos, ni uno más, que es lo que habría tardado en salir de la puta discoteca. Así me habría evitado contemplar este magreo apocalíptico. Cretino. Traidor. Mamarracho. Va de hombretón hecho y derecho y en cuanto ve las luces de la Gran Vía se cree que está en Las Vegas, ciudad sin ley, y aprieta el gatillo con el primer desgraciado que se le pone a tiro. Esto es Madrid, hijo de la gran puta. Aquí no nos acostamos con cualquiera. Nos respetamos. Somos fieles. Tenemos dignidad... Bueno, o al menos lo intentamos. Joder, ¿qué estoy diciendo? Martín, deja de mirar. Sal de aquí.

El año empezó con tambores de guerra. Y con un frío afilado y cabrón que me llenó los ojos de escarcha. Estaba tan borracho que la acera se enredó una y otra vez en mis tobillos. Pero resistí, desafiante a la ley de la gravedad, y conseguí avanzar los veinte metros que me separaban de un banco. Llegado a ese punto, el futuro me deparaba dos posibilidades:

a) Recoger mis escombros, limpiarme los mocos, subir a un taxi, tratar de meter la llave en la cerradura de mi casa, vomitar y dormir unas horas.

b) Pasear hasta Chueca, barrio de mis triunfos y de mis fracasos, buscar algún caballero descarriado y acostarme con él.

Durante todo el camino hasta Chueca, las putas que flanqueaban la Gran Vía me ignoraron. Habitualmente me reclaman, me silban, me jalean y hasta me agarran de la solapa con el único fin de venderme un «completo». Pero esa noche dejé de ser un cliente potencial y sabroso para convertirme en un alcohólico patético y sin estrella.

—¡Que soy maricón, joder! —le grité a una de ellas preso del pánico, la rabia, el whisky y el dolor—. ¡No hace falta que mires hacia otro lado, yo tampoco quiero acostarme contigo!

El año empezó con tambores de guerra. Y ya en Chueca, punto caliente de la homosexualidad planetaria, empecé a acusar lagunas de memoria. Recuerdo retazos de diálogos absurdos con algún alma solitaria que, como yo, estaba relegada al frío de la calle en esta noche de fiesta y cotillón. Y recuerdo, también, los primeros pinchazos del amanecer sobre los ojos. Me desperté tumbado en una cama desconocida —más tarde averigüé que estaba en la pensión La Zamorana—, azotado por los latigazos de la resaca y la desnudez. Tras una profunda investigación, he conseguido reconstruir los pedazos rotos y olvidados de estas últimas horas de amnesia. Los acontecimientos, supongo, se sucedieron así: me tambaleo entre la muchedumbre hasta Chueca; conozco a un chico marroquí que me invita a una sesión de sexo salvaje; subimos a la habitación 213 de un hostal pegajoso del centro de Madrid; entro en el baño para perderme bajo el vapor purificador de la ducha; mi acompañante aprovecha mi obsesión por la higiene corporal para cometer su primer delito del año; me roba la cartera, el teléfono móvil y la cazadora —de cuero—. Antes de abandonar el lugar del crimen, tiene un último detalle con su víctima: sobre la cama me deja, doblados en cuatro pliegos perfectos, los slips rojos. Qué profesional. No sé si lo he dicho ya, pero el año empezó con tambores de guerra. Joder.

—No voy a decir que ya te lo advertí, pero te lo advertí —alcanzó a decir Sibila con la boca llena de patatas fritas—. Un surfista. A estas alturas. Y de Cádiz. ¿Qué esperabas, Martín? ¿Una promesa de amor eterno? ¿Un anillo de compromiso? ¿Una boda en Hawai? Eres gilipollas.

—Cariño, se te va a enfriar el entrecot.

Me encanta ser el centro de atención. De hecho, mi personalidad arrolladora está edificada sobre un exhibicionismo feroz, pero este psicoanálisis de mercadillo me crispa los nervios. Sibila siguió vomitando su discurso:

—¿Y sabes dónde está la raíz de tu problema? En tus testículos. Tienes el síndrome del amor castrante. Pretendes retener a tus conquistas con tu semen.

—¿Semen?

—Sí. Semen, semen, semen. Maquillas tus pulsiones carnales enfermizas con el rollo de tus carencias afectivas, de tus ansias de amor... Eres un mercachifle de los sentimientos. Juegas con los hombres; les haces creer que estás preparado para comprometerte. ¿Y qué les das? Esperma. Cantidades ingentes de esperma.

—Sibila, te recuerdo que fue él el que se largó con otro delante de mis narices.

—Porque están indefensos. Porque perciben el tufo de tu estafa. Porque se resisten a caer en las redes de un enfermo sexual.

—Yo no soy un enfermo sexual. Lo que ocurre es que las personas como tú, castradas por la abstinencia, descargáis vuestras frustraciones sobre los que disfrutamos con los órganos genitales del prójimo.

—Cariño, gracias a mi abstinencia, mi cartera, mi móvil y mi cazadora siguen siendo míos.

Sibila empezaba el año en buena forma. Desde que se había mudado a la periferia, nos veíamos menos. Y desde que nos veíamos menos, hablábamos más. Y desde que hablábamos más, me sentía mejor. Cada vez que la vida me regalaba una hostia, ahí estaba ella, con sus diagnósticos fríos como el acero, con sus ojos ásperos y sus kilos de más. El roce, dicen, hace el cariño. En nuestro caso, además, ha conseguido mimetizarnos de manera asombrosa. Ninguno de los dos soportamos el color rosa, el apio, las palomas blancas, la música celta o el número dos. Y ambos compartimos pasiones secretas como el olor a gasolina, los pies bonitos, los hombres calvos, los riñones al jerez, el himno norteamericano —sólo si lo canta Whitney Houston— y,
oh, la, la,
los coches caros que nunca tendremos. Casi sin querer, gesticulamos con el mismo entusiasmo, andamos con una cadencia idéntica y hablamos un único idioma: el de los adjetivos esquizofrénicos, la verborrea excesiva, la palabrería hueca y sin sentido... A mí me fascina que ella me diga que «maquillo mis pulsiones carnales enfermizas con el rollo de mis carencias afectivas», y a ella la vuelve loca que yo le reproche que «descarga sus frustraciones sobre los que disfrutamos con los órganos genitales del prójimo». Aunque no tengamos nada que contar. Y así vivimos, en un eterno bucle lingüístico que nos encanta.

Nos conocimos un 7 de enero de hace ocho años en los intervalos absurdos de un semáforo en rojo. Y allí, apostados frente al paso de cebra, comenzamos a hablar. Cuando la luz de peatones se puso en verde, supe que sería mi mejor amiga. Desde entonces, y ante la ausencia de novios que entorpezcan nuestra relación, formamos un tándem muy bien engrasado. Todos los años por estas fechas celebramos, sin excepción, una cena de aniversario en la que reímos, lloramos, brindamos, nos empachamos y nos juramos otros doce meses de amistad sin fisuras. Sibila y Martín. Martín y Sibila. La pareja perfecta.

La rutina periodística —madrugar, escribir, madrugar, escribir, madrugar, escribir— parcheó los agujeros negros de mi vida, de mi corazón y de mi cuenta corriente. Enero no me dejó tiempo para llorar a mis muertos —el móvil, la cartera, la cazadora y el gaditano—; el trabajo impuso un ritmo asfixiante y la pantalla del ordenador, mi única aliada, vivía pendiente de mi ingente talento. Sus píxeles, sus barras de herramientas y sus letras chispeantes me necesitaban, así que no podía permitirme una recaída emocional.

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