—Eres tan falsa cuando estás con ellos.
—Es sólo que soy diferente de cuando estoy contigo —dijo Josie.
—Pues eso: falsa.
—Hay maneras diferentes de ser uno mismo.
Peter se mofó.
—Si eso es lo que te enseñan esos imbéciles, entérate de que es una idiotez.
—Ellos no me están enseñando nada —replicó Josie—. Voy con ellos porque me gustan. Se divierten y son divertidos, y cuando estoy con ellos… —se calló de repente.
—¿Qué? —la instó Peter.
Josie le miró a los ojos.
—Cuando estoy con ellos —dijo—, yo gusto a la gente.
Peter supuso que sí, que los cambios podían ser así de drásticos: en un instante, podías pasar de querer matar a alguien, a querer suicidarte.
—No permitiré que vuelvan a burlarse de ti nunca más —le prometió Josie—. Eso es algo bueno también para ti, ¿no te parece?
Peter no respondió. No se trataba de él.
—Es que… es que ahora mismo no puedo salir contigo, de verdad —se justificó Josie.
Él levantó la cara.
—¿No puedes?
Josie se puso de pie, retrocediendo y alejándose de él.
—Nos vemos, Peter —dijo, y salió de su vida.
Uno nota cuando la gente lo mira. Es como el calor que despide el asfalto en verano, como la punta de un atizador en la espalda. No se necesita oír ni siquiera un solo cuchicheo para saber que se trata de ti.
Antes solía mirarme en el espejo del baño para ver qué era lo que ellos tanto miraban. Quería saber qué era lo que les hacía volver la cabeza; qué había en mí que fuera tan increíblemente diferente. Al principio no lo entendía. Quiero decir que era yo, y ya está.
Hasta que un día al verme reflejado lo entendí. Miré mis propios ojos y sentí aversión hacia mí mismo, quizá tanta como la que ellos sentían.
Aquel día empecé a creer que ellos tenían razón.
Josie esperó hasta que dejó de oír la televisión en el dormitorio de su madre y se volvió de costado en la cama para poder ver las acrobacias del diodo luminoso del reloj digital. Cuando los dígitos señalaron las 2:00 de la madrugada, decidió que ya no había peligro y, tras retirar las sábanas, se levantó de la cama.
Sabía muy bien cómo bajar la escalera sin hacer ruido. Ya lo había hecho un par de veces con anterioridad, para encontrarse con Matt en el patio de atrás. Una noche él le había enviado un mensaje de móvil: «Quiero verte ahora». Ella había salido a encontrarse con él vestida con un camisón blanco de algodón, como un fantasma, y cuando él la tocó, por un momento le pareció que iba a escurrírsele entre los dedos.
Sólo había un peldaño que crujía y Josie sabía perfectamente cuál era, por lo que no era ningún problema pasar por encima sin pisarlo. Una vez en la planta baja, rebuscó en la estantería de los DVD hasta encontrar el que quería ver sin que nadie la sorprendiera haciéndolo. Luego encendió el televisor, y bajó tanto el volumen que tuvo que ponerse casi encima de la pantalla para poder oír.
La primera persona que aparecía era Courtney. Levantaba la mano para impedir que la persona que llevaba la cámara la filmara. No obstante, se reía, mientras su largo pelo le caía por delante del rostro como un velo de seda. Se oía la voz en off de Brady Price: «Enséñanos algo para “Girls Gone Wild”, Court». La imagen se difuminó unos segundos, y luego apareció un primer plano de un pastel de cumpleaños. FELICES DIECISÉIS AÑOS, JOSIE. Una rápida sucesión de rostros, incluido el de Haley Weaver, cantándole a ella.
Josie pulsó el botón de pausa del DVD. Ahí estaban, Courtney, Haley, Maddie, John, Drew. Tocó la frente de cada uno de ellos, con la yema de los dedos, recibiendo una minúscula descarga eléctrica cada vez.
Para celebrar su cumpleaños habían ido a hacer una barbacoa al lago Sunapee. Comieron hot dogs, hamburguesas, mazorcas de maíz. Se habían olvidado el ketchup, y alguien tuvo que volver en coche a la ciudad para ir al súper a comprarlo. Courtney había firmado su tarjeta de felicitación con las iniciales PMMA, «Para Mi Mejor Amiga», aunque Josie sabía que un mes antes le había puesto lo mismo a Maddie.
Para cuando la imagen volvió a difuminarse y surgió su propio rostro, Josie estaba llorando. Sabía lo que venía a continuación, lo recordaba perfectamente. La cámara fue ampliando el plano, y allí estaba Matt, rodeándola con el brazo mientras ella estaba sentada en su regazo sobre la arena. Él se había quitado la camisa, y Josie aún recordaba el calor de su piel al contacto con la suya.
Cómo puede alguien estar tan vivo en un determinado momento para luego quedar inmóvil para siempre, y no sólo el corazón o los pulmones, sino la forma despaciosa de esbozar una sonrisa, la parte izquierda de la boca antes que la derecha; y el tono de la voz; y la forma de atusarse el pelo después de haber acabado los ejercicios de matemáticas.
—No puedo vivir sin ti —solía decirle Matt. Ya no tendría que hacerlo, pensó Josie.
No podía parar de llorar, y se llevó el puño a la boca para no hacer ruido. Contemplaba a Matt en la pantalla, de la misma forma que uno observaría a un animal al que no había visto antes, como si tuviera que memorizarlo para contarle al mundo entero más tarde lo que había encontrado. La mano de Matt se abrió sobre el vientre desnudo de ella, rozándole el borde de la parte superior del bikini. Se veía a ella misma rechazándolo, ruborizada.
—Aquí no —decía su voz, una voz alegre y divertida que ni siquiera a Josie le sonaba como la suya propia. Uno nunca reconoce su voz cuando la oye en una grabación.
—Pues vamos a otro sitio —decía Matt.
Josie se levantó la camisa del pijama y metió la mano por debajo. Se aplicó la palma de la mano en el vientre. Levantó el dedo pulgar, como lo había hecho Matt, hasta la curva de uno de los senos. Trató de fingir que era él.
Matt le había regalado un colgante de oro para aquel cumpleaños, una joya de la que no se había desprendido desde aquel día, hacía casi seis meses. Josie lo llevaba en la filmación. Recordó que cuando lo había mirado en el espejo, vio la huella del pulgar de Matt en él; había quedado impresa cuando se lo había colgado del cuello. Le pareció algo tan íntimo, que durante varios días había evitado con todo cuidado frotarla para no borrarla.
La noche en que Josie había salido para encontrarse con Matt en el patio trasero, a la luz de la luna, él se había echado a reír al ver su camisón, estampado con imágenes de muñequitos.
—¿Qué estabas haciendo cuando te he enviado el mensaje? —le preguntó.
—Estaba durmiendo. ¿Para qué querías verme en plena noche?
—Para estar seguro de que soñabas conmigo —le dijo él.
En el DVD, alguien pronunciaba el nombre de Matt en voz alta. Él se volvía, sonriente. Tenía dientes de lobo, pensó Josie. Afilados, de una blancura inverosímil. Le daba a Josie un beso en la boca.
—Vuelvo en seguida —le decía.
«Vuelvo en seguida».
Le dio a la pausa justo en el momento en que Matt se levantaba. Luego se pasó la mano por el cuello y arrancó de un tirón el colgante junto con la fina cadenita de oro que lo sostenía. Abrió el cierre de uno de los cojines del sofá y metió el colgante dentro del relleno.
Apagó el televisor. Dejó a Matt suspendido así, para siempre; a apenas unos centímetros de ella, para poder acercarse a él cuando quisiera. Aunque sabía que el DVD volvería a su posición de inicio antes de que ella hubiera salido de la habitación.
A Lacy y a Lewis se les había acabado la leche. Aquella mañana, mientras ella y su marido estaban sentados como zombis a la mesa de la cocina, lo había sacado a colación:
«Dicen que va a llover otra vez».
«Se ha terminado la leche».
«¿Hay noticias del abogado de Peter?».
Lacy estaba desolada por el hecho de no poder volver a visitar a Peter hasta al cabo de otra semana más. Normas de la prisión. La atormentaba pensar que Lewis ni siquiera había ido aún a verle. ¿Cómo podía llevar a cabo con normalidad los quehaceres de la vida cotidiana, sabiendo que su hijo estaba sentado en una celda a menos de treinta kilómetros de distancia?
Había un punto crítico en el que los acontecimientos de tu vida se convertían en un tsunami. Era algo que Lacy conocía bien, porque el torrente del dolor la había arrastrado ya una vez. Y cuando eso sucedía, uno se encontraba, al cabo de unos días en medio de un terreno inhóspito, sin raíces. La única alternativa era intentar llegar hasta un nivel más alto mientras aún se podía.
Por ese motivo, Lacy estaba en una estación de servicio, comprando un cartón de leche, cuando su instinto más primario le pedía meterse debajo de las sábanas y dormir. Aquello no había sido tan sencillo como parecía: para conseguir la leche, primero había tenido que salir marcha atrás del garaje de su casa mientras los periodistas golpeaban los cristales de las ventanillas y le obstaculizaban el paso; luego había tenido que despistar a la furgoneta de la tele que la seguía por la autovía. Como resultado, de repente se veía comprando un cartón de leche en una estación de servicio en Purmort, New Hampshire, que raramente frecuentaba.
—Son dos dólares con cincuenta y nueve centavos —dijo la cajera.
Lacy abrió la cartera y sacó tres dólares. Entonces se fijó en el pequeño letrero escrito a mano junto a la caja registradora. RECAUDACIÓN DE FONDOS PARA LAS VÍCTIMAS DEL INSTITUTO STERLING, leyó; y había una lata de café para recoger los donativos.
Empezó a temblar.
—No se preocupe —dijo la cajera, comprensiva—. Una tragedia, ¿verdad?
El corazón le latía con tal fuerza, que Lacy estaba segura que la empleada tenía que oírlo.
—Aunque quieras, no puedes dejar de preguntarte por esos padres, ¿eh? ¿Cómo pudieron no darse cuenta de nada?
Lacy asentía con la cabeza, por miedo a que el mero sonido de su voz pudiera dar al traste con su anonimato. Era casi demasiado fácil estar de acuerdo: ¿podía haber un hijo más espantoso, una madre peor?
Era fácil decir que detrás de un hijo terrible había siempre un padre terrible, pero ¿y los padres que lo habían hecho lo mejor que habían sabido? ¿Y los padres, como Lacy, que habían amado de una forma incondicional, que habían protegido a su hijo con ferocidad, que lo habían querido al máximo… y que aun así habían criado a un asesino?
«Yo no me di cuenta de nada —hubiera deseado decir Lacy—. No ha sido culpa mía».
Pero guardó silencio, porque, para ser sincera, no estaba del todo segura de creerlo así.
Lacy vació el contenido de su monedero en la lata de café, tanto billetes como monedas. Salió de la tienda de la gasolinera casi sin darse cuenta, olvidándose el cartón de leche en el mostrador.
Dentro de sí no había quedado nada. Se lo había dado todo a su hijo. Y ése era el mayor sufrimiento de todos: por muy fantásticos que queramos que sean nuestros hijos, por muy perfectos que finjamos que son, están condenados a defraudarnos. Los hijos acaban siempre pareciéndose a nosotros mucho más de lo que habíamos pensado: imperfectos hasta la médula.
Ervin Peabody, el profesor de psiquiatría en la facultad, se ofreció para conducir una sesión de duelo colectivo dirigida a toda la población de Sterling en la blanca iglesia de madera del centro de la ciudad. En el diario local se había publicado un minúsculo aviso de una sola línea, y en la cafetería y en el banco se habían colgado unos carteles de color morado, pero eso había sido suficiente para difundir la convocatoria. A la hora del evento, las siete de la tarde, había coches estacionados hasta a casi un kilómetro de distancia. El gentío desbordaba las puertas de la iglesia y se desparramaba por la calle. Los representantes de la prensa, que habían acudido en masa para cubrir la noticia, eran rechazados por un batallón de policías de Sterling.
Selena abrazó al bebé contra su pecho al pasar junto a ella otra oleada de ciudadanos.
—¿Te habías imaginado una cosa así? —le preguntó en voz baja a Jordan.
Éste negó con la cabeza, mientras sus ojos vagaban por encima de la multitud. Reconoció a varias personas que habían estado presentes en la lectura del acta de acusación, pero distinguió también muchas otras caras nuevas que no estaban relacionadas de forma personal con el instituto: personas mayores, estudiantes de la facultad, parejas con hijos pequeños. Habían acudido por una especie de efecto dominó; porque el trauma de una persona provoca una pérdida de inocencia en otra.
Ervin Peabody ocupaba un asiento delante de todo de la gran sala, junto al jefe de policía y el director del Instituto Sterling.
—Hola a todos —dijo, poniéndose en pie—. Hemos convocado esta velada de hoy porque todos seguimos aún bajo los efectos de la conmoción. Casi de la noche a la mañana, el paisaje se ha transformado a nuestro alrededor. Es posible que no tengamos respuesta para todas las preguntas, pero hemos pensado que podría ser beneficioso empezar a hablar acerca de lo sucedido. Y lo que quizá es más importante, escucharnos unos a otros.
Un hombre se levantó en la segunda fila, con el saco en la mano.
—Nosotros nos trasladamos aquí hace cinco años, porque mi esposa y yo queríamos huir de la locura de Nueva York. Acabábamos de formar una familia y buscábamos un lugar que fuera… en fin, un poco más amable y acogedor, nada más. No sé si saben a lo que me refiero: cuando vas en coche por las calles de Sterling, las personas que te conocen te saludan con la bocina… Y cuando vas al banco, el cajero te llama por tu nombre. Ya no quedan muchos sitios así en Norteamérica, y ahora… —Se le quebró la voz.
—Y ahora Sterling tampoco es ya uno de esos sitios —concluyó Ervin—. Sé lo difícil que resulta que la imagen que uno se ha forjado de algo ya no se corresponde con la realidad, que la persona pacífica con la que te cruzabas se convierta en un monstruo.
—¿Un monstruo? —le dijo Jordan a Selena en un susurro.
—Bueno, ¿y qué quieres que diga? ¿Que Peter era una bomba de relojería? Llamarlo monstruo hará que todos se sientan más seguros.
El psiquiatra paseó la mirada por la concurrencia.
—Yo pienso que el hecho mismo de que todos ustedes estén aquí esta noche demuestra que Sterling no ha cambiado. Es posible que ya nunca vuelva a ser como antes, o al menos tal como la habíamos conocido… Entonces tendremos que crear un nuevo tipo de normalidad.
Una mujer levantó la mano.
—¿Y qué pasará con el instituto? ¿Nuestros hijos tendrán que volver a entrar en ese sitio?