El objetivo del juego era ir eliminando a deportistas, matones y chicos populares. Cada uno de ellos tenía un determinado valor en puntos. Si matabas dos a la vez, obtenías el triple de puntos. De todas formas, a ti también te podían herir. Podían aporrearte a traición, o aplastarte contra una pared, o encerrarte en un casillero.
Si conseguías acumular 100.000 puntos, obtenías un rifle. Al llegar a 500.000, una ametralladora. Si lograbas sobrepasar el millón de puntos, aparecías montado sobre un misil nuclear.
Patrick vio abrirse una puerta virtual. «¡No se mueva!», gritaron los altavoces, y acto seguido surgió un pelotón de policías con traje de operaciones especiales. Volvió a colocar las manos sobre el teclado, dispuesto a defenderse. Ya había llegado dos veces a aquella pantalla, y lo habían matado o se había matado a sí mismo, lo que significaba perder el juego.
Esta vez, sin embargo, apuntó con destreza la ametralladora virtual y fue abatiendo uno a uno a los policías, en medio de un charco de sangre.
¡FELICITACIONES! ¡HA VENCIDO EN EL JUEGO DE ESCÓNDETE Y CHILLA!, leyó en la pantalla. ¿VOLVER A EMPEZAR?
Diez días después de lo sucedido en el Instituto Sterling, Jordan estaba sentado en su coche en el estacionamiento del tribunal del distrito. Tal como había imaginado, por todas partes había furgonetas blancas de los informativos de televisión, con sus parabólicas orientadas hacia el cielo como girasoles. Tableteaba con los dedos en el volante siguiendo el ritmo del CD de los Wiggles, que cumplía sin ningún esfuerzo su cometido de evitar que Sam empezara un berrinche en el asiento de atrás.
Selena se había colado ya en el edificio sin dejarse intimidar. Los medios de comunicación no le conocían relación alguna con el caso. Cuando regresó de nuevo al coche, Jordan tomó el papel que le entregó.
—Estupendo —dijo.
—Nos vemos luego. —Ella se inclinó para desabrochar el cinturón de Sam en el asiento trasero del vehículo mientras Jordan se dirigía hacia el edificio del tribunal. En cuanto lo vio el primer periodista, se produjo una reacción en cadena, los flashes de las cámaras se dispararon como fuegos artificiales; por todas partes aparecían micrófonos a su paso, que apartaba con el brazo extendido; consiguió articular: «Sin comentarios», y se apresuró a entrar.
Peter había sido conducido ya a la celda de detención de la oficina del sheriff, a la espera de su comparecencia en el tribunal. Cuando acompañaron a Jordan a la celda, estaba paseando en círculo y hablando consigo mismo.
—Así que hoy es el gran día —dijo Peter, un poco nervioso y con un leve jadeo.
—Es curioso que digas eso —comentó Jordan—. ¿Recuerdas para qué estamos hoy aquí?
—¿Qué es esto? ¿Un examen? —replicó Peter; Jordan se limitó a mirarle—. Para la vista preliminar para determinar si hay causa probable —prosiguió Peter—. Eso fue lo que me dijo la semana pasada.
—Bien. Lo que no te dije es que vamos a renunciar a ella.
—¿Renunciar? —repitió Peter—. ¿Y eso qué significa?
—Significa que arrojamos las cartas antes de que las repartan —repuso Jordan. Le entregó a Peter la hoja de papel que Selena le había llevado al coche—. Firma.
Peter movió la cabeza en señal de negación.
—Quiero otro abogado.
—Cualquiera que sepa lo que se lleva entre manos te dirá lo mismo…
—¿Qué? ¿Rendirse sin ni siquiera haberlo intentado? Usted dijo…
—Te dije que te proporcionaría la mejor defensa posible —le interrumpió Jordan—. Ya existe causa probable para creer que cometiste un crimen, puesto que hay cientos de testigos que aseguran haberte visto disparando aquel día en el instituto. La cuestión no es si lo hiciste o no, Peter, sino por qué lo hiciste. Celebrar hoy una vista preliminar de determinación de causa probable significaría darles a ellos un montón de tantos de ventaja y quedarnos nosotros a cero. Sería, además, darle a la acusación la oportunidad de dar a conocer las pruebas al público y a los medios de comunicación antes de que pudieran oír nuestra versión de la historia. —Puso el papel de nuevo delante de Peter—. Fírmalo.
Peter lo miraba, furioso. Finalmente tomó el papel que le ofrecía Jordan y un bolígrafo.
—Vaya mierda —dijo mientras garabateaba su firma.
—Más lo sería si no renunciáramos a la vista preliminar. —Jordan agarró el papel y salió de la celda para ir a llevarle la renuncia al escribiente—. Nos veremos ahí dentro.
Cuando llegó a la sala de tribunal, estaba hasta arriba de público. Los periodistas a los que se había permitido la entrada estaban de pie en la última fila, con las cámaras en ristre. Jordan buscó con la mirada a Selena, que estaba en la tercera fila detrás de la mesa de la acusación, entreteniendo como podía a Sam. «¿Cómo ha ido?», le preguntó ella con un taquigráfico arqueamiento de cejas.
Jordan respondió con un imperceptible asentimiento de cabeza. «Misión cumplida».
Consideraba intrascendente cuál fuera el juez que presidiera la sesión: aprobaría maquinalmente el proceso y lo traspasaría al tribunal en el que, allí sí, Jordan debería montar su numerito. Era el Honorable David Iannucci: lo que Jordan recordaba de él era que tenía injertos en el pelo, y que, cuando te presentabas ante él, tenías que poner todo tu empeño en mantener los ojos disciplinados para que miraran su cara de hurón en lugar de su línea de trasplantes capilares.
El escribano anunció la vista para el caso de Peter Houghton, y dos alguaciles condujeron a éste a través de una puerta. El público, el rumor de cuya conversación había llenado hasta entonces la sala, enmudeció. Peter no levantó los ojos al entrar. Permaneció con la vista fija en el suelo incluso cuando le hicieron sentar en su lugar junto a Jordan.
El juez Iannucci examinó el papel que acababan de ponerle delante.
—Veo, señor Houghton, que desea usted renunciar a la vista preliminar para la determinación de causa probable.
Ante la noticia, tal como Jordan había previsto, se produjo un suspiro colectivo por parte de los representantes de los medios de comunicación, los cuales habían albergado la esperanza de asistir a un espectáculo.
—¿Entiende usted que mi obligación hoy debería haber sido la de determinar si hay o no una causa probable para creer que usted cometió los actos que se le imputan, y que renunciando a la vista preliminar para la determinación de causa probable usted declina su derecho a que yo encuentre dicha causa probable, y que por ello deberá comparecer ante el gran jurado, y yo me veré obligado a traspasar el caso al Tribunal Superior?
Peter se volvió hacia Jordan.
—¿Ha hablado en nuestro idioma?
—Tú di que sí —le instó Jordan.
—Sí —repitió Peter.
El juez Iannucci lo miró fijamente:
—Sí, Su Señoría —lo corrigió.
—Sí, Su Señoría. —Peter se volvió de nuevo hacia Jordan, mascullando entre dientes—: Vaya mierda.
—Puede retirarse —dijo el juez, y los alguaciles se llevaron de nuevo a Peter tras hacerle levantar del asiento.
Jordan se puso de pie también, para dar paso al abogado defensor del siguiente caso del día. Se acercó a la mesa de la acusación, ocupada por Diana Leven, que seguía organizando los expedientes que no iba a tener ocasión de utilizar.
—Bueno —dijo ella sin molestarse en levantar los ojos de sus papeles—, no puedo decir que haya sido una sorpresa.
—¿Cuándo piensa llamarme para el intercambio de pruebas? —le preguntó Jordan.
—No recuerdo haber recibido su carta requisitoria.
Y pasó junto a él apartándolo a su paso y precipitándose hacia el pasillo. Jordan se dijo que tenía que pedirle a Selena que enviara una nota por escrito a la oficina del fiscal. Un formalismo, pero al que sabía que Diana respondería. En un caso tan importante como aquél, el fiscal del distrito seguía toda la normativa al pie de la letra, para que si alguna vez llegaba a producirse una apelación, el veredicto original no quedara anulado por culpa de un error de trámite.
Nada más cruzar la doble puerta de la sala del tribunal, se vio abordado por los Houghton.
—Pero ¿qué demonios pasa aquí? —le increpó Lewis—. ¿Es que no le pagamos para que haga su trabajo?
Jordan contó hasta cinco antes de contestar.
—Lo había hablado antes con mi cliente, con Peter. Él me dio su permiso para renunciara la vista preliminar.
—Pero usted no ha dicho nada —protestó Lacy—. Ni siquiera le ha dado una oportunidad.
—La vista de hoy no habría beneficiado en nada a Peter. Y por el contrario habría puesto a su familia en el punto de mira de todas las cámaras que hay ahí fuera del tribunal. Eso es algo que pasará de todas formas, antes o después. ¿De verdad prefieren que sea antes? —Pasó la mirada de Lacy Houghton a su marido, y a ella de nuevo—. Les he hecho un favor —dijo Jordan, y se marchó dejando la verdad en el espacio entre ambos, una piedra que se hacía más pesada a cada momento que pasaba.
Patrick se dirigía hacia la sala del tribunal donde debía celebrarse la vista preliminar de determinación de causa probable para el caso de Peter Houghton, cuando recibió una llamada en el móvil que le hizo dar media vuelta en dirección opuesta, hacia la tienda de armas Smyth, en Plainfield. El propietario del establecimiento, un hombre rechoncho y de baja estatura con una barba manchada de tabaco, estaba sentado en el bordillo, sollozando, cuando llegó Patrick. Junto a él había un agente de la policía, quien hizo un gesto con la barbilla señalando la puerta abierta.
Patrick se sentó junto al propietario.
—Soy el detective de policía Ducharme —dijo—. ¿Podría explicarme qué ha sucedido?
El hombre sacudió la cabeza.
—Ha sido todo tan rápido. La mujer me pidió que le enseñara una pistola, una Smith and Wesson. Me dijo que la quería para tenerla en casa, como protección. Me preguntó si tenía folletos o catálogos de información sobre el modelo, y cuando yo me volví para buscarle algunos… ella… —Meneó la cabeza de un lado para otro.
—¿De dónde sacó las balas? —preguntó Patrick.
—De la tienda, no. Yo no se las vendí —dijo el propietario—. Debía de llevarlas en el bolso.
Patrick hizo un gesto de asentimiento.
—Quédese aquí con el agente Rodríguez. Puede que tenga que hacerle algunas preguntas más.
Dentro de la armería había sangre y materia encefálica desparramada por la pared de la derecha. El forense, el doctor Guenther Frankenstein, había llegado ya y estaba inclinado sobre el cadáver, que yacía de lado en el suelo.
—¿Cómo demonios has llegado tan pronto? —le preguntó Patrick.
Guenther se encogió de hombros.
—Estaba en la ciudad, en una muestra de coleccionismo de cartas de béisbol.
Patrick se agachó a su lado.
—¿Coleccionas cartas de béisbol?
—Bueno, no iba a coleccionar hígados, ¿no? —Miró a Patrick—. En serio, tenemos que dejar de encontrarnos en este tipo de circunstancias.
—Qué más quisiera yo.
—La cosa no tiene mucho misterio —dijo Guenther—. Se ha metido el cañón de la pistola en la boca y ha apretado el gatillo.
Patrick se fijó en el bolso, sobre el mostrador de cristal. Se puso a rebuscar dentro y encontró una caja de munición con su ticket de caja del Wal-Mart. Luego abrió el billetero de la mujer y sacó su carnet de identidad, en el momento en que Guenther hacía rodar el cuerpo para colocarlo boca arriba.
A pesar de las señales del disparo que le ennegrecían los rasgos, Patrick la reconoció antes de mirar su nombre. Había hablado con Yvette Harvey. Había sido él quien le había dicho que su única hija, una niña con síndrome de Down, había perecido en el asalto al Instituto Sterling.
Indirectamente, pensó Patrick, el cómputo de víctimas mortales de Peter Houghton seguía aumentando.
—Que alguien coleccione armas no significa que tenga intención de usarlas —dijo Peter, frunciendo el cejo.
Hacía un calor infrecuente para finales de marzo, unos desconcertantes treinta grados, y el aire acondicionado de la prisión estaba estropeado. Los reclusos se paseaban en bóxers, los guardianes tenían los nervios de punta. La brigada de mantenimiento trabajaba tan despacio que Jordan pensó que, con suerte, quizá acabaran su trabajo antes de que volviera a nevar. Llevaba dos horas sentado con Peter y sudando en una sala de entrevistas que era una cámara de torturas, y se notaba empapada hasta la última fibra del tejido de su traje.
Quería marcharse. Quería irse a casa y decirle a Selena que nunca debería haber aceptado aquel caso. Le entraron ganas de agarrar el coche y marcharse con su familia a los veinticinco kilómetros escasos de playa con los que había sido agraciado New Hampshire, y zambullirse vestido en las glaciales aguas del Atlántico. Morir de hipotermia no podía ser peor que el lento despellejamiento que le reservaban Diana Leven y la oficina del fiscal del distrito en el tribunal.
Fuera cual fuese la pequeña esperanza que había albergado Jordan al descubrir una defensa válida (aunque fuese una defensa que jamás se había presentado antes ante un juez), se había visto seriamente mermada durante las semanas posteriores a la vista preliminar por la documentación que había ido recibiendo de la oficina del fiscal del distrito: montones de papeles, fotos y pruebas. Después de ver toda aquella información, era difícil imaginar que a un jurado le importara mucho por qué Peter había matado a diez personas; sencillamente, lo había hecho.
Jordan se pellizcó el arco de la nariz, entre los ojos.
—O sea que coleccionabas armas —repitió—. Supongo que debías de almacenarlas debajo de la cama hasta que pudieras hacerte con una bonita vitrina para exponerlas.
—¿No me cree?
—La gente que colecciona armas no las esconde. La gente que colecciona armas no tiene listas negras con fotos marcadas con rotulador.
La transpiración perlaba de gotitas la frente de Peter, y alrededor del cuello de su uniforme penitenciario. Apretaba los labios.
Jordan se inclinó hacia adelante.
—¿Quién es la chica a la que tachaste de la lista?
—¿Qué chica?
—La de las fotos. Primero la señalaste con un círculo, pero luego anotaste: DEJAR QUE VIVA.
Peter miró hacia otro lado.
—Es sólo que la conocía.
—¿Cómo se llama?
—Josie Cormier. —Peter vaciló, y luego miró a Jordan de nuevo—. Está bien, ¿verdad?
«Cormier», pensó Jordan. La única Cormier a la que conocía era la jueza que tenía asignado el caso de Peter.