Authors: Jens Lapidus
Metió las cosas en una bolsa del supermercado ICA. Dio a Eddie un beso en la mejilla. Guiñó el ojo a los niños, que gritaban. Le dio las gracias al mayor de los críos por dejarle su habitación. Esperaba que Eddie no le hubiera contado a su mujer cómo se llamaba ni quién era.
Llevaba diez días huido. ¿Ya estaba yéndose todo a la mierda?
Escribió una nota para Sergio en español. Con el código que habían acordado. Se la entregó a Eddie.
Salió del piso. Le pareció oír una sirena en el exterior. Abrió la puerta de la calle.
Miró hacia la esquina. No había ningún coche en la calle. Ninguna persona. La cosa estaba tranquila. El latino paranoico a la fuga.
¿Qué coño iba a hacer?
Se empezaba a notar más fresco. Era el 9 de septiembre. Jorge anduvo por la ciudad todo el día. El centro: calles Drottninggatan, Gamla Brogatan, plaza Hötorget, Kungsgatan. Stureplan. Comió en McDonald's. Miró por las tiendas. Intentó observar a las tías.
No podía disfrutar. Sólo estresarse. Ya fuera por obsesión o necesaria precaución, miraba a su alrededor como si cada tío que pasaba fuera un poli en su búsqueda.
Os presento al Jorge hundido:
el Jorgelito*
, un mierdecilla asustado. Quería llamar a su hermana. Quería hablar con su madre. Casi quería volver a la cárcel.
No podía ser, tenía que concentrarse. Dejar de pensar todo el tiempo en su madre y en su hermana. ¿Qué coño le pasaba? La familia lo era todo, claro, ésa era la regla básica. Pero si uno no tenía una familia como es debido y se veía forzado a salir adelante por sus medios, entonces se aplicaban otras reglas. Se concentró en lo importante.
Sin sitio donde dormir ni amigos/cómplices en los que confiar en ese momento.
Cinco mil pavos en el bolsillo. Podría pagar a algún antiguo colega de la coca para que le alojara algunas noches. Pero el riesgo era demasiado grande, cantan por cualquier cosa.
Podría ir a algún albergue juvenil. Posiblemente demasiado caro. Además, pedían documentación.
Podría ponerse en contacto con su madre o su hermana, pero seguro que la pasma las estaba vigilando estrechamente y era innecesario hacerlas pasar por algo desagradable.
Joder.
Durante los días que había pasado en la cama en la habitación del niño, había ido creciendo una idea: entrar en un refugio para los sin techo. Resolvería la necesidad de cama pero seguía necesitando pasta. También había otra idea, más grande. Peligrosa. Temeraria. Intentó dejarla a un lado, puesto que estaba relacionada con Radovan.
Jorge preguntó a unos yonquis de la plaza de T-Centralen dónde se podía dormir. Le aconsejaron dos sitios: Nattugglan, el albergue municipal de Slussen, y Karisma Care en la plaza Fridhemsplan.
Fue andando hasta la estación de metro de Hötorget. Eran las ocho de la noche. Los torniquetes no eran como los que había antes de que entrara en la cárcel. Era más difícil colarse. Unas barreras altas de plexiglás que se deslizaban hacia los lados cuando uno pasaba la tarjeta por una ranura en la parte frontal del torniquete. No quería malgastar dinero. No quería ir andando hasta Slussen. Evaluación de riesgos. Los torniquetes eran demasiado altos para saltarlos. Observó al taquillero, que estaba leyendo un periódico. Parecía pasar de su trabajo. Observó el flujo de gente. No había mucha. Circuló. Deambuló. Observó. Al final llegó un grupo de jóvenes. Caminó entre ellos. Se deslizó con ellos. Pegado detrás de un chaval de veintitantos. El torniquete emitió un pitido al detectar que había pasado detrás de alguien. Al taquillero le importó tres pimientos.
Fue hasta Slussen. Miró la dirección en un plano de transportes urbanos que había en la estación.
Estaba cansado. Estaba deseando acostarse.
Llegó al albergue, calle Högbergsgatan, las nueve en punto.
Llamó al timbre. Le abrieron.
Tenía un agradable aspecto hogareño. La recepción estaba justo al lado de la entrada. En el interior de la sala: una mesa larga y sillas, fregadero y horno en una de las paredes. En un rincón había un televisor. La gente estaba sentada y jugaba a las cartas. Comían. Veían la televisión. Conversaban. Nadie le hacía caso. No había nadie que él reconociera. No había nadie que pareciera reconocerle. Estupendo.
La mujer de la recepción se parecía a la bibliotecaria de la Biblioteca de la Ciudad. El mismo estilo, la misma ropa marrón.
—Hola. ¿Te puedo ayudar? —dijo y levantó la mirada de un crucigrama.
Jorge dijo:
—Claro. Últimamente he tenido problemas para encontrar un sitio donde vivir. Me han dicho que este sitio está bien.
Puso la voz melosa de «compadécete de mí». No necesitaba fingir. Estaba hecho polvo de verdad. La mujer pareció comprender. Los trabajadores sociales/asistentes/psicólogos siempre eran comprensivos. Jorge conocía a los de su especie.
—Nos quedan camas, así que no tiene por qué haber ningún problema. ¿Llevas mucho tiempo sin vivienda?
Conversar. Ser amable. Decir alguna cosa creíble.
—No demasiado, unas dos semanas. Es una situación difícil. Mi chica me ha echado de casa.
—Parece duro. Pero al menos puedes dormir aquí algunas noches. Quizá se arreglen las cosas con tu novia. Lo único que necesito para que puedas quedarte aquí es tu nombre y tus datos personales.
Joder.
—¿Necesitáis de verdad esos datos? ¿Para qué?
Pensó: Sí que tengo un número de identidad. ¿Correré algún riesgo si se lo doy?
—Sé que muchos no quieren proporcionarlos, pero es que hasta esta actividad cuesta dinero. Enviamos la factura directamente a tu trabajador social, si lo tienes, doscientas coronas por noche, así que lamentablemente necesito tus datos personales.
Coño. No podía quemar sus datos personales falsos. No funcionaría.
—No puede ser. Pagaré al contado.
—Lo siento, ya no aceptamos pagos en metálico. Hace dos años que dejamos de aceptarlos. Quizá deberías ponerte en contacto con tu oficina de servicios sociales.
Joder.
Jorge se rindió. Dio las gracias. Volvió a salir a la calle.
Lamentó haberlo intentado. Esperaba no haber despertado sospechas.
Se preguntó si alguien le habría reconocido. Se miró en un escaparate. Pelo negro. Rizado. La barba empezaba a ser más larga. La piel más morena de lo que era de verdad. Debería ser suficiente.
Un termómetro marcaba catorce grados.
¿Dónde iba a dormir?
Pensó en su otro plan: su idea para conseguir dinero. ¿Se atrevería?
Desafiar a Radovan.
JW volvió a contar los billetes. Veintidós mil coronas limpias y encima había estado de fiesta como París Hilton, cuatro fines de semana seguidos, y además se había podido comprar una chaqueta de Canali.
Sopesó los cuarenta y cuatro billetes de quinientos rodeados por una goma. Normalmente, estaban escondidos en un par de calcetines en el ropero. La venta de coca daba buenos resultados. En un mes había ganado dinero. Había devuelto lo que le debía a Abdulkarim y además había aprobado el examen de financiación.
Abdulkarim le elogió, quería que se dedicara a la coca a jornada completa. Los cumplidos le animaron. Los cumplidos generaron confianza y estupendos sueños de futuro. Pero JW lo rechazó; tenía decidido hacerlo todo al mismo tiempo: ir de fiesta, la venta, la universidad.
Los chicos habían aceptado que él se encargara del suministro. Eran unos chicos estupendos. Les parecía bien que se les entregara la mercancía sin tener que ensuciarse las manos. El único que reaccionó fue Nippe, que se metió con él en broma:
—¿Estás corto de pasta o qué? Eso parece, cuando tienes que colocar farla todo el tiempo. Dímelo y mi padre te puede hacer un préstamo.
JW no le hizo caso. Pensó: pronto puedo comprar al padre de Nippe y hacer que eche el cierre para siempre.
JW se miró en el espejo. La melena de león estaba favorecedoramente engominada con dos toques de cera para pelo Dax recién aplicada, incluyendo todas las aplicaciones previas, que en realidad nunca desaparecen del todo con el lavado. Antes se cortaba el pelo él mismo. Ahora se abrían nuevas posibilidades, quizá podría ir a los mismos peluqueros que los chicos: Sachajuan, Toni & Guy, Hårgänget. Un grato pensamiento.
Toda su ropa era de segunda mano: los vaqueros de Gucci, la camisa de Paul Smith y los zapatos Tod's con la característica suela de goma granulosa. Precisamente por eso fue tan agradable ponerse la chaqueta de Canali. Sin arrugas, buena caída, tacto crujiente. Incluso olía a nueva.
Medía un metro y ochenta y dos, rubio, con cara delgada. Muñecas finas. Cuello fino. Todo fino. Dedos de pianista. Mandíbula prominente. JW cambió de pose ante el espejo: Soy guapo, pero quizá necesitaría hacer un poco de músculo. Tarjeta anual de SATS,
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.
Era sábado. Iba a acompañar a Nippe a la casa de campo de los padres de uno de sus amigos. Lövhalla Gård, en la región de Sörmland. Anteriormente, JW había tratado con el chico, Gustaf, algunas veces en la discoteca Laroy. El plan era cena, fiesta y pasar allí la noche. Estarían algunas personas que no conocía. Lo mejor de todo: Jet-set Carl también estaría.
Con un poco de suerte quizá pudiera conseguir algo con Sophie. Con más suerte podría causar buena impresión a Jet-set Carl. Decididamente, una puerta abierta para la venta de coca.
Eran las tres de la tarde. JW se sentía desmotivado y espeso, aunque ni siquiera había salido de fiesta la noche anterior. Se sentó en la cama, dobló las piernas y volvió a contar el fajo de billetes.
Disfrutó, jugueteó con los billetes de quinientos. Esperó a que Nippe le llamara con el claxon desde la calle.
La curva de ventas se disparaba hacia arriba. El fin de semana siguiente a haber invitado a Sophie y Anna en Humlan, su primer buen negocio. Empezó invitando otra vez. Pero nunca más en Humlan. Decidió que era algo que no podía repetirse. Demasiado clase B.
Estaban sentados en casa de Putte, como siempre. Todo el grupo: JW, Putte, Nippe y Fredrik. Además, Sophie, Anna y dos chicas más de Lundberg. Los chicos participaban en el acuerdo. JW pillaba la nieve y todos compartirían el gasto. Esta vez las chicas querían participar. JW soltó la charla en plan generoso, hizo el papel de espléndido y les invitó a todos a una raya. Las dos chicas nuevas, Charlotte y Lollo, no lo habían probado nunca. El ambiente pegó un subidón, no sólo en sentido figurado. Se sentían ardientes, espontáneos, colocados de narices. Todos apreciaban a JW, el chaval que se encargaba de que hubiera fiesta. Después de tres horas se metieron en unos taxis y fueron a Stureplan. JW se llevó cuatro gramos. Entraron en la discoteca Köket. Hicieron lo de siempre: bailaron, se emborracharon, coquetearon. Nippe consiguió que dos tías le hicieran una mamada cada una. Después de media hora una de las chicas, Lollo, se acercó a JW y le dijo que aquello le parecía genial. Le preguntó si tenía más y le aseguró que pagaría encantada. JW pareció preocuparse. Le dijo que no tenía que pagar, pero que le había prometido un poco a otro amigo. Ella dijo:
—Guay, pero yo quiero unas rayas y tengo que pagarlas.
Él dijo:
—De acuerdo, voy a ver si puedo conseguir alguna cosa.
Pensó: Después de todo el que paga es tu padre. Le colocó todo a mil doscientas el gramo. El precio de compra era seiscientas. El beneficio fue de dos mil cuatrocientas coronas. Comparado con el taxi, era demasiado: toda una noche machacándose en el Ford frente a tres minutos de conversación seductora con Köket mientras estaba de pie con una copa en la mano y mirando a una chica guapa todo el tiempo. No estaba mal.
El fin de semana siguiente fue igual, aunque con otras personas. Tomar algo antes de salir, ir a otro sitio, tomar algo después en otro piso. Sacó siete mil coronas limpias pese a que había invitado en total a cinco gramos.
La semana siguiente quedó con Sophie en un café de Sturegallerian. Hablaron de sitios de fiesta guais, ropa bonita, conocidos comunes. Incluso hablaron de cosas serias. Lo que querían hacer cuando acabaran la universidad. Sophie estudiaba Empresariales pero quería entrar en la Escuela de Comercio en el quinto semestre. Tenía que conseguir notable en todos los exámenes, estudiar mucho, disciplinarse. Luego se iría a Londres y prosperaría. JW quería trabajar con valores, se le daban bien los números. Ella entró en lo personal, le preguntó sobre sus padres y sus orígenes. JW tuvo que realizar maniobras de despiste, dijo que habían vivido la mayor parte de su infancia en el extranjero, que ellos vivían en una finca en la región de Dalarna y que seguro que no les conocía. Ella preguntó por qué no vivían en la región de Sörmland o algún otro lugar más cercano a Estocolmo. JW cambió de asunto. Estaba acostumbrado, tenía a qué recurrir. Hablaron de la familia de ella. Funcionó, Sophie dejó de lado el pasado de él y contó el suyo.
Venía del campo, de una finca, y había empezado primero en un colegio normal. No funcionó. Los compañeros de clase no eran buenos con ella. La llamaban esnob, no querían estar en el mismo equipo de gimnasia que ella, pensaban que estaba bien robarle la goma de borrar. Casi sonaba ñoño pero JW lo entendió, de verdad. Después de sexto la cambiaron a Lundsberg. Con los suyos. Le encantó.
JW no podía soltarla. Era su mejor canal de venta y era muy sexi, pero además era verdaderamente una buena persona. Una buena chica. El objetivo, claro: tenía que trabajársela, en ambos sentidos.
El fin de semana siguiente, JW salió con Sophie y su grupo de amigas a una fiesta privada. Lollo adoraba la farla, le gritó a JW:
—Con eso consigo una vida sexual tan fantástica...
A Sophie le encantaba la farla. A Anna le encantaba la farla. A Charlotte le encantaba al farla. A todos los de la fiesta les encantaba JW. Consiguió ocho mil.
El fin de semana siguiente, el anterior a éste, el viernes tomaron algo antes de salir en casa de Nippe, luego Kharma con mesa reservada y tomar algo después en casa de Lollo. El sábado empezó con cena en casa de Putte, luego mesa de socio en Café Ópera. Terminó tomando la penúltima con un montón de gente nueva, otra vez en casa de Lollo.
Día de récord. Ingresó once mil limpias.
En las semanas siguientes intentó estudiar. Se sentía como una persona nueva. La venta de coca había hecho maravillas en su economía, en su confianza en sí mismo y en su guardarropa. Sin embargo no se sentía en paz. Los pensamientos sobre el Ferrari amarillo le perturbaban. La noche en la que el árabe le sugirió que vendiera coca fue la primera vez que preguntó por Camilla. Había albergado la esperanza de que quizá alguien supiera algo, pero en el fondo no creía que pudiera llegar a nada. Sin embargo, ahora tenía el Ferrari, a una velocidad loca por la calle Sturegatan, como una imagen constante en su mente. Tenía que saber más.