Dinero fácil (21 page)

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Authors: Jens Lapidus

BOOK: Dinero fácil
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Al final de la calle Sveavägen vio el edificio de la escuela.

Eran las once y media. La gente estaba en la hora del almuerzo. JW sospechó que la secretaría cerraría para comer. No quería tener que esperar hasta que volvieran, no hizo caso de las flechas ni los carteles; en lugar de eso, preguntó directamente. Una mujer con una mochila marca Kånken, que probablemente se estaba marchando, le indicó bien: entrada grande, escaleras arriba, luego a la derecha. JW corrió contracorriente. Sobre todo jóvenes de su edad que salían para ir a comer. Clase media cansada; no entendían que había caminos más rápidos hacia la vida a lo grande.

Subió los escalones de tres en tres. Se quedó sin aliento.

Llegó a la secretaría.

Una mujer con falda tableada y blusa anticuada estaba saliendo por la puerta con movimientos decididos que indicaban: Voy a cerrar ahora.

Típico.

Él dijo:

—Hola. Por favor, ¿podría hacerle una pregunta antes de que cierre?

JW se había convertido en un maestro de la cortesía; llamaba de usted a la secretaria. Había aprendido bien en su ambiente de Estocolmo.

La señora se ablandó y le dejó entrar. Se puso detrás de un mostrador.

—Necesitaría hablar con un profesor de aquí, Jan Brunéus. ¿Tiene clases esta semana? Y si es así, ¿en qué aula?

La mujer hizo un gesto, pareció molesta. A JW no le gustaba ese estilo. Eran las formas de algunas personas; en lugar de comunicarse directamente iban por la vida poniendo caras.

Sacó un horario y se desplazó por las diferentes casillas con el dedo. Al final dijo:

—Hoy tiene una clase que acaba dentro de diez minutos, a Lis doce. Aula cuatrocientos veintidós. Es un piso más arriba.

JW le dio las gracias con amabilidad. Por algún motivo quería quedar bien con esa mujer. Tenía la sensación de que podía hacerle falta.

Corrió escaleras arriba. Encontró el pasillo correcto.

Aula cuatrocientos veintidós. La puerta estaba cerrada, aún faltaban cinco minutos para la hora de la comida.

Esperó en el exterior. Puso la oreja en la puerta, oyó una voz monótona pero no reconoció si era la de Jan Brunéus.

JW observó el pasillo. Paredes beis, ventanas anchas, plafones sencillos de porcelana blancos en el techo, pintadas junto a los radiadores. La típica sensación de instituto. Se había imaginado otra cosa en la Komvux. Más madurez.

Se abrió la puerta de la clase.

Salió un chico negro con ropa grande y vaqueros que le caían casi hasta las rodillas. Una veintena de alumnos salieron en tropel tras él.

JW miró el interior de la clase. Algunas chicas estaban de pie junto a los pupitres y recogían lápices y cuadernos.

El profesor borraba el texto de una pizarra blanca. No vio a JW.

Debía de ser Jan Brunéus.

El profesor iba vestido con un traje marrón de pana con coderas de cuero. Bajo la chaqueta llevaba un jersey de punto verde con cuello de pico. La barba de tres días dificultaba apreciar la edad pero probablemente tuviera en torno a cuarenta años. Sus gafas eran de montura fina, quizá de la marca Silhouette. JW opinó que tenía un aspecto agradable.

Se acercó a Jan.

Jan se dio la vuelta, observó a JW.

JW pensó: ¿No veía el parecido con Camilla?

Jan preguntó:

—¿En qué puedo ayudarte?

—Me llamo Johan Westlund. Quizá recuerdes que hablamos por teléfono hace unos días. Quería hablar de mi hermana, Camilla Westlund, si te parece bien.

Brunéus se sentó en la tarima. No dijo nada. Sólo suspiró.

¿Quería parecer amistoso o qué?

Las chicas que se habían quedado en la clase salieron.

Jan se levantó y cerró la puerta tras ellas. Volvió a sentarse en la tarima.

JW se quedó de pie en silencio. Sin hablar.

—De verdad que te pido disculpas por mi comportamiento. Me alteré al pensar en ella. Todo lo relacionado con su desaparición es tan trágico... No era mi intención colgarte.

JW escuchó sin contestar nada.

—Recuerdo muy bien a Camilla. Era una de mis alumnas favoritas. Era lista y mostraba interés. Tenía muy pocas faltas de asistencia. Le di sobresaliente en todas las asignaturas.

JW pensó: Los profesores se preocupan de cosas irrelevantes, como la asistencia.

—¿Qué asignaturas estudiaba contigo?

—Sueco, inglés y, si recuerdo correctamente, sociales. Verás, pasan por mí unas doscientas caras al año, pero me acuerdo de Camilla. Os parecéis mucho.

—Eso suele decir la gente. ¿No podrías contarme más de lo que recuerdas de ella? Sé que se relacionaba con una chica que se llama Susanne Pettersson. ¿Tenía más amigos aquí?

—¿Quién podrá ser Susanne Pettersson? De ella no me acuerdo. Pero de hecho no creo que Camilla tuviera muchos amigos, lo cual es raro. Al fin y al cabo era muy extravertida y agradable, en mi opinión. Guapa además.

Algo no encajaba. Susanne Pettersson había dicho que ella y Camilla solían hacer pellas. Ahora Jan Brunéus decía que Camilla casi no había tenido faltas de asistencia. ¿Los profesores solían contar esas cosas?

Charlaron dos minutos más. Jan hablaba en términos generales.

—La Komvux es una importante institución de la sociedad. No todos encajan en el bachillerato. Aquí pueden obtener otra oportunidad.

JW quería marcharse de la clase. Lejos de Jan Brunéus.

Jan le dio la mano.

—Toda esta historia es una pena. Envíales un saludo a tus padres de mi parte. Diles que Camilla habría llegado lejos.

Jan cogió del suelo un portafolios de piel desgastada y desapareció por el pasillo.

JW volvió a la secretaría. Comprobó los horarios de apertura. Habían cerrado para el resto del día. ¿A que era típico?

En casa consultó la guía telefónica. Ciudad de Estocolmo, Administración de Educación. Llamó al número de centralita y pidió que le pasaran con alguien que pudiera responder preguntas genéricas sobre calificaciones y documentos públicos. Habló con el responsable de la normativa de calificaciones para bachillerato. Discutieron las preguntas de JW durante quince minutos. No hizo falta más. JW obtuvo las respuestas que quería.

Decididamente, volvería a la secretaría. Hurgaría a fondo en el archivo de calificaciones de la escuela. Había algo que no cuadraba en el relato de Jan Brunéus.

Capítulo 18

Mrado había jugado a ser detective dos días y medio mientras esperaba que la hermana de Mahmud fuera de visita a Österåker. Encargó las fotos del pasaporte de Jorge. Llamó a sus dos contactos de la policía, Jonas y Rolf. Prometió cinco mil pavos al que le proporcionara información útil sobre el cabrón de Jorge. Comprobó los parientes del latino en el registro civil. No le dio ninguna pista. Dio un toque a su colega Nenad, que era el responsable de Radovan para coca y putas. Nenad ni se acordaba de Jorge más que por el juicio. Mrado desayunó con Ratko y su hermano, Slobodan, alias
Bobban.
Le orientaron sobre el mapa de la criminalidad en el noroeste de Estocolmo. Los yonquis con los que debería hablar, con el personal de qué garitos debería charlar, qué camellos conocían los círculos de Jorge. Fue a Sollentuna y Märsta dos veces y charló con distintos contactos relacionados con la cocaína y con latinos. Bobban le acompañó. Eso debería ayudarle.

La mayoría ya sabía quién era el fugitivo y a los que no les pusieron delante de la nariz las fotografías del pasaporte. Un héroe. Una leyenda. Todos querían invitar al héroe a una copa. Homenajear al tío. Felicitar al tío. Pero nadie le había visto.

La madre de Jorge vivía con un nuevo hombre y tenía una hermana, Paola. La madre vivía en las afueras de Estocolmo. La hermana en Hägersten.

Encargó las fotos del pasaporte de la hermana y de la madre. Obtuvo dos resultados en Google con el nombre de la hermana. Había escrito un artículo en el periódico de la asociación Gaudeamus de la Universidad de Estocolmo y había participado en las jornadas literarias. Una chica lista. Evidentemente intentaba salir adelante desde cero. Quizá debería verla más de cerca en la universidad.

Llamó al departamento de literatura. La hermana estudiaba el curso C
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, a saber qué era eso.

Mrado fue hasta Frescati. Aparcó el coche en la parte de atrás de los edificios azules. El Mercedes sobresalía. El resto de los coches del aparcamiento: coches cutres.

La universidad para Mrado: tierra desconocida. Población: alfeñiques, tíos que hablaban más que actuaban, cuatro ojos. Sarasas. Sin embargo, para sorpresa de Mrado, había un montón de chicas guapas.

Miró los carteles. Encontró el departamento de literatura. Subió en ascensor. Preguntó a una vieja en el pasillo quién era el responsable del curso C. Le dieron el nombre del ayudante de la cátedra. Miró más carteles. El despacho del ayudante aún más lejos en el mismo pasillo. En el exterior de la puerta un cartel más:
Me encanta mi trabajo... a la hora de la comida y del café.
Mrado llamó a la puerta. Ahí no había nadie. Preguntó a una mujer en la sala contigua. El ayudante estaba en una reunión en la sala C 119. Volvió a coger el ascensor, hasta abajo del todo. Los pasillos parecían estar a medio terminar. Del techo colgaban conductos y tambores de ventilación. Algunas paredes parecían estar sin pintar. En un rincón había paneles blancos de madera apoyados contra la pared. Miró las flechas. Encontró la sala. Llamó a la puerta. Abrió un chico con chaqueta y flequillo de punta. Mrado pidió hablar con el ayudante de la cátedra de literatura. Puso el pie de manera que la puerta no pudiera cerrarse. Miró fijamente al chico. El del flequillo de punta se quedó parado. Tras quince segundos apartó la mirada. Llamó a la ayudante. Una chica joven; máximo veinticinco años. Mrado se había esperado una mujer de más edad. Preguntó de qué se trataba. Le contó una milonga. Le dijo que tenía que comprar unos libros a una chica pero que no había aparecido. Se preguntaba si la ayudante tenía su número de teléfono o si sabía dónde tenía clase ese día. Ella preguntó que por qué tanta prisa. Mrado le contó otra milonga más, que tenía que irse de viaje y necesitaba los libros ese mismo día. Era muy urgente. La ayudante: ingenua y demasiado buena. Subieron en ascensor hasta su oficina. Buscó el teléfono de Paola y el horario del curso C. Le dijo a Mrado que había tenido suerte.

—Paola tiene hoy un seminario en la sala D 327.

Por fin tenía suerte.

Cómo ella podía dejarse engañar por un yugoslavo de dos metros iba más allá de su entendimiento.

Hacia la D 327. Volvió a mirar los carteles. Buscó la sala.

El mismo número que con la ayudante de cátedra. Abrió un tío. Mrado le pidió que llamara a Paola.

Mrado cerró la puerta de la sala del seminario tras ella. Paola entendió inmediatamente que algo iba mal. Sacudió la cabeza. Dio un paso para atrás, giró la cara hacia un lado. Mrado llegó a ver sus ojos. Si la desazón tenía un rostro, ése era el de ella.

No era lo que Mrado esperaba de una experta en literatura. Vestida con una blusa azul claro de solapas anchas. Vaqueros oscuros ajustados. Estilo pulcro. Pelo negro, recogido en una coleta. Brillante. Aspecto inocente. Algo se despertó en Mrado.

Hizo una señal hacia un aseo. Se dirigieron allí. Paola con movimientos tensos. Mrado, concentrado. Entraron en el baño. Mrado cerró la puerta.

El aseo estaba lleno de pintadas. Sobre todo con bolígrafo y rotulador. Mrado, sorprendido. ¡Los universitarios no deberían hacer esas cosas!

Le dijo a Paola que se sentara en la tapa de la taza. La cara de ella ardía.

—Tranquilízate. No quiero hacerte daño, pero no tiene sentido que grites. Prefiero no usar la violencia con las chicas. No soy de ésos. Sólo necesito saber un par de cosas.

Paola hablaba un sueco perfecto. Sin rastro de acento extranjero.

—Se trata de Jorge, ¿verdad? ¿Se trata de Jorge? —A punto de llorar.


You got it,
babe
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. Se trata de tu hermano. ¿Sabes dónde está?

—No. No tengo ni idea. No lo sé. No he tenido noticias suyas. Mi madre tampoco. Sólo hemos leído lo que han escrito de él en los periódicos.

—Espabila. Tú le caes bien, me imagino. Claro que se ha puesto en contacto contigo. ¿Dónde está?

Ella sollozó.

—He dicho que no lo sé. De verdad que no lo sé. Ni siquiera ha llamado.

Mrado presionó:

—No mientas. Pareces una chica lista. Puedo convertir tu vida en un infierno. Puedo arreglarle la vida a tu hermano. Sólo dime dónde está.

Ella siguió negando categóricamente.

—Niña, escúchame bien. Deja de cerrarte en banda. Este baño es un asco, ¿no te parece? Las paredes están llenas de pintadas. Tú estás saliendo de todo esto. Quieres conseguir una buena formación. Ir hacia arriba en la vida. Tu hermano también puede conseguir una buena vida.

Ella le miró directamente a los ojos, las pupilas grandes, brillantes. Él vio su propio reflejo. Había dejado de llorar. El rímel le dibujaba rayas negras en las mejillas.

—De verdad que no lo sé.

Mrado analizó. Hay personas que pueden mentir. Embaucar. Engañar a cualquiera. Resistirse a la policía, fiscales y abogados interrogatorio tras interrogatorio. Incluso resistir a tipos como Mrado. Quizá creen en sí mismas. Quizá tienen un gran talento para actuar. Otras personas intentan mentir y se les nota inmediatamente. Los ojos se van hacia arriba y a la izquierda, lo que indica que están fantaseando. Se ruborizan. Sudan. Se contradicen. Se saltan detalles. O al contrario, intentan estar tranquilas. Fingen que no pasa nada. Hablan despacio. Pero se les nota. Están demasiado seguras. Cuentan las cosas demasiado de corrido. Dejan el cuerpo anormalmente inmóvil. Están demasiado seguras de sus declaraciones.

Él los conocía todos. Paola no pertenecía a ninguno de esos tipos. Mrado llevaba suficiente tiempo en el sector de la protección y de los cobros. Había presionado a la gente para que soltaran la pasta. Los había forzado a contar dónde estaba escondida la caja del día, cuánta farla habían vendido, dónde iban a entregar el alcohol de botellón, a cuántos clientes se habían tirado. Había apoyado su revólver contra la sien de personas, en sus bocas, contra sus pollas. Había pedido respuestas. Había evaluado sus respuestas. Les había sacado a la fuerza las respuestas. Era un experto en respuestas.

Mrado le miró las manos. No la cara. Lo sabía: la gente controla el careto pero no el cuerpo. Las manos contaban la verdad.

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